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Instituciones y gobernanza: El antídoto para la disfuncionalidad del Estado

.
Cësar Sigüenza
19 de octubre, 2025

En América Latina, la crisis de gobernabilidad ha dejado de ser una abstracción para convertirse en un fenómeno real. Lamentablemente, Guatemala no es ajena a esta realidad: la debilidad institucional, una justicia lenta, una administración pública fragmentada y la falta de resultados sostenibles en políticas públicas generan desafección ciudadana y un clima de frustración generalizado. Sin embargo, a mi entender, el problema es más profundo que una simple disfunción administrativa. ¿De qué hablamos realmente cuando decimos que “fallan las instituciones”?

Para abordar este tema, y con el objeto de abrir una conversación informada y constructiva, es necesario iniciar por una precisión conceptual que muchas veces se diluye en el debate público: no es lo mismo hablar de instituciones que de organizaciones, aunque en la práctica política guatemalteca ambos términos suelen usarse como sinónimos.

Siguiendo la tradición de la economía institucional, autores como Douglass North definen las instituciones como las reglas del juego: restricciones formales e informales que estructuran las relaciones sociales, políticas y económicas. Las instituciones formales incluyen los derechos individuales y las normas jurídicas, entre otros. Las informales, por su parte, comprenden normas sociales, valores, tradiciones y códigos de conducta que también regulan el comportamiento, muchas veces con igual o mayor fuerza que el marco legal formalizado. Es el conjunto de estas reglas lo que podemos entender como el orden social o marco normativo en el que se desenvuelve una sociedad determinada.

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Las organizaciones, en cambio, son jugadores del juego social junto con los individuos. Estas son actores como ministerios (dirigidos por funcionarios públicos), partidos políticos, sindicatos o el sector empresarial, que operan dentro de ese marco institucional, respondiendo a los incentivos y restricciones que impone. Confundir ambos conceptos no es trivial. Ha dado pie a una crítica injustificada contra el discurso del que prioriza el fortalecimiento institucionalidad del país, especialmente cuando se acusa de promover “instituciones” sin abordar las disfunciones del aparato público, ignorando que en realidad lo que se propone es precisamente fortalecer el marco institucional para que las organizaciones públicas funcionen mejor.

Esta distinción permite comprender por qué muchos procesos de reforma legal han sido poco efectivos: se aprueban nuevas leyes o se crean entidades públicas con mandatos ambiciosos, pero no se modifica el diseño de incentivos que rige su implementación. Es decir, se moderniza el marco formal, pero se mantienen estructuras organizacionales atrapadas en lógicas clientelares, fragmentadas o capturadas. Así, lo que debería ser una política pública se vuelve letra muerta, o peor aún, una herramienta más de discrecionalidad.

Por eso es necesario vincular la institucionalidad con la gobernanza. Un marco institucional sólido debe ir acompañado de un diseño organizacional, funcional y profesional. Como lo explican North y otros, las instituciones y las organizaciones evolucionan juntas: las reglas moldean los incentivos, y las organizaciones responden, adaptándose y buscando maximizar sus beneficios.

En esta misma línea, autores como Daron Acemoglu y James A. Robinson, entre otros, han sostenido que el desarrollo sostenible solo es posible cuando las instituciones permiten una participación amplia, garantizan derechos de propiedad y establecen límites efectivos al poder arbitrario. El fracaso de las naciones, entonces, no responde a la geografía o a la cultura, como elementos particulares, sino a la persistencia de instituciones que concentran el poder y bloquean la innovación y el desarrollo social.

Guatemala no está condenada a ese destino. Existen experiencias valiosas, tanto locales como internacionales, que muestran cómo es posible diseñar instituciones que limiten el poder arbitrario, promuevan la competencia política y creen condiciones para la prosperidad de todos los individuos. Pero para avanzar hacia esa dirección, necesitamos abandonar el cortoplacismo, profesionalizar la función pública y asumir que la reforma institucional es una tarea gradual, pero estratégica. Esta será la línea de análisis que intentaremos desarrollar en este espacio de “Compás Institucional”. Procuraremos abordar la interacción entre normas, organizaciones e incentivos; identificar los cuellos de botella que impiden el funcionamiento efectivo del Estado; y, sobre todo, proponer rutas de reforma posibles desde la realidad institucional guatemalteca. Porque fortalecer las instituciones no es solo una aspiración técnica, sino es una condición indispensable para que la política pública funcione, la economía crezca y la ciudadanía recupere la confianza en el futuro.

Instituciones y gobernanza: El antídoto para la disfuncionalidad del Estado

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Cësar Sigüenza
19 de octubre, 2025

En América Latina, la crisis de gobernabilidad ha dejado de ser una abstracción para convertirse en un fenómeno real. Lamentablemente, Guatemala no es ajena a esta realidad: la debilidad institucional, una justicia lenta, una administración pública fragmentada y la falta de resultados sostenibles en políticas públicas generan desafección ciudadana y un clima de frustración generalizado. Sin embargo, a mi entender, el problema es más profundo que una simple disfunción administrativa. ¿De qué hablamos realmente cuando decimos que “fallan las instituciones”?

Para abordar este tema, y con el objeto de abrir una conversación informada y constructiva, es necesario iniciar por una precisión conceptual que muchas veces se diluye en el debate público: no es lo mismo hablar de instituciones que de organizaciones, aunque en la práctica política guatemalteca ambos términos suelen usarse como sinónimos.

Siguiendo la tradición de la economía institucional, autores como Douglass North definen las instituciones como las reglas del juego: restricciones formales e informales que estructuran las relaciones sociales, políticas y económicas. Las instituciones formales incluyen los derechos individuales y las normas jurídicas, entre otros. Las informales, por su parte, comprenden normas sociales, valores, tradiciones y códigos de conducta que también regulan el comportamiento, muchas veces con igual o mayor fuerza que el marco legal formalizado. Es el conjunto de estas reglas lo que podemos entender como el orden social o marco normativo en el que se desenvuelve una sociedad determinada.

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Las organizaciones, en cambio, son jugadores del juego social junto con los individuos. Estas son actores como ministerios (dirigidos por funcionarios públicos), partidos políticos, sindicatos o el sector empresarial, que operan dentro de ese marco institucional, respondiendo a los incentivos y restricciones que impone. Confundir ambos conceptos no es trivial. Ha dado pie a una crítica injustificada contra el discurso del que prioriza el fortalecimiento institucionalidad del país, especialmente cuando se acusa de promover “instituciones” sin abordar las disfunciones del aparato público, ignorando que en realidad lo que se propone es precisamente fortalecer el marco institucional para que las organizaciones públicas funcionen mejor.

Esta distinción permite comprender por qué muchos procesos de reforma legal han sido poco efectivos: se aprueban nuevas leyes o se crean entidades públicas con mandatos ambiciosos, pero no se modifica el diseño de incentivos que rige su implementación. Es decir, se moderniza el marco formal, pero se mantienen estructuras organizacionales atrapadas en lógicas clientelares, fragmentadas o capturadas. Así, lo que debería ser una política pública se vuelve letra muerta, o peor aún, una herramienta más de discrecionalidad.

Por eso es necesario vincular la institucionalidad con la gobernanza. Un marco institucional sólido debe ir acompañado de un diseño organizacional, funcional y profesional. Como lo explican North y otros, las instituciones y las organizaciones evolucionan juntas: las reglas moldean los incentivos, y las organizaciones responden, adaptándose y buscando maximizar sus beneficios.

En esta misma línea, autores como Daron Acemoglu y James A. Robinson, entre otros, han sostenido que el desarrollo sostenible solo es posible cuando las instituciones permiten una participación amplia, garantizan derechos de propiedad y establecen límites efectivos al poder arbitrario. El fracaso de las naciones, entonces, no responde a la geografía o a la cultura, como elementos particulares, sino a la persistencia de instituciones que concentran el poder y bloquean la innovación y el desarrollo social.

Guatemala no está condenada a ese destino. Existen experiencias valiosas, tanto locales como internacionales, que muestran cómo es posible diseñar instituciones que limiten el poder arbitrario, promuevan la competencia política y creen condiciones para la prosperidad de todos los individuos. Pero para avanzar hacia esa dirección, necesitamos abandonar el cortoplacismo, profesionalizar la función pública y asumir que la reforma institucional es una tarea gradual, pero estratégica. Esta será la línea de análisis que intentaremos desarrollar en este espacio de “Compás Institucional”. Procuraremos abordar la interacción entre normas, organizaciones e incentivos; identificar los cuellos de botella que impiden el funcionamiento efectivo del Estado; y, sobre todo, proponer rutas de reforma posibles desde la realidad institucional guatemalteca. Porque fortalecer las instituciones no es solo una aspiración técnica, sino es una condición indispensable para que la política pública funcione, la economía crezca y la ciudadanía recupere la confianza en el futuro.

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