En los últimos años, Guatemala ha vivido un fenómeno tan silencioso como corrosivo: la normalización del odio en nuestra vida pública. No se trata únicamente de insultos en redes sociales ni de la furia que desatan los memes políticos, es un patrón más profundo, que daña la convivencia, degrada el debate inteligente y convierte la diferencia en enemigo.
El filósofo Eduardo Infante lo denomina “Los hijos del odio”, recordándonos que el odio no es un instinto biológico sino una construcción cultural, alimentada por estructuras políticas, tecnológicas y sociales. Guatemala, con su historia y con la fragilidad de sus instituciones, es un terreno fértil para esa siembra.
Las redes sociales se han convertido en un gigantesco amplificador de la polarización. El algoritmo premia la indignación porque cada clic, cada reacción, se traduce en negocio. La ironía cruel es que la infraestructura tecnológica que prometía acercarnos ha terminado por construir muros invisibles. En Facebook, Twitter o TikTok, el que grita más fuerte parece tener la razón y algunos corren el riesgo de ser “cancelados”.
La política guatemalteca aprendió a surfear esa ola. El discurso populista, tanto de izquierda como de derecha, han descubierto que vende más. “Conmigo o contra mí” se ha vuelto la norma, sustituyendo la posibilidad de construir consensos.
El segundo motor de este clima es la sustitución de la verdad por la opinión. En un país con un débil sistema educativo, donde el pensamiento crítico no se fomenta, las emociones arrasan con la evidencia. La corrupción, por ejemplo, deja de ser un dato medible para convertirse en un arma discursiva: se acusa, se grita, pero pocas veces se demuestra. La percepción termina moldeando la realidad, y la verdad queda relegada a un segundo plano.
En Guatemala esto se agrava porque las instituciones encargadas de verificar la verdad enfrentan desconfianza y presiones políticas. En ese vacío, el ciudadano recurre a la “voz del amigo” en WhatsApp o a la cadena en Facebook como fuente de información. La lógica tribal sigue presente: pertenecer a un grupo implica defenderlo a ciegas y atacar sin matices a quien piense diferente. Cuando ya no nos reconocemos como conciudadanos, sino como adversarios, la democracia pierde oxígeno.
¿Cómo revertir esta espiral? Infante propone tres caminos:
Recuperar el diálogo: no como ejercicio retórico, sino como política pública. Las mesas de diálogo en seguridad, en desarrollo económico, en infraestructura deberían incorporar de verdad a las voces diversas. El diálogo no puede seguir siendo un simulacro para cumplir expedientes internacionales.
Cultivar la amistad cívica: se trata de recordar que, más allá de nuestras diferencias, compartimos un destino común. Guatemala no saldrá adelante si cada sector defiende únicamente su parcela. La amistad cívica no exige pensar igual, sino reconocer al otro como legítimo.
Educar en el arte de amar: puede sonar ingenuo, pero es profundamente político. El sistema educativo debe enseñar a debatir sin humillar. Se trata de formar ciudadanos que construyan puentes y no muros. En un país con tanta violencia, enseñar el arte de amar es también prevenir futuros ciclos de odio.
El odio no es inevitable; se aprende, se fomenta, se alimenta. Pero también se puede desaprender. Hoy Guatemala enfrenta el reto de elegir qué hijos quiere criar: los del odio, que perpetúan la polarización y la división, o los de la esperanza, que apuestan por el diálogo y la amistad cívica. Mientras sigamos aplaudiendo al que grita más fuerte y despreciando al que invita a dialogar, estaremos hipotecando el futuro democrático del país. La verdadera revolución no será la del odio viral, sino la de la empatía cívica y esa empieza por cada uno de nosotros.
Hijos del odio: cuando la polarización sustituye al diálogo
En los últimos años, Guatemala ha vivido un fenómeno tan silencioso como corrosivo: la normalización del odio en nuestra vida pública. No se trata únicamente de insultos en redes sociales ni de la furia que desatan los memes políticos, es un patrón más profundo, que daña la convivencia, degrada el debate inteligente y convierte la diferencia en enemigo.
El filósofo Eduardo Infante lo denomina “Los hijos del odio”, recordándonos que el odio no es un instinto biológico sino una construcción cultural, alimentada por estructuras políticas, tecnológicas y sociales. Guatemala, con su historia y con la fragilidad de sus instituciones, es un terreno fértil para esa siembra.
Las redes sociales se han convertido en un gigantesco amplificador de la polarización. El algoritmo premia la indignación porque cada clic, cada reacción, se traduce en negocio. La ironía cruel es que la infraestructura tecnológica que prometía acercarnos ha terminado por construir muros invisibles. En Facebook, Twitter o TikTok, el que grita más fuerte parece tener la razón y algunos corren el riesgo de ser “cancelados”.
La política guatemalteca aprendió a surfear esa ola. El discurso populista, tanto de izquierda como de derecha, han descubierto que vende más. “Conmigo o contra mí” se ha vuelto la norma, sustituyendo la posibilidad de construir consensos.
El segundo motor de este clima es la sustitución de la verdad por la opinión. En un país con un débil sistema educativo, donde el pensamiento crítico no se fomenta, las emociones arrasan con la evidencia. La corrupción, por ejemplo, deja de ser un dato medible para convertirse en un arma discursiva: se acusa, se grita, pero pocas veces se demuestra. La percepción termina moldeando la realidad, y la verdad queda relegada a un segundo plano.
En Guatemala esto se agrava porque las instituciones encargadas de verificar la verdad enfrentan desconfianza y presiones políticas. En ese vacío, el ciudadano recurre a la “voz del amigo” en WhatsApp o a la cadena en Facebook como fuente de información. La lógica tribal sigue presente: pertenecer a un grupo implica defenderlo a ciegas y atacar sin matices a quien piense diferente. Cuando ya no nos reconocemos como conciudadanos, sino como adversarios, la democracia pierde oxígeno.
¿Cómo revertir esta espiral? Infante propone tres caminos:
Recuperar el diálogo: no como ejercicio retórico, sino como política pública. Las mesas de diálogo en seguridad, en desarrollo económico, en infraestructura deberían incorporar de verdad a las voces diversas. El diálogo no puede seguir siendo un simulacro para cumplir expedientes internacionales.
Cultivar la amistad cívica: se trata de recordar que, más allá de nuestras diferencias, compartimos un destino común. Guatemala no saldrá adelante si cada sector defiende únicamente su parcela. La amistad cívica no exige pensar igual, sino reconocer al otro como legítimo.
Educar en el arte de amar: puede sonar ingenuo, pero es profundamente político. El sistema educativo debe enseñar a debatir sin humillar. Se trata de formar ciudadanos que construyan puentes y no muros. En un país con tanta violencia, enseñar el arte de amar es también prevenir futuros ciclos de odio.
El odio no es inevitable; se aprende, se fomenta, se alimenta. Pero también se puede desaprender. Hoy Guatemala enfrenta el reto de elegir qué hijos quiere criar: los del odio, que perpetúan la polarización y la división, o los de la esperanza, que apuestan por el diálogo y la amistad cívica. Mientras sigamos aplaudiendo al que grita más fuerte y despreciando al que invita a dialogar, estaremos hipotecando el futuro democrático del país. La verdadera revolución no será la del odio viral, sino la de la empatía cívica y esa empieza por cada uno de nosotros.