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Franco  y la  Transición: claroscuros de una época

.
Marcos Jacobo Suárez Sipmann |
20 de noviembre, 2025

Se cumple medio siglo de la muerte de Francisco Franco. La ocasión invita a la reflexión y el recuerdo.

Llegué a España en 1969 con seis años. Madre alemana, padre español. Clases en el Colegio Nacional Cervantes. Institución humilde, sin medios. Juegos y desfiles en el patio, pupitres viejos. Pese a las deficiencias e imperfecciones: una huella positiva.

Rezos diarios y canto —brazo en alto— del Cara al sol, himno de la Falange. En la pared del aula, el gran retrato sepia de Francisco Franco, solemne, vigilante, ubicuo. A su lado, más pequeño, el falangista José Antonio Primo de Rivera. Crecí mirándolos sin entender mucho. Establecían una atmósfera donde la autoridad no se discutía.

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Vivíamos en la calle Generalísimo Franco. Mi padre, médico, tenía su consulta en la calle José Antonio. La primera sacudida política en diciembre de 1973: el atentado contra el sucesor del Caudillo, Luis Carrero Blanco. Sin comprender todavía la magnitud política, percibí el gesto tenso en los rostros de mis padres. Más que la noticia del vehículo que voló sobre los tejados; la sensación de que algo enorme acababa de resquebrajarse.

La muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975, otra dimensión, si bien con 12 años no podía calibrar la relevancia histórica. El efecto inmediato —y alegre— para los niños: tres días sin clase. Al regreso, recitar el testamento del dictador. 

El tiempo se aceleró. La Transición, la etapa en la que me forjé mientras España cambiaba. En clase se evaporó la rigidez ideológica; los retratos desaparecieron discretamente, y nosotros, los adolescentes, descubríamos una palabra hasta entonces clandestina: libertad.

La figura de Adolfo Suárez, decisiva en aquellos años. La oscilación de los adultos entre respeto y desconfianza: incluidos mis padres. Un hombre del régimen desmontándolo desde dentro: un misterio. Llevado a cabo con una temeridad política incomprendida entonces. El rey Juan Carlos, impulsando reformas. Legalización de los partidos, regreso de políticos en el exilio, primeras elecciones… España se reinventaba en tiempo real.

Viejos y nuevos fantasmas. El terror de ETA y su rastro de sangre. Cada atentado, un recordatorio brutal de la fragilidad de la libertad. La inquietud de los militares. La economía maltrecha: crisis del petróleo, inflación, huelgas, fábricas agitadas… 

A nivel cultural, una bocanada de aire fresco. Música nueva, cine crítico, libros antes prohibidos, debates en la prensa. Descubría mi identidad adolescente mientras el país hacía lo propio. Con mis amigos opinaba y discutía. Protagonistas de una historia grande que apenas discerníamos, pero que sentimos con intensidad.

En 1981, nueva convulsión: el intento de golpe de Estado. Yo estudiaba en Valencia. La única ciudad donde los tanques salieron a la calle. La tarde del lunes 23 de febrero, al salir de clase, vimos a gente asustada. La noticia del Congreso asaltado por el teniente coronel Antonio Tejero dejó a la población perpleja y atemorizada. El día anterior, mi 18 cumpleaños.

Aquella noche, con la radio encendida, comprendimos que la democracia era todavía un edificio en construcción, vulnerable, aunque decidido a resistir. Y aguantó.

A finales de ese mismo año, una experiencia indeleble. El periodista José Luis Balbín, amigo de mi familia, nos invitó a su memorable programa de televisión La Clave, en una edición dedicada al fundador de Falange, fusilado en 1936, precisamente un 20 de noviembre. Entre otras personalidades conocí a Raimundo Fernández Cuesta, quien desempeñó varias carteras durante el franquismo, y a Pilar Primo de Rivera, hermana menor de José Antonio, dirigente de la Sección Femenina de Falange y procuradora en Cortes.

Y, en particular, a Ramón Serrano Suñer. Casado con la hermana de la esposa de Franco, fue una figura clave en la construcción del régimen. El “cuñadísimo” fue seis veces ministro y testigo de la reunión entre Franco y Hitler en Hendaya. Se tomó unos minutos para conversar conmigo al final de la emisión.

Figuras que parecían salidas del retrato sepia de mi infancia, encarnadas ahora en carne y hueso, debatiendo delante de mí. Para alguien que había crecido bajo sus símbolos, aquella noche fue como cruzar un umbral: el viejo régimen hablaba mientras el nuevo país se instalaba, desorientado y confuso, en la siguiente página.

Mi infancia y adolescencia fueron el espejo íntimo de la transformación de España. Viví los años postreros de Franco, el despertar de la Transición, el miedo del 23-F y el cierre simbólico de una época en La Clave. Maduré viendo cómo España aprendía a hablar.

Prescindiendo de la actual pedagogía selectiva y lejos de bandos y trincheras, tengo mi opinión. No glorifico el franquismo, ni mucho menos soy un nostálgico. Fue una dictadura injusta y represiva, que silenció voces, cercenó libertades y derechos. Pero no olvido que el régimen —ya en su versión más blanda— había logrado cierta estabilidad y modernizado sectores. En especial, sentó las bases que harían posible la Transición a la democracia. Un proceso del que los españoles podemos —y debemos— sentirnos orgullosos.

Negarlo todo es tan falso como celebrarlo todo. La manipulación histórica —venga de donde venga— repugna. Aunque incomode a unos y a otros, siempre es preferible la verdad completa.

Franco  y la  Transición: claroscuros de una época

Marcos Jacobo Suárez Sipmann |
20 de noviembre, 2025
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Se cumple medio siglo de la muerte de Francisco Franco. La ocasión invita a la reflexión y el recuerdo.

Llegué a España en 1969 con seis años. Madre alemana, padre español. Clases en el Colegio Nacional Cervantes. Institución humilde, sin medios. Juegos y desfiles en el patio, pupitres viejos. Pese a las deficiencias e imperfecciones: una huella positiva.

Rezos diarios y canto —brazo en alto— del Cara al sol, himno de la Falange. En la pared del aula, el gran retrato sepia de Francisco Franco, solemne, vigilante, ubicuo. A su lado, más pequeño, el falangista José Antonio Primo de Rivera. Crecí mirándolos sin entender mucho. Establecían una atmósfera donde la autoridad no se discutía.

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Vivíamos en la calle Generalísimo Franco. Mi padre, médico, tenía su consulta en la calle José Antonio. La primera sacudida política en diciembre de 1973: el atentado contra el sucesor del Caudillo, Luis Carrero Blanco. Sin comprender todavía la magnitud política, percibí el gesto tenso en los rostros de mis padres. Más que la noticia del vehículo que voló sobre los tejados; la sensación de que algo enorme acababa de resquebrajarse.

La muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975, otra dimensión, si bien con 12 años no podía calibrar la relevancia histórica. El efecto inmediato —y alegre— para los niños: tres días sin clase. Al regreso, recitar el testamento del dictador. 

El tiempo se aceleró. La Transición, la etapa en la que me forjé mientras España cambiaba. En clase se evaporó la rigidez ideológica; los retratos desaparecieron discretamente, y nosotros, los adolescentes, descubríamos una palabra hasta entonces clandestina: libertad.

La figura de Adolfo Suárez, decisiva en aquellos años. La oscilación de los adultos entre respeto y desconfianza: incluidos mis padres. Un hombre del régimen desmontándolo desde dentro: un misterio. Llevado a cabo con una temeridad política incomprendida entonces. El rey Juan Carlos, impulsando reformas. Legalización de los partidos, regreso de políticos en el exilio, primeras elecciones… España se reinventaba en tiempo real.

Viejos y nuevos fantasmas. El terror de ETA y su rastro de sangre. Cada atentado, un recordatorio brutal de la fragilidad de la libertad. La inquietud de los militares. La economía maltrecha: crisis del petróleo, inflación, huelgas, fábricas agitadas… 

A nivel cultural, una bocanada de aire fresco. Música nueva, cine crítico, libros antes prohibidos, debates en la prensa. Descubría mi identidad adolescente mientras el país hacía lo propio. Con mis amigos opinaba y discutía. Protagonistas de una historia grande que apenas discerníamos, pero que sentimos con intensidad.

En 1981, nueva convulsión: el intento de golpe de Estado. Yo estudiaba en Valencia. La única ciudad donde los tanques salieron a la calle. La tarde del lunes 23 de febrero, al salir de clase, vimos a gente asustada. La noticia del Congreso asaltado por el teniente coronel Antonio Tejero dejó a la población perpleja y atemorizada. El día anterior, mi 18 cumpleaños.

Aquella noche, con la radio encendida, comprendimos que la democracia era todavía un edificio en construcción, vulnerable, aunque decidido a resistir. Y aguantó.

A finales de ese mismo año, una experiencia indeleble. El periodista José Luis Balbín, amigo de mi familia, nos invitó a su memorable programa de televisión La Clave, en una edición dedicada al fundador de Falange, fusilado en 1936, precisamente un 20 de noviembre. Entre otras personalidades conocí a Raimundo Fernández Cuesta, quien desempeñó varias carteras durante el franquismo, y a Pilar Primo de Rivera, hermana menor de José Antonio, dirigente de la Sección Femenina de Falange y procuradora en Cortes.

Y, en particular, a Ramón Serrano Suñer. Casado con la hermana de la esposa de Franco, fue una figura clave en la construcción del régimen. El “cuñadísimo” fue seis veces ministro y testigo de la reunión entre Franco y Hitler en Hendaya. Se tomó unos minutos para conversar conmigo al final de la emisión.

Figuras que parecían salidas del retrato sepia de mi infancia, encarnadas ahora en carne y hueso, debatiendo delante de mí. Para alguien que había crecido bajo sus símbolos, aquella noche fue como cruzar un umbral: el viejo régimen hablaba mientras el nuevo país se instalaba, desorientado y confuso, en la siguiente página.

Mi infancia y adolescencia fueron el espejo íntimo de la transformación de España. Viví los años postreros de Franco, el despertar de la Transición, el miedo del 23-F y el cierre simbólico de una época en La Clave. Maduré viendo cómo España aprendía a hablar.

Prescindiendo de la actual pedagogía selectiva y lejos de bandos y trincheras, tengo mi opinión. No glorifico el franquismo, ni mucho menos soy un nostálgico. Fue una dictadura injusta y represiva, que silenció voces, cercenó libertades y derechos. Pero no olvido que el régimen —ya en su versión más blanda— había logrado cierta estabilidad y modernizado sectores. En especial, sentó las bases que harían posible la Transición a la democracia. Un proceso del que los españoles podemos —y debemos— sentirnos orgullosos.

Negarlo todo es tan falso como celebrarlo todo. La manipulación histórica —venga de donde venga— repugna. Aunque incomode a unos y a otros, siempre es preferible la verdad completa.

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