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Entre las ruinas del sueño africano

.
Marcos Jacobo Suárez Sipmann
16 de noviembre, 2025

En 1979 Bob Marley escribió Zimbabwe en apoyo a la lucha contra el dominio de Rodesia del Sur, una canción que marcó mi adolescencia sin imaginar que algún día conocería aquel país —para mí, siempre con el nombre que le dio Marley—. Cuando llegué en 1998, Zimbabwe oscilaba entre la nostalgia por la eficiencia colonial y el orgullo de su independencia. Harare nos recibió, a Sandra y a mí, en medio de inflación y protestas: los bread riots, jóvenes tomando las avenidas Samora Machel y Julius Nyerere para denunciar el alza de los alimentos y desafiar al régimen de Robert Mugabe.

Fue complicado conseguir la entrevista con el mandatario. El “héroe de la independencia”convertido en dictador, odiaba a los ingleses y, por extensión, a los occidentales.

Nos recibió en su despacho con su habitual elegancia. Le pregunté directamente por los disturbios. Su respuesta: 

SUSCRÍBASE A NUESTRO NEWSLETTER

—“No saben lo que hacen. Son como niños”. 

Su tono paternalista carecía de toda autocrítica. Aquella frase condensaba su espíritu autoritario y su indiferencia hacia el malestar social. Y lo peor estaba por llegar.

Entrevista al presidente Robert Mugabe

A Lovemore, nuestro fotógrafo local, no le llegaba la camisa al cuello. Estaba asustado. 

La conversación duró una hora: retórica patriótica, defensa de las políticas de control estatal en sectores estratégicos y evasivas calculadas ante mis preguntas sobre corrupción y eficiencia de las empresas públicas.

Mugabe ya llevaba 18 años en el poder. Su partido, el ZANU–PF, dominaba parlamento, judicatura y medios estatales. Gran parte de la economía estaba bajo su órbita. En las calles, sin embargo, el relato oficial se resquebrajaba. El precio del pan se había duplicado tras la eliminación de subsidios, las reservas internacionales caían y el desempleo juvenil superaba el 40 %. Uno de los países más prometedores del África poscolonial, se asomaba al abismo.

La capital seguía mostrando avenidas anchas, edificios ministeriales impecables y una clase media aún resistente, pero bastaba caminar unas cuadras para encontrar la realidad del desabastecimiento, de los billetes devaluados y del comercio informal que se multiplicaba en los barrios periféricos.

Corrupción e impunidad eran lacras extendidas. Los contratos públicos se adjudicaban por lealtad política. Importaciones ficticias, desvío de fondos y privilegios para el círculo cercano al poder eran parte de la práctica cotidiana. Y los ciudadanos lo sabían: cada trámite requería un soborno, cada ascenso, un favor. 

En el ‘View of the World’ con Sandra

La economía se sostenía en la agricultura y la minería. Se exportaba tabaco, algodón, maíz, azúcar y té, junto a oro, platino, níquel y asbesto. Destacaban, asimismo, el cromo y el hierro. Nos llevaron a conocer diversas plantaciones y explotaciones mineras.

La industria manufacturera de Harare funcionaba a media máquina. Las exportaciones agrícolas – sobre todo el tabaco – sufrían. En los mercados de Mbare, los precios cambiaban a diario. La electricidad fallaba, los hospitales carecían de medicinas y la moneda perdía valor.

Con todo, Zimbabwe contaba con una industria de bebidas sorprendentemente sólida. La Delta Corporation dominaba el mercado cervecero con marcas como Castle, Lion y, en especial, Zambezi Lager. Esta última, orgullo nacional y mi favorita.

Los ingleses habían dejado orden, pero no justicia. La distribución de la tierra era un problema fundamental. Una reforma agraria preveía la nacionalización parcial de tierras pertenecientes a la minoría blanca; no obstante, se sucedían abusos, violencia y ocupación ilegal de fincas. Mugabe sustituyó una injusticia por otra al redistribuir esas tierras a colaboradores y secuaces. Procesos opacos y manipulados, preludio de expropiaciones masivas.

Tumba de Cecil Rhodes

Nos alojamos en el Hotel Meikles, frente a la Africa Unity Square. Desde la suite se divisaba la catedral anglicana y el bullicio de la plaza. Un edificio de columnas blancas fundado en 1915 por comerciantes escoceses, símbolo de elegancia británica que conservaba la atmósfera de la época colonial. Por las noches, el bar del hotel se llenaba de diplomáticos, periodistas y funcionarios. Desde allí se registraban los pálpitos del poder mejor que en los ministerios.

Nos desplazamos al sur, a Bulawayo, segunda ciudad del país, más tranquila y de avenidas arboladas. Tenía un pulso distinto: menos burocracia, más industria, más historia obrera. “Aquí no esperamos milagros”, me dijo un viejo mecánico, “sólo que no nos molesten”.

Visitamos fábricas, mercados y estaciones de tren. La logística y el National Railways of Zimbabwe enfrentaban debates sobre su función y objetivos. En las conversaciones con ferroviarios y empresarios del transporte, “restructuración” y “privatización parcial” fueron palabras recurrentes.

Con su pasado industrial, la urbe mostraba un rostro digno. Clase trabajadora, talleres mecánicos, fábricas textiles sobrevivían con ingenio. En los cafés se hablaba de salarios impagados y de la pérdida de competitividad frente a Sudáfrica. 

En nuestros viajes descubrimos la complejidad de las etnias. La lengua tonal de los Shona, mayoritarios, era de raíces bantúes. Los ndebele, asentados en el suroeste, alrededor de Bulawayo, hablaban un idioma emparentado con el zulú. Las diferencias culturales se mantenían bajo control, pero las heridas de la represión de los 80 no habían cicatrizado.

De excursión por el Zambeze

El turismo era, en 1998, una de las pocas fuentes sólidas de divisas. Navegamos por las aguas del majestuoso Zambeze. En Victoria Falls, el rugido incesante de las cataratas borraba cualquier preocupación política. El misionero y explorador escocés David Livingstone las bautizó así en honor a la reina Victoria.

Los hoteles —el Victoria Falls Hotel, el Elephant Hills— mantenían el glamur colonial con cierto aire melancólico. Incluso sobrevolamos las “Vic Falls” en helicóptero: una experiencia inolvidable, uno de los espectáculos naturales más sobrecogedores del mundo.

Estuvimos en el Parque Nacional de Hwange, una inmensa reserva de sabana. El aire olía a hierba seca y polvo dorado. Uno nunca lo olvida: el olor de África. Hicimos safaris diurnos y nocturnos. Jirafas, elefantes, rinocerontes, cebras… Por la noche, los ojos encendidos de los antílopes y el rugido distante de los leones.

Al sur, en Masvingo, visitamos las ruinas del Gran Zimbabwe, el sitio arqueológico que dio nombre al país y uno de los más impresionantes del continente. Los muros de piedra, construidos hace siglos sin argamasa, recordaban que la historia africana no empezó con el colonialismo. Allí comprendimos la carga simbólica del nombre Zimbabwe, “la casa de piedra”, una declaración de permanencia e identidad.

La visita era una experiencia doble: histórica y política. El Gobierno utilizaba las ruinas como emblema nacional, mas la gestión turística era deficiente. Habíamos alquilado un carro y el trayecto era largo. Yo manejaba y recuerdo las carreteras deterioradas y la escasa señalización. A ello se unía el inconveniente de que, siendo excolonia británica, se circulaba por la izquierda.

Con mi compañera Sandra y nuestro fotógrafo Lovemore

Pasamos unos días en el lago Kariba y fue como adentrarnos en un paraíso acuático de calma infinita. Contemplamos sus orillas, pobladas de baobabs y elefantes. Los safaris fluviales nos ofrecían hipopótamos y cocodrilos a pocos metros. En las noches, bajo un cielo sin contaminación, admirábamos constelaciones completas. Kariba es uno de los lugares más serenos y majestuosos de África austral.

En otra ocasión fuimos a las Eastern Highlands, en la frontera con Mozambique: montañas cubiertas de niebla, cascadas, pinares, los verdes valles en Nyanga y Chimanimani. Creíamos estar en Escocia… hasta que una manada de monos nos recordaba dónde estábamos.

La figura de Cecil Rhodes seguía proyectando una sombra ambigua sobre Zimbabwe. Fundador de la antigua Rodesia, símbolo del colonialismo británico del siglo XIX, su controvertida huella persistía en nombres de calles, en viejos edificios y en la memoria histórica. Visitamos su tumba en Matobo Hills, en el llamado View of the World, una cima de granito desde donde se domina un horizonte infinito. Sus restos descansan entre el silencio y las rocas. En este paisaje majestuoso y ancestral, África parecía recordarle al magnate que ni siquiera los imperios son eternos.

Entrevista al ministro de Información

A veces, en nuestros desplazamientos a zonas remotas, viajábamos en avioneta. Tuvimos que acostumbrarnos: aterrizajes en pistas de tierra, sin asfalto ni torre de control. A menudo había que sobrevolar primero para espantar cebras o antílopes, antes de tocar tierra.

Comprobamos que el plato nacional, el sadza, una masa de harina de maíz, acompañaba casi todo: guisos de carne, verduras o pescados del Zambeze. Nos aventuramos con carnes exóticas: cocodrilo, kudu, impala, avestruz… preparadas al carbón y – cómo no – con sadza.

Uno de los libros que me acompañaron fue Mukiwa: A White Boy in Africa, de Peter Godwin, un relato autobiográfico sobre su infancia en la Rodesia colonial, su juventud en la guerra y su desencanto con la independencia.

Al partir, recordé el río Zambeze, las cataratas Victoria y tantos parajes maravillosos. El país que dejaba atrás era así: un territorio de belleza inagotable y promesas incumplidas. Hermoso y contradictorio, donde la historia aún pesaba más que el porvenir.

Para terminar, vuelvo a la canción. Sus versos —Every man got a right to decide his own destiny— condensaban la esperanza de un futuro libre y justo. Dos décadas después, ese sueño se difuminaba. La melodía, empero, seguía viva en radios, bares y actos oficiales, recordatorio de lo que Zimbabwe quiso ser.

Entre las ruinas del sueño africano

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Marcos Jacobo Suárez Sipmann
16 de noviembre, 2025

En 1979 Bob Marley escribió Zimbabwe en apoyo a la lucha contra el dominio de Rodesia del Sur, una canción que marcó mi adolescencia sin imaginar que algún día conocería aquel país —para mí, siempre con el nombre que le dio Marley—. Cuando llegué en 1998, Zimbabwe oscilaba entre la nostalgia por la eficiencia colonial y el orgullo de su independencia. Harare nos recibió, a Sandra y a mí, en medio de inflación y protestas: los bread riots, jóvenes tomando las avenidas Samora Machel y Julius Nyerere para denunciar el alza de los alimentos y desafiar al régimen de Robert Mugabe.

Fue complicado conseguir la entrevista con el mandatario. El “héroe de la independencia”convertido en dictador, odiaba a los ingleses y, por extensión, a los occidentales.

Nos recibió en su despacho con su habitual elegancia. Le pregunté directamente por los disturbios. Su respuesta: 

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—“No saben lo que hacen. Son como niños”. 

Su tono paternalista carecía de toda autocrítica. Aquella frase condensaba su espíritu autoritario y su indiferencia hacia el malestar social. Y lo peor estaba por llegar.

Entrevista al presidente Robert Mugabe

A Lovemore, nuestro fotógrafo local, no le llegaba la camisa al cuello. Estaba asustado. 

La conversación duró una hora: retórica patriótica, defensa de las políticas de control estatal en sectores estratégicos y evasivas calculadas ante mis preguntas sobre corrupción y eficiencia de las empresas públicas.

Mugabe ya llevaba 18 años en el poder. Su partido, el ZANU–PF, dominaba parlamento, judicatura y medios estatales. Gran parte de la economía estaba bajo su órbita. En las calles, sin embargo, el relato oficial se resquebrajaba. El precio del pan se había duplicado tras la eliminación de subsidios, las reservas internacionales caían y el desempleo juvenil superaba el 40 %. Uno de los países más prometedores del África poscolonial, se asomaba al abismo.

La capital seguía mostrando avenidas anchas, edificios ministeriales impecables y una clase media aún resistente, pero bastaba caminar unas cuadras para encontrar la realidad del desabastecimiento, de los billetes devaluados y del comercio informal que se multiplicaba en los barrios periféricos.

Corrupción e impunidad eran lacras extendidas. Los contratos públicos se adjudicaban por lealtad política. Importaciones ficticias, desvío de fondos y privilegios para el círculo cercano al poder eran parte de la práctica cotidiana. Y los ciudadanos lo sabían: cada trámite requería un soborno, cada ascenso, un favor. 

En el ‘View of the World’ con Sandra

La economía se sostenía en la agricultura y la minería. Se exportaba tabaco, algodón, maíz, azúcar y té, junto a oro, platino, níquel y asbesto. Destacaban, asimismo, el cromo y el hierro. Nos llevaron a conocer diversas plantaciones y explotaciones mineras.

La industria manufacturera de Harare funcionaba a media máquina. Las exportaciones agrícolas – sobre todo el tabaco – sufrían. En los mercados de Mbare, los precios cambiaban a diario. La electricidad fallaba, los hospitales carecían de medicinas y la moneda perdía valor.

Con todo, Zimbabwe contaba con una industria de bebidas sorprendentemente sólida. La Delta Corporation dominaba el mercado cervecero con marcas como Castle, Lion y, en especial, Zambezi Lager. Esta última, orgullo nacional y mi favorita.

Los ingleses habían dejado orden, pero no justicia. La distribución de la tierra era un problema fundamental. Una reforma agraria preveía la nacionalización parcial de tierras pertenecientes a la minoría blanca; no obstante, se sucedían abusos, violencia y ocupación ilegal de fincas. Mugabe sustituyó una injusticia por otra al redistribuir esas tierras a colaboradores y secuaces. Procesos opacos y manipulados, preludio de expropiaciones masivas.

Tumba de Cecil Rhodes

Nos alojamos en el Hotel Meikles, frente a la Africa Unity Square. Desde la suite se divisaba la catedral anglicana y el bullicio de la plaza. Un edificio de columnas blancas fundado en 1915 por comerciantes escoceses, símbolo de elegancia británica que conservaba la atmósfera de la época colonial. Por las noches, el bar del hotel se llenaba de diplomáticos, periodistas y funcionarios. Desde allí se registraban los pálpitos del poder mejor que en los ministerios.

Nos desplazamos al sur, a Bulawayo, segunda ciudad del país, más tranquila y de avenidas arboladas. Tenía un pulso distinto: menos burocracia, más industria, más historia obrera. “Aquí no esperamos milagros”, me dijo un viejo mecánico, “sólo que no nos molesten”.

Visitamos fábricas, mercados y estaciones de tren. La logística y el National Railways of Zimbabwe enfrentaban debates sobre su función y objetivos. En las conversaciones con ferroviarios y empresarios del transporte, “restructuración” y “privatización parcial” fueron palabras recurrentes.

Con su pasado industrial, la urbe mostraba un rostro digno. Clase trabajadora, talleres mecánicos, fábricas textiles sobrevivían con ingenio. En los cafés se hablaba de salarios impagados y de la pérdida de competitividad frente a Sudáfrica. 

En nuestros viajes descubrimos la complejidad de las etnias. La lengua tonal de los Shona, mayoritarios, era de raíces bantúes. Los ndebele, asentados en el suroeste, alrededor de Bulawayo, hablaban un idioma emparentado con el zulú. Las diferencias culturales se mantenían bajo control, pero las heridas de la represión de los 80 no habían cicatrizado.

De excursión por el Zambeze

El turismo era, en 1998, una de las pocas fuentes sólidas de divisas. Navegamos por las aguas del majestuoso Zambeze. En Victoria Falls, el rugido incesante de las cataratas borraba cualquier preocupación política. El misionero y explorador escocés David Livingstone las bautizó así en honor a la reina Victoria.

Los hoteles —el Victoria Falls Hotel, el Elephant Hills— mantenían el glamur colonial con cierto aire melancólico. Incluso sobrevolamos las “Vic Falls” en helicóptero: una experiencia inolvidable, uno de los espectáculos naturales más sobrecogedores del mundo.

Estuvimos en el Parque Nacional de Hwange, una inmensa reserva de sabana. El aire olía a hierba seca y polvo dorado. Uno nunca lo olvida: el olor de África. Hicimos safaris diurnos y nocturnos. Jirafas, elefantes, rinocerontes, cebras… Por la noche, los ojos encendidos de los antílopes y el rugido distante de los leones.

Al sur, en Masvingo, visitamos las ruinas del Gran Zimbabwe, el sitio arqueológico que dio nombre al país y uno de los más impresionantes del continente. Los muros de piedra, construidos hace siglos sin argamasa, recordaban que la historia africana no empezó con el colonialismo. Allí comprendimos la carga simbólica del nombre Zimbabwe, “la casa de piedra”, una declaración de permanencia e identidad.

La visita era una experiencia doble: histórica y política. El Gobierno utilizaba las ruinas como emblema nacional, mas la gestión turística era deficiente. Habíamos alquilado un carro y el trayecto era largo. Yo manejaba y recuerdo las carreteras deterioradas y la escasa señalización. A ello se unía el inconveniente de que, siendo excolonia británica, se circulaba por la izquierda.

Con mi compañera Sandra y nuestro fotógrafo Lovemore

Pasamos unos días en el lago Kariba y fue como adentrarnos en un paraíso acuático de calma infinita. Contemplamos sus orillas, pobladas de baobabs y elefantes. Los safaris fluviales nos ofrecían hipopótamos y cocodrilos a pocos metros. En las noches, bajo un cielo sin contaminación, admirábamos constelaciones completas. Kariba es uno de los lugares más serenos y majestuosos de África austral.

En otra ocasión fuimos a las Eastern Highlands, en la frontera con Mozambique: montañas cubiertas de niebla, cascadas, pinares, los verdes valles en Nyanga y Chimanimani. Creíamos estar en Escocia… hasta que una manada de monos nos recordaba dónde estábamos.

La figura de Cecil Rhodes seguía proyectando una sombra ambigua sobre Zimbabwe. Fundador de la antigua Rodesia, símbolo del colonialismo británico del siglo XIX, su controvertida huella persistía en nombres de calles, en viejos edificios y en la memoria histórica. Visitamos su tumba en Matobo Hills, en el llamado View of the World, una cima de granito desde donde se domina un horizonte infinito. Sus restos descansan entre el silencio y las rocas. En este paisaje majestuoso y ancestral, África parecía recordarle al magnate que ni siquiera los imperios son eternos.

Entrevista al ministro de Información

A veces, en nuestros desplazamientos a zonas remotas, viajábamos en avioneta. Tuvimos que acostumbrarnos: aterrizajes en pistas de tierra, sin asfalto ni torre de control. A menudo había que sobrevolar primero para espantar cebras o antílopes, antes de tocar tierra.

Comprobamos que el plato nacional, el sadza, una masa de harina de maíz, acompañaba casi todo: guisos de carne, verduras o pescados del Zambeze. Nos aventuramos con carnes exóticas: cocodrilo, kudu, impala, avestruz… preparadas al carbón y – cómo no – con sadza.

Uno de los libros que me acompañaron fue Mukiwa: A White Boy in Africa, de Peter Godwin, un relato autobiográfico sobre su infancia en la Rodesia colonial, su juventud en la guerra y su desencanto con la independencia.

Al partir, recordé el río Zambeze, las cataratas Victoria y tantos parajes maravillosos. El país que dejaba atrás era así: un territorio de belleza inagotable y promesas incumplidas. Hermoso y contradictorio, donde la historia aún pesaba más que el porvenir.

Para terminar, vuelvo a la canción. Sus versos —Every man got a right to decide his own destiny— condensaban la esperanza de un futuro libre y justo. Dos décadas después, ese sueño se difuminaba. La melodía, empero, seguía viva en radios, bares y actos oficiales, recordatorio de lo que Zimbabwe quiso ser.

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