En hombros de gigantes
Solo resta decir gracias a Maushop y a los otros gigantes de esta vida.
¿Recuerdas la última vez que aprendiste algo nuevo? Es una sensación única formada por cantidades variables de satisfacción y frustración. Cualquier acción realizada por primera vez, incluso la más pequeña, representa un reto. Usar una cuchara o leer este mismo texto requirió, en su momento, de un proceso de aprendizaje. Por fortuna, no nacemos con una base de información programada, sino que nos vemos forzados a existir en la realidad y aprender en el camino.
Ahora bien, a veces la vida es una ola que golpea nuestras costas, obligándonos a aprender a nadar a la fuerza. Pero, en otras ocasiones, tenemos la suerte de contar con maestros que nos enseñan lo necesario para vivir y comprender este mundo. Estos personajes vienen en todos los tamaños y formas. Y, para los wampanoag, una tribu de Rhode Island y Massachusetts, esto no puede ser más cierto, pues su maestro fue el gigante Maushop.
Entre hombres
Antes que los ingleses llegaran al Nuevo Mundo y cuando no todas las montañas estaban formadas, los wampanoag buscaban un hogar y, de esta manera, se encontraron frente a frente con Maushop. Al principio se asustaron, pero no se les puede juzgar. Él era tan grande que su cabeza rozaba las nubes y tenía que comer ballenas para saciar su hambre; sin embargo, de igual tamaño era la paz que habitaba en aquel buen gigante.
Así, los wampanoag se acercaron, y Maushop los adoptó como hijos. Con paciencia, les enseñó a pescar. Con trabajo, les mostró cómo domar la tierra y las plantas. Con alegría, les ayudó en la construcción de sus viviendas. Y, después de demostrarles cómo honrar al abuelo Sol, Maushop sonrió mientras observaba a los wampanoag. Pero esa sonrisa pronto desapareció de su rostro, pues se dio cuenta que ya no tenía nada más que enseñarles. Supo en ese momento que era tiempo de dejarlos.
Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto.
Esto, como es de imaginar, dejó estupefactos a los wampanoag. ¿Cómo podrían sobrevivir sin Maushop? Sin un guía y alguien que les enseñase, parecía que el futuro no sería sencillo. No obstante, el gigante sonrió pacientemente y dijo «ustedes ya saben qué hacer, pues aprendieron bien. Ahora, es momento de andar solos».
Dicho eso, Maushop se puso a caminar y pronto su enorme tamaño en la neblina se empezó a difuminar. La gente ya no podía distinguir entre montaña y gigante, y, por un instante, los wampanoag se sintieron completamente solos. A pesar de ello, uno de los más ancianos comenzó a sonreír, pues comprendió que Maushop seguía con ellos a través del conocimiento que les dio.
Entre gigantes
Los wampanoag, incluso sin la presencia de su maestro, florecieron. En su interior ya existía la tierra fértil y ellos mismos la trabajaron con las herramientas dadas por el gigante. Y eso es lo que hace un estudiante con un buen maestro. Puesto que lo que se busca no es dependencia, sino autonomía. Así pues, nosotros somos como los wampanoag o, incluso, como enanos ante un mundo demasiado vasto y lleno de secretos y conocimientos. Pero, como indicó Juan de Salisbury, los enanos, al final de cuentas, pueden ver más, no porque tengan una mejor visión, sino porque son elevados por los gigantes que los transportan.
Por lo que, al final, solo queda agradecer. El mismo Albert Camus, después de saber que se le daría el Nobel, le escribió a su maestro, quien le había preparado gratuitamente, Louis Germain: «Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto». Así que solo resta decir gracias a Maushop y a los otros gigantes de esta vida.
En hombros de gigantes
Solo resta decir gracias a Maushop y a los otros gigantes de esta vida.
¿Recuerdas la última vez que aprendiste algo nuevo? Es una sensación única formada por cantidades variables de satisfacción y frustración. Cualquier acción realizada por primera vez, incluso la más pequeña, representa un reto. Usar una cuchara o leer este mismo texto requirió, en su momento, de un proceso de aprendizaje. Por fortuna, no nacemos con una base de información programada, sino que nos vemos forzados a existir en la realidad y aprender en el camino.
Ahora bien, a veces la vida es una ola que golpea nuestras costas, obligándonos a aprender a nadar a la fuerza. Pero, en otras ocasiones, tenemos la suerte de contar con maestros que nos enseñan lo necesario para vivir y comprender este mundo. Estos personajes vienen en todos los tamaños y formas. Y, para los wampanoag, una tribu de Rhode Island y Massachusetts, esto no puede ser más cierto, pues su maestro fue el gigante Maushop.
Entre hombres
Antes que los ingleses llegaran al Nuevo Mundo y cuando no todas las montañas estaban formadas, los wampanoag buscaban un hogar y, de esta manera, se encontraron frente a frente con Maushop. Al principio se asustaron, pero no se les puede juzgar. Él era tan grande que su cabeza rozaba las nubes y tenía que comer ballenas para saciar su hambre; sin embargo, de igual tamaño era la paz que habitaba en aquel buen gigante.
Así, los wampanoag se acercaron, y Maushop los adoptó como hijos. Con paciencia, les enseñó a pescar. Con trabajo, les mostró cómo domar la tierra y las plantas. Con alegría, les ayudó en la construcción de sus viviendas. Y, después de demostrarles cómo honrar al abuelo Sol, Maushop sonrió mientras observaba a los wampanoag. Pero esa sonrisa pronto desapareció de su rostro, pues se dio cuenta que ya no tenía nada más que enseñarles. Supo en ese momento que era tiempo de dejarlos.
Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto.
Esto, como es de imaginar, dejó estupefactos a los wampanoag. ¿Cómo podrían sobrevivir sin Maushop? Sin un guía y alguien que les enseñase, parecía que el futuro no sería sencillo. No obstante, el gigante sonrió pacientemente y dijo «ustedes ya saben qué hacer, pues aprendieron bien. Ahora, es momento de andar solos».
Dicho eso, Maushop se puso a caminar y pronto su enorme tamaño en la neblina se empezó a difuminar. La gente ya no podía distinguir entre montaña y gigante, y, por un instante, los wampanoag se sintieron completamente solos. A pesar de ello, uno de los más ancianos comenzó a sonreír, pues comprendió que Maushop seguía con ellos a través del conocimiento que les dio.
Entre gigantes
Los wampanoag, incluso sin la presencia de su maestro, florecieron. En su interior ya existía la tierra fértil y ellos mismos la trabajaron con las herramientas dadas por el gigante. Y eso es lo que hace un estudiante con un buen maestro. Puesto que lo que se busca no es dependencia, sino autonomía. Así pues, nosotros somos como los wampanoag o, incluso, como enanos ante un mundo demasiado vasto y lleno de secretos y conocimientos. Pero, como indicó Juan de Salisbury, los enanos, al final de cuentas, pueden ver más, no porque tengan una mejor visión, sino porque son elevados por los gigantes que los transportan.
Por lo que, al final, solo queda agradecer. El mismo Albert Camus, después de saber que se le daría el Nobel, le escribió a su maestro, quien le había preparado gratuitamente, Louis Germain: «Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto». Así que solo resta decir gracias a Maushop y a los otros gigantes de esta vida.