No hay nada más popular que adoptar la pose del antipolítico: esa aura casi angelical de quien afirma no pertenecer al sistema, mientras afila su lengua viperina para sembrar desconfianza hacia las instituciones democráticas y sus actores. Esa pose, curiosamente, no se abandona ni siquiera cuando se está en el poder. Da igual si el antipolítico está fundando un partido para correr en 2027 o si ya ganó las elecciones en 2023: la ironía no pasa desapercibida, se convierte más bien en su medalla de oro.
Un ejemplo reciente de esa lógica antipolítica fue el rechazo al aumento de salario para los diputados. La oposición al aumento, especialmente cuando se enmarca en discursos simplistas y emocionales, termina reforzando una narrativa antipolítica que debilita —en vez de fortalecer— la calidad del sistema democrático.
Los mensajes mediáticos y políticos que acompañaron esta oposición fueron claros. Detrás de la retórica indignada, se escondían al menos cuatro afirmaciones implícitas:
- No queremos a los mejores, porque preferimos que esos perfiles se queden en la academia o en el sector privado, donde están mejor remunerados. Si entran al sistema político, que sea por un par de años, y que el sacrificio económico y el desprestigio social les sirvan de lección para no volver;
- No queremos representación democrática efectiva, porque no queremos que los diputados tengan recursos para visitar sus comunidades, entender sus necesidades y mantener un vínculo con sus electores. Al fin y al cabo, ni partidos sólidos ni mecanismos de financiamiento político transparente parecen estar en la mesa;
- No queremos diversidad socioeconómica en el Congreso. En la práctica, preferimos políticos que vengan de familias acomodadas, capaces de financiar sus campañas y carreras políticas. Lo demás es discurso;
- No queremos transparencia en la retribución. Preferimos la ilusión de sueldos bajos, aunque sepamos que eso fomenta incentivos perversos. La corrupción, el tráfico de influencias o el uso indebido de información privilegiada, como se ha visto en otros países, se vuelven mecanismos alternativos de “compensación”.
Oponerse sin matices al aumento de salarios de los diputados puede parecer una bandera de justicia social, pero en realidad refuerza la narrativa de que “menos política es mejor política”. La verdadera tarea democrática es otra: fortalecer la función pública, exigir más, pagar mejor y controlar mejor.
Quienes se oponen al aumento suelen contraargumentar que este no está vinculado al mérito. Pero yo sostengo que la lógica es inversa: primero hay que crear condiciones institucionales dignas para atraer talento. Luego vendrán los perfiles idóneos. En una sociedad tan poco agradecida, incluso los políticos que alcancen grandes méritos serán tratados como villanos si se atreven a defender su dignidad salarial y subir su salario. O, siendo aún más cínico: igual los pícaros sabrán cómo obtener “compensaciones alternativas”; el problema es que los honestos y trabajadores nunca serán adecuadamente compensados si no es vía el mecanismo explícito y transparente del salario.
El camino de pagar mal a nuestras autoridades solo lleva a un lugar: la precarización institucional. Debilita la capacidad del Estado para atraer profesionales capaces y para producir resultados. Basta ver el caso del director de COVIAL, quien, a pesar de manejar un presupuesto de GTQ 1382M en 2023, tenía un salario mensual inferior a GTQ 26 000. ¿Ese sueldo alcanza para enfrentar las sanciones de la Contraloría o para contratar a los mejores ingenieros jóvenes que regresan del extranjero con postgrados?
Además, no solo pagamos mal, sino que pagamos tarde: uno de los directores de COVIAL, según las planillas, parece que tardó 2.5 meses en cobrar su primer sueldo.
Este deterioro de capacidades públicas refuerza, inevitablemente, la antipolítica. Ante la falta de resultados, la población opta por un “timonazo” autoritario: una apuesta por líderes que prometen eficiencia sin mediaciones. ¿Por qué defender las instituciones, la división de poderes o los pesos y contrapesos, si todas esas estructuras parecen responsables del fracaso?
Por eso suelo bromear entre amigos que no hay nada más peligroso que un político… salvo un antipolítico. Porque el antipolítico no quiere corregir el sistema: quiere destruirlo. Su objetivo no es la reforma, sino el colapso. Y, atacar la institución más importante de la democracia, el Congreso, suele ser una de las formas más fáciles de avanzar en dicha agenda. Para los que gustan de la historia, allí está el dictator legibus faciendis et rei publicae constituendae causa (dictador para hacer leyes y reformar la república) de Lucius Cornelius Sulla y el dictator perpetuo (dictador perpetuo) de Gaius Julius Caesar.
Oponerse sin matices al aumento de salarios de los diputados puede parecer una bandera de justicia social, pero en realidad refuerza la narrativa de que “menos política es mejor política”. La verdadera tarea democrática es otra: fortalecer la función pública, exigir más, pagar mejor y controlar mejor. Solo así construimos un Estado que funcione, con instituciones que generen resultados y ciudadanos que crean —otra vez— en la política como herramienta de transformación.
En defensa de la política y del aumento a los diputados
No hay nada más popular que adoptar la pose del antipolítico: esa aura casi angelical de quien afirma no pertenecer al sistema, mientras afila su lengua viperina para sembrar desconfianza hacia las instituciones democráticas y sus actores. Esa pose, curiosamente, no se abandona ni siquiera cuando se está en el poder. Da igual si el antipolítico está fundando un partido para correr en 2027 o si ya ganó las elecciones en 2023: la ironía no pasa desapercibida, se convierte más bien en su medalla de oro.
Un ejemplo reciente de esa lógica antipolítica fue el rechazo al aumento de salario para los diputados. La oposición al aumento, especialmente cuando se enmarca en discursos simplistas y emocionales, termina reforzando una narrativa antipolítica que debilita —en vez de fortalecer— la calidad del sistema democrático.
Los mensajes mediáticos y políticos que acompañaron esta oposición fueron claros. Detrás de la retórica indignada, se escondían al menos cuatro afirmaciones implícitas:
- No queremos a los mejores, porque preferimos que esos perfiles se queden en la academia o en el sector privado, donde están mejor remunerados. Si entran al sistema político, que sea por un par de años, y que el sacrificio económico y el desprestigio social les sirvan de lección para no volver;
- No queremos representación democrática efectiva, porque no queremos que los diputados tengan recursos para visitar sus comunidades, entender sus necesidades y mantener un vínculo con sus electores. Al fin y al cabo, ni partidos sólidos ni mecanismos de financiamiento político transparente parecen estar en la mesa;
- No queremos diversidad socioeconómica en el Congreso. En la práctica, preferimos políticos que vengan de familias acomodadas, capaces de financiar sus campañas y carreras políticas. Lo demás es discurso;
- No queremos transparencia en la retribución. Preferimos la ilusión de sueldos bajos, aunque sepamos que eso fomenta incentivos perversos. La corrupción, el tráfico de influencias o el uso indebido de información privilegiada, como se ha visto en otros países, se vuelven mecanismos alternativos de “compensación”.
Oponerse sin matices al aumento de salarios de los diputados puede parecer una bandera de justicia social, pero en realidad refuerza la narrativa de que “menos política es mejor política”. La verdadera tarea democrática es otra: fortalecer la función pública, exigir más, pagar mejor y controlar mejor.
Quienes se oponen al aumento suelen contraargumentar que este no está vinculado al mérito. Pero yo sostengo que la lógica es inversa: primero hay que crear condiciones institucionales dignas para atraer talento. Luego vendrán los perfiles idóneos. En una sociedad tan poco agradecida, incluso los políticos que alcancen grandes méritos serán tratados como villanos si se atreven a defender su dignidad salarial y subir su salario. O, siendo aún más cínico: igual los pícaros sabrán cómo obtener “compensaciones alternativas”; el problema es que los honestos y trabajadores nunca serán adecuadamente compensados si no es vía el mecanismo explícito y transparente del salario.
El camino de pagar mal a nuestras autoridades solo lleva a un lugar: la precarización institucional. Debilita la capacidad del Estado para atraer profesionales capaces y para producir resultados. Basta ver el caso del director de COVIAL, quien, a pesar de manejar un presupuesto de GTQ 1382M en 2023, tenía un salario mensual inferior a GTQ 26 000. ¿Ese sueldo alcanza para enfrentar las sanciones de la Contraloría o para contratar a los mejores ingenieros jóvenes que regresan del extranjero con postgrados?
Además, no solo pagamos mal, sino que pagamos tarde: uno de los directores de COVIAL, según las planillas, parece que tardó 2.5 meses en cobrar su primer sueldo.
Este deterioro de capacidades públicas refuerza, inevitablemente, la antipolítica. Ante la falta de resultados, la población opta por un “timonazo” autoritario: una apuesta por líderes que prometen eficiencia sin mediaciones. ¿Por qué defender las instituciones, la división de poderes o los pesos y contrapesos, si todas esas estructuras parecen responsables del fracaso?
Por eso suelo bromear entre amigos que no hay nada más peligroso que un político… salvo un antipolítico. Porque el antipolítico no quiere corregir el sistema: quiere destruirlo. Su objetivo no es la reforma, sino el colapso. Y, atacar la institución más importante de la democracia, el Congreso, suele ser una de las formas más fáciles de avanzar en dicha agenda. Para los que gustan de la historia, allí está el dictator legibus faciendis et rei publicae constituendae causa (dictador para hacer leyes y reformar la república) de Lucius Cornelius Sulla y el dictator perpetuo (dictador perpetuo) de Gaius Julius Caesar.
Oponerse sin matices al aumento de salarios de los diputados puede parecer una bandera de justicia social, pero en realidad refuerza la narrativa de que “menos política es mejor política”. La verdadera tarea democrática es otra: fortalecer la función pública, exigir más, pagar mejor y controlar mejor. Solo así construimos un Estado que funcione, con instituciones que generen resultados y ciudadanos que crean —otra vez— en la política como herramienta de transformación.