Hace poco, en el club de lectura Filosofía en diálogo que dirijo en la Librería Sophos, nos sumergimos en un libro que, más que una lectura, pareció un espejo. Elogio de la lentitud, de Carl Honoré, ofrece algo más profundo que una crítica a la vida apresurada, ya que propone una filosofía vital que incomoda porque señala lo obvio que no queremos ver. No vivimos rápido por necesidad, sino por hábito. La velocidad es un mandato cultural, un dogma disfrazado de eficiencia, un gesto aprendido que hemos dejado de cuestionar.
Honoré no aboga por una vida lenta en abstracto ni por una renuncia romántica al mundo moderno. Lo que denuncia es la imposibilidad contemporánea de detenerse, reflexionar, saborear. Una prisa que nos ha hecho funcionales, pero no plenos, conectados, pero no presentes. El vértigo es tal que la lentitud, hoy, se siente subversiva. Y lo es.
Pensadores como Josef Pieper ya lo advertían entendiendo que el ocio verdadero no es mera inactividad, sino una actitud contemplativa, un espacio interior donde puede surgir la libertad. Algo de esto se pierde cuando la vida se vuelve una línea recta, sin pausas, sin repeticiones, sin tiempo para la música, el arte o el pensamiento. No sorprende que, en un mundo que mide valor en términos de productividad, la lentitud sea vista como un error.
Pero algo empieza a quebrarse. El cuerpo —esa última frontera del sentido común— empieza a hablar. Según un metaanálisis publicado en 2025 en el British Journal of SportsMedicine, caminar una hora al día podría añadir hasta seis horas de esperanza de vida por cada hora adicional dedicada al movimiento consciente. No es una metáfora. Es fisiología rebelándose contra la lógica del rendimiento.
En tiempos en donde se glorifica el movimiento constante, frenar es un acto político, un gesto casi herético. Pero también, paradójicamente, un signo de sensatez.
La lentitud, bien entendida, no es pasividad, sino elección. Elegir, leer sin notificaciones, cocinar sin apuros, conversar sin mirar el reloj. Elegir, incluso, equivocarse sin la ansiedad de la inmediatez. En política, esta noción no es menor. Decidir bien toma tiempo. Deliberar requiere paciencia. Escuchar no es instantáneo. Una ciudadanía precipitada es fácilmente manipulable.
Por eso, esta discusión no es un capricho filosófico. Es una toma de postura frente a un modo de vivir que nos deshumaniza. Las decisiones cotidianas —qué leemos, qué comemos, a quiénes escuchamos— construyen una ética de vida tan concreta como cualquier ley. No somos nuestras edades ni nuestros títulos. Somos las elecciones que repetimos con el tiempo.
Volver a leer con detenimiento, caminar sin auriculares, dejar una conversación abierta sin necesidad de cerrarla con una conclusión tajante. Todo esto se parece más a vivir. A vivir bien. En tiempos en donde se glorifica el movimiento constante, frenar es un acto político, un gesto casi herético. Pero también, paradójicamente, un signo de sensatez.
Quizá lo más provocador de Elogio de la lentitud no sea su contenido, sino su efecto. Obliga a mirar de frente una verdad incómoda: corremos sin saber hacia dónde, trabajamos sin preguntarnos para qué, llenamos el calendario como si eso garantizara plenitud. No lo hace.
Detenerse, entonces, no es perder el tiempo. Es comenzar a ganarlo.
El tiempo no se acelera solo
Hace poco, en el club de lectura Filosofía en diálogo que dirijo en la Librería Sophos, nos sumergimos en un libro que, más que una lectura, pareció un espejo. Elogio de la lentitud, de Carl Honoré, ofrece algo más profundo que una crítica a la vida apresurada, ya que propone una filosofía vital que incomoda porque señala lo obvio que no queremos ver. No vivimos rápido por necesidad, sino por hábito. La velocidad es un mandato cultural, un dogma disfrazado de eficiencia, un gesto aprendido que hemos dejado de cuestionar.
Honoré no aboga por una vida lenta en abstracto ni por una renuncia romántica al mundo moderno. Lo que denuncia es la imposibilidad contemporánea de detenerse, reflexionar, saborear. Una prisa que nos ha hecho funcionales, pero no plenos, conectados, pero no presentes. El vértigo es tal que la lentitud, hoy, se siente subversiva. Y lo es.
Pensadores como Josef Pieper ya lo advertían entendiendo que el ocio verdadero no es mera inactividad, sino una actitud contemplativa, un espacio interior donde puede surgir la libertad. Algo de esto se pierde cuando la vida se vuelve una línea recta, sin pausas, sin repeticiones, sin tiempo para la música, el arte o el pensamiento. No sorprende que, en un mundo que mide valor en términos de productividad, la lentitud sea vista como un error.
Pero algo empieza a quebrarse. El cuerpo —esa última frontera del sentido común— empieza a hablar. Según un metaanálisis publicado en 2025 en el British Journal of SportsMedicine, caminar una hora al día podría añadir hasta seis horas de esperanza de vida por cada hora adicional dedicada al movimiento consciente. No es una metáfora. Es fisiología rebelándose contra la lógica del rendimiento.
En tiempos en donde se glorifica el movimiento constante, frenar es un acto político, un gesto casi herético. Pero también, paradójicamente, un signo de sensatez.
La lentitud, bien entendida, no es pasividad, sino elección. Elegir, leer sin notificaciones, cocinar sin apuros, conversar sin mirar el reloj. Elegir, incluso, equivocarse sin la ansiedad de la inmediatez. En política, esta noción no es menor. Decidir bien toma tiempo. Deliberar requiere paciencia. Escuchar no es instantáneo. Una ciudadanía precipitada es fácilmente manipulable.
Por eso, esta discusión no es un capricho filosófico. Es una toma de postura frente a un modo de vivir que nos deshumaniza. Las decisiones cotidianas —qué leemos, qué comemos, a quiénes escuchamos— construyen una ética de vida tan concreta como cualquier ley. No somos nuestras edades ni nuestros títulos. Somos las elecciones que repetimos con el tiempo.
Volver a leer con detenimiento, caminar sin auriculares, dejar una conversación abierta sin necesidad de cerrarla con una conclusión tajante. Todo esto se parece más a vivir. A vivir bien. En tiempos en donde se glorifica el movimiento constante, frenar es un acto político, un gesto casi herético. Pero también, paradójicamente, un signo de sensatez.
Quizá lo más provocador de Elogio de la lentitud no sea su contenido, sino su efecto. Obliga a mirar de frente una verdad incómoda: corremos sin saber hacia dónde, trabajamos sin preguntarnos para qué, llenamos el calendario como si eso garantizara plenitud. No lo hace.
Detenerse, entonces, no es perder el tiempo. Es comenzar a ganarlo.