Cuando Donald Trump asumió su segundo mandato el 20 de enero, los primeros anuncios sobre políticas migratorias, económicas y diplomáticas dejaron entrever un enfoque que, aunque presentado como innovador, despierta ecos de una doctrina que marcó la historia de Estados Unidos y su relación con el continente: la Doctrina Monroe. La frase «América para los americanos» parece resonar con fuerza en el lema de campaña del expresidente, «America First», o, más recientemente, en su variación «First America Again». Este retorno a un discurso de soberanía continental y primacía nacional trae consigo analogías con el siglo XX, especialmente con la respuesta del New Deal de Franklin D. Roosevelt y las dinámicas que enfrentó el país durante la Gran Depresión.
El New Deal representó un conjunto de políticas públicas que no solo reactivaron la economía interna, sino que también consolidaron la influencia de Estados Unidos en el escenario global. Fue una época en la que se buscó salvaguardar los intereses nacionales mediante programas sociales y medidas proteccionistas que reafirmaron su control sobre el continente americano. Hoy, con un panorama internacional donde las amenazas económicas, tecnológicas y militares están redefinidas, las medidas adoptadas por Trump, como la renegociación de tratados comerciales y las restricciones migratorias, parecen tomar elementos de ese pasado. La lección histórica parece clara: el fortalecimiento interno es la base para ejercer poder externo.
Sin embargo, es aquí donde se genera una tensión que merece ser discutida. En el siglo XX, los enemigos de Estados Unidos estaban identificados con claridad en los regímenes fascistas y comunistas. Hoy, la incertidumbre sobre quiénes encarnan las mayores amenazas —ya sean competidores económicos como China, movimientos transnacionales o incluso la propia fragmentación política interna— coloca a Estados Unidos en una posición compleja. Esta dinámica se relaciona directamente con lo que el filósofo George Santayana advertía: «Quien no conoce su historia está condenado a repetirla». Pero en el contexto actual podríamos reformular esta máxima: quien conoce la historia está condenado a observar cómo se repite, aunque con otros actores y bajo nuevas condiciones.
La Doctrina Monroe, en sus orígenes, fue una declaración de independencia continental frente a potencias europeas. No obstante, con el tiempo, se transformó en una herramienta de intervención y control. Los países latinoamericanos, con Guatemala entre ellos, conocen bien las implicaciones de esta política. Bajo el manto de proteger la región de influencias externas, Estados Unidos intervino repetidamente en los asuntos internos de sus vecinos, defendiendo sus propios intereses en nombre de la libertad. Ahora, en el marco de las nuevas políticas de Trump, esta doctrina parece encontrar una segunda vida, aunque bajo un discurso diferente: garantizar la supremacía económica y política de Estados Unidos frente a las potencias emergentes.
¿Cómo responder a un liderazgo que busca recuperar su preeminencia bajo principios que han demostrado ser tan efectivos como divisivos? La respuesta, como siempre, dependerá de nuestra capacidad de aprender de la historia y de adaptarnos a las circunstancias del presente, sin perder de vista los valores que definen nuestra convivencia.
Es pertinente recordar a Alexis de Tocqueville, quien en su obra La democracia en América advirtió sobre los riesgos de un exceso de nacionalismo en una república. Tocqueville veía con admiración la capacidad de los estadounidenses para construir una sociedad fuerte, pero también advertía que un aislamiento excesivo podría volverse contraproducente para sus ideales fundacionales. Esta observación cobra relevancia en un momento en el que las políticas de «América Primero» plantean interrogantes sobre el equilibrio entre el liderazgo global y el repliegue hacia el interés nacional.
El regreso de la Doctrina Monroe bajo nuevas formas también tiene implicaciones para América Latina. En un contexto donde las economías de la región enfrentan desafíos críticos, la influencia renovada de Estados Unidos puede significar oportunidades o riesgos, dependiendo de cómo se gestionen las relaciones diplomáticas y comerciales. El aislamiento de algunos socios y la preferencia por otros no solo reconfigura alianzas, sino que también profundiza la fragmentación.
Las decisiones tomadas por el presidente Trump hasta ahora parecen mostrar una clara intención de redefinir la posición de Estados Unidos en el mundo, pero las analogías con el pasado nos recuerdan que no hay decisiones sin consecuencias. La historia nos enseña que las políticas proteccionistas y nacionalistas pueden ser útiles en momentos de crisis, pero también que su abuso puede derivar en tensiones y conflictos difíciles de resolver. Así como en el New Deal hubo un intento de equilibrar el control gubernamental con el crecimiento económico, el reto contemporáneo radica en encontrar ese mismo equilibrio en un mundo profundamente globalizado.
El regreso de estas ideas plantea un dilema no solo para Estados Unidos, sino para el resto del continente. ¿Cómo responder a un liderazgo que busca recuperar su preeminencia bajo principios que han demostrado ser tan efectivos como divisivos? La respuesta, como siempre, dependerá de nuestra capacidad de aprender de la historia y de adaptarnos a las circunstancias del presente, sin perder de vista los valores que definen nuestra convivencia. Es aquí donde América Latina debe mostrar su fortaleza y su madurez política, evitando caer en la trampa de la dependencia o la confrontación, y buscando un camino que, sin renunciar a su identidad, aproveche las oportunidades de un mundo en constante cambio.
El regreso de una política que no desapareció
Cuando Donald Trump asumió su segundo mandato el 20 de enero, los primeros anuncios sobre políticas migratorias, económicas y diplomáticas dejaron entrever un enfoque que, aunque presentado como innovador, despierta ecos de una doctrina que marcó la historia de Estados Unidos y su relación con el continente: la Doctrina Monroe. La frase «América para los americanos» parece resonar con fuerza en el lema de campaña del expresidente, «America First», o, más recientemente, en su variación «First America Again». Este retorno a un discurso de soberanía continental y primacía nacional trae consigo analogías con el siglo XX, especialmente con la respuesta del New Deal de Franklin D. Roosevelt y las dinámicas que enfrentó el país durante la Gran Depresión.
El New Deal representó un conjunto de políticas públicas que no solo reactivaron la economía interna, sino que también consolidaron la influencia de Estados Unidos en el escenario global. Fue una época en la que se buscó salvaguardar los intereses nacionales mediante programas sociales y medidas proteccionistas que reafirmaron su control sobre el continente americano. Hoy, con un panorama internacional donde las amenazas económicas, tecnológicas y militares están redefinidas, las medidas adoptadas por Trump, como la renegociación de tratados comerciales y las restricciones migratorias, parecen tomar elementos de ese pasado. La lección histórica parece clara: el fortalecimiento interno es la base para ejercer poder externo.
Sin embargo, es aquí donde se genera una tensión que merece ser discutida. En el siglo XX, los enemigos de Estados Unidos estaban identificados con claridad en los regímenes fascistas y comunistas. Hoy, la incertidumbre sobre quiénes encarnan las mayores amenazas —ya sean competidores económicos como China, movimientos transnacionales o incluso la propia fragmentación política interna— coloca a Estados Unidos en una posición compleja. Esta dinámica se relaciona directamente con lo que el filósofo George Santayana advertía: «Quien no conoce su historia está condenado a repetirla». Pero en el contexto actual podríamos reformular esta máxima: quien conoce la historia está condenado a observar cómo se repite, aunque con otros actores y bajo nuevas condiciones.
La Doctrina Monroe, en sus orígenes, fue una declaración de independencia continental frente a potencias europeas. No obstante, con el tiempo, se transformó en una herramienta de intervención y control. Los países latinoamericanos, con Guatemala entre ellos, conocen bien las implicaciones de esta política. Bajo el manto de proteger la región de influencias externas, Estados Unidos intervino repetidamente en los asuntos internos de sus vecinos, defendiendo sus propios intereses en nombre de la libertad. Ahora, en el marco de las nuevas políticas de Trump, esta doctrina parece encontrar una segunda vida, aunque bajo un discurso diferente: garantizar la supremacía económica y política de Estados Unidos frente a las potencias emergentes.
¿Cómo responder a un liderazgo que busca recuperar su preeminencia bajo principios que han demostrado ser tan efectivos como divisivos? La respuesta, como siempre, dependerá de nuestra capacidad de aprender de la historia y de adaptarnos a las circunstancias del presente, sin perder de vista los valores que definen nuestra convivencia.
Es pertinente recordar a Alexis de Tocqueville, quien en su obra La democracia en América advirtió sobre los riesgos de un exceso de nacionalismo en una república. Tocqueville veía con admiración la capacidad de los estadounidenses para construir una sociedad fuerte, pero también advertía que un aislamiento excesivo podría volverse contraproducente para sus ideales fundacionales. Esta observación cobra relevancia en un momento en el que las políticas de «América Primero» plantean interrogantes sobre el equilibrio entre el liderazgo global y el repliegue hacia el interés nacional.
El regreso de la Doctrina Monroe bajo nuevas formas también tiene implicaciones para América Latina. En un contexto donde las economías de la región enfrentan desafíos críticos, la influencia renovada de Estados Unidos puede significar oportunidades o riesgos, dependiendo de cómo se gestionen las relaciones diplomáticas y comerciales. El aislamiento de algunos socios y la preferencia por otros no solo reconfigura alianzas, sino que también profundiza la fragmentación.
Las decisiones tomadas por el presidente Trump hasta ahora parecen mostrar una clara intención de redefinir la posición de Estados Unidos en el mundo, pero las analogías con el pasado nos recuerdan que no hay decisiones sin consecuencias. La historia nos enseña que las políticas proteccionistas y nacionalistas pueden ser útiles en momentos de crisis, pero también que su abuso puede derivar en tensiones y conflictos difíciles de resolver. Así como en el New Deal hubo un intento de equilibrar el control gubernamental con el crecimiento económico, el reto contemporáneo radica en encontrar ese mismo equilibrio en un mundo profundamente globalizado.
El regreso de estas ideas plantea un dilema no solo para Estados Unidos, sino para el resto del continente. ¿Cómo responder a un liderazgo que busca recuperar su preeminencia bajo principios que han demostrado ser tan efectivos como divisivos? La respuesta, como siempre, dependerá de nuestra capacidad de aprender de la historia y de adaptarnos a las circunstancias del presente, sin perder de vista los valores que definen nuestra convivencia. Es aquí donde América Latina debe mostrar su fortaleza y su madurez política, evitando caer en la trampa de la dependencia o la confrontación, y buscando un camino que, sin renunciar a su identidad, aproveche las oportunidades de un mundo en constante cambio.