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El monstruo de los ojos verdes

El daño estaba hecho. Los celos y la envidia le abrieron la puerta al resentimiento, y este trajo al odio de invitado.

.
Alejandra Osorio |
27 de junio, 2024

Ahí, en la esquina más oscura, donde por más luces que se enciendan siempre reina la sombra, ahí brillan un par de ojos verdes. El peculiar dueño es un cambiaforma: puede crecer y hacerse gigante o puede volverse tan pequeño que no notarás su presencia. Aunque a veces parezca una mansa criatura, causa daños mortales. Sin embargo, el verdadero peligro que representa este ser se halla en su hogar: nuestras mentes. Y es que la envidia y los celos no discriminan a nadie: siempre están ahí.

Shakespeare no se equivocaba al describirlos como monstruos, pues una persona puede cometer actos atroces si se deja guiar por los celos y la envidia. Ambas, siendo completamente naturales y humanas, se vuelven seres terribles si no se les controla. Justamente de ello fueron testigos y víctimas los wampanoag.

Verde que te quiero verde

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En los bosques donde habitaba esta tribu, vivía gente pequeña, gente que no parecía gente. Después de todo, su piel grisácea, los dedos alargados y la apariencia casi de puercoespín causan un poco de cautela al momento de tratarles. Pero el Pukwudgie tenía buenas intenciones. A esta criatura le gustaba ayudar, ya sea como guía en el bosque o en los campos de cultivo. No obstante, todo esto cambió cuando Maushop llegó.

¿Quién era el más bueno y noble? El gigante. ¿Quién recibía agradecimientos constantemente? El gigante. ¿Quién era el único merecedor de todos los regalos? El gigante. Maushop, Maushop, Maushop… no había otra palabra en la boca de los wampanoag. ¿Dónde quedaban los Pukwudgies? ¿Por qué no los honraban como al gigante? ¿Por qué no les consideraban héroes?

Miguel de Unamuno, en Del sentimiento trágico de la vida, plantea que «la envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual». Así, el reto no reside en su eliminación, sino en el dominio que se tiene sobre el monstruo, en saciar su hambre.

El daño estaba hecho. Los celos y la envidia le abrieron la puerta al resentimiento, y este trajo al odio de invitado. Así, los Pukwudgies comenzaron a conspirar en contra de la tribu. Al principio, iniciaron con simples hurtos y bromas pesadas, pero estas fueron aumentando. Abducciones, lesiones y asesinatos se volvieron parte de la rutina de estas criaturas. Los viejos amigos de los wampanoag se transformaron en sus enemigos.

Era tanto el asedio de los Pukwudgies que la tribu pidió la intervención de Maushop. Pero las palabras no calmaron a las criaturas; así que el gigante no tuvo más remedio que exiliarlos del territorio de los wampanoag. Y los pequeños seres, aún en estos tiempos, continúan odiando al gigante y a los humanos que alguna vez consideraron sus amigos.

Verde viento, verdes ramas

Aunque las acciones de los Pukwudgies son reprensibles, la razón de estas es comprensible. Es que, al fin de cuentas, todos hemos sido devorados desde dentro por los celos o la envidia en un momento u otro. Es, pues, muy humano desear aquello que alguien más posee. Pero que sea humano no le exime de culpas y problemas. Puesto que, como escribió Cervantes, «donde reina la envidia no puede vivir la virtud». Los celos y la envidia se transforman en una especie de moho que comienza a arruinar todo a su paso, de forma lenta y contundente.

Miguel de Unamuno, en Del sentimiento trágico de la vida, plantea que «la envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual». Así, el reto no reside en su eliminación, sino en el dominio que se tiene sobre el monstruo, en saciar su hambre. Su presencia, aunque incómoda, no se puede evitar por completo. Sin embargo, sí somos capaces de limar sus garras, domesticarle y evitar que tome el control de la dirección de nuestras acciones. Al final, gracias a los Pukwudgies, ya sabemos qué sucede si no lo hacemos.

El monstruo de los ojos verdes

El daño estaba hecho. Los celos y la envidia le abrieron la puerta al resentimiento, y este trajo al odio de invitado.

Alejandra Osorio |
27 de junio, 2024
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Ahí, en la esquina más oscura, donde por más luces que se enciendan siempre reina la sombra, ahí brillan un par de ojos verdes. El peculiar dueño es un cambiaforma: puede crecer y hacerse gigante o puede volverse tan pequeño que no notarás su presencia. Aunque a veces parezca una mansa criatura, causa daños mortales. Sin embargo, el verdadero peligro que representa este ser se halla en su hogar: nuestras mentes. Y es que la envidia y los celos no discriminan a nadie: siempre están ahí.

Shakespeare no se equivocaba al describirlos como monstruos, pues una persona puede cometer actos atroces si se deja guiar por los celos y la envidia. Ambas, siendo completamente naturales y humanas, se vuelven seres terribles si no se les controla. Justamente de ello fueron testigos y víctimas los wampanoag.

Verde que te quiero verde

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En los bosques donde habitaba esta tribu, vivía gente pequeña, gente que no parecía gente. Después de todo, su piel grisácea, los dedos alargados y la apariencia casi de puercoespín causan un poco de cautela al momento de tratarles. Pero el Pukwudgie tenía buenas intenciones. A esta criatura le gustaba ayudar, ya sea como guía en el bosque o en los campos de cultivo. No obstante, todo esto cambió cuando Maushop llegó.

¿Quién era el más bueno y noble? El gigante. ¿Quién recibía agradecimientos constantemente? El gigante. ¿Quién era el único merecedor de todos los regalos? El gigante. Maushop, Maushop, Maushop… no había otra palabra en la boca de los wampanoag. ¿Dónde quedaban los Pukwudgies? ¿Por qué no los honraban como al gigante? ¿Por qué no les consideraban héroes?

Miguel de Unamuno, en Del sentimiento trágico de la vida, plantea que «la envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual». Así, el reto no reside en su eliminación, sino en el dominio que se tiene sobre el monstruo, en saciar su hambre.

El daño estaba hecho. Los celos y la envidia le abrieron la puerta al resentimiento, y este trajo al odio de invitado. Así, los Pukwudgies comenzaron a conspirar en contra de la tribu. Al principio, iniciaron con simples hurtos y bromas pesadas, pero estas fueron aumentando. Abducciones, lesiones y asesinatos se volvieron parte de la rutina de estas criaturas. Los viejos amigos de los wampanoag se transformaron en sus enemigos.

Era tanto el asedio de los Pukwudgies que la tribu pidió la intervención de Maushop. Pero las palabras no calmaron a las criaturas; así que el gigante no tuvo más remedio que exiliarlos del territorio de los wampanoag. Y los pequeños seres, aún en estos tiempos, continúan odiando al gigante y a los humanos que alguna vez consideraron sus amigos.

Verde viento, verdes ramas

Aunque las acciones de los Pukwudgies son reprensibles, la razón de estas es comprensible. Es que, al fin de cuentas, todos hemos sido devorados desde dentro por los celos o la envidia en un momento u otro. Es, pues, muy humano desear aquello que alguien más posee. Pero que sea humano no le exime de culpas y problemas. Puesto que, como escribió Cervantes, «donde reina la envidia no puede vivir la virtud». Los celos y la envidia se transforman en una especie de moho que comienza a arruinar todo a su paso, de forma lenta y contundente.

Miguel de Unamuno, en Del sentimiento trágico de la vida, plantea que «la envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual». Así, el reto no reside en su eliminación, sino en el dominio que se tiene sobre el monstruo, en saciar su hambre. Su presencia, aunque incómoda, no se puede evitar por completo. Sin embargo, sí somos capaces de limar sus garras, domesticarle y evitar que tome el control de la dirección de nuestras acciones. Al final, gracias a los Pukwudgies, ya sabemos qué sucede si no lo hacemos.

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