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El imperativo moral del crecimiento: por qué Guatemala no tiene un problema de pobreza, sino de riqueza

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Dr. Ramiro Bolaños |
27 de octubre, 2025

La palabra imperativo proviene del latín imperativus, que significa “lo que manda eficazmente”, aquello que debe hacerse para alcanzar un fin justo. Cuando ese mandato se orienta al bien, hablamos de un imperativo moral, es decir, de aquello que no puede dejarse de cumplir si se quiere vivir conforme a la dignidad humana. Kant lo expresó de forma categórica: “Obra según una máxima que pueda valer a la vez como ley universal.”¹ Así entendido, el imperativo moral no se impone por coerción, sino por razón; no manda arbitrariamente, sino porque expresa lo que la conciencia reconoce como necesario para el bien.

Aplicado a la vida de las naciones, el crecimiento económico no es un lujo, sino un deber moral. Si queremos una sociedad más libre, más digna y con mayores oportunidades, producir riqueza se convierte en una obligación moral. El problema de Guatemala no es la pobreza, sino la falta de riqueza. No hemos generado lo suficiente para liberar a las personas de la necesidad, y mientras no lo hagamos, ningún programa asistencial podrá transformar la realidad de fondo. La verdadera justicia social no surge de repartir lo poco que tenemos, sino de multiplicar lo que somos capaces de crear.

Adam Smith, el fundador de la economía moderna, no fue un economista en el sentido técnico del término. Su doctorado era en filosofía moral, y su primera obra, La teoría de los sentimientos morales (1759), buscaba comprender cómo el ser humano, movido por el interés propio, podía contribuir sin saberlo al bienestar de los demás. Esa reflexión desembocó en su obra mayor, La riqueza de las naciones (1776), no como un tratado sobre la codicia, sino como una filosofía moral del progreso. Smith entendió que el deseo de mejorar la propia condición no era un defecto, sino una fuerza civilizadora. “Es esta ilusión la que pone y mantiene en continuo movimiento la industria del hombre. Es ella la que impulsa a cultivar la tierra, construir casas, fundar ciudades y repúblicas, e inventar y perfeccionar las ciencias y las artes que ennoblecen y embellecen la vida humana.”² La búsqueda de prosperidad individual, decía Smith, termina elevando a toda la comunidad, porque ninguna sociedad puede ser próspera y feliz si la mayoría de sus miembros es pobre y miserable.³

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Esa dimensión moral del trabajo y la producción ha sido olvidada en buena parte del debate contemporáneo. Tyler Cowen, economista estadounidense y profesor en la Universidad George Mason, la recupera con fuerza en su libro El imperativo moral del crecimiento económico (2020), publicado en español por el Instituto Fe y Libertad. Cowen no es un divulgador más: es una de las voces más influyentes del pensamiento liberal contemporáneo, autor de Stubborn Attachments: A Vision for a Society of Free, Prosperous, and Responsible Individuals (2016), obra que inspiró el título de la edición hispana. Su tesis central es que el crecimiento económico sostenido constituye un deber ético, porque sus beneficios se extienden a lo largo del tiempo y alcanzan incluso a quienes aún no han nacido.

Cowen afirma que “la historia del crecimiento económico demuestra que, con algunas excepciones, este alivia la miseria humana, mejora la felicidad, la oportunidad y prolonga la vida. Las sociedades más ricas tienen mejores estándares de vida, mejores medicinas y ofrecen mayor autonomía, plenitud y fuentes de alegría.”⁴ No se trata de una apología del materialismo, sino de una afirmación moral: cada punto de crecimiento sostenido significa menos pobreza, más educación, más arte y más libertad. Cada ciclo productivo genera nuevos empleos que se agregan y multiplican, ofreciendo oportunidades de una vida digna a más personas.

Cowen contrasta el efecto efímero de la redistribución gestionada desde el Estado con el poder acumulativo del crecimiento productivo. La redistribución puede tener efectos inmediatos, pero su beneficio es de una sola vez: se agota cuando el recurso se consume. El crecimiento, en cambio, produce efectos compuestos, porque cada ciclo genera nuevas capacidades, inversión y prosperidad. Así es como los países que producen sostenidamente logran avanzar. República Dominicana tiene hoy un PIB per cápita el doble del de Guatemala; Costa Rica, el triple; Panamá, cuatro veces más, e Irlanda, veinte. Ninguno de ellos alcanzó su nivel actual por repartir mejor la pobreza, sino por producir más, invertir mejor y sostener su crecimiento durante décadas.

El crecimiento puede compararse con una planta fértil que se multiplica sola. Cada rama nueva sostiene a más personas, y su sombra protege a generaciones futuras. La redistribución alivia el calor momentáneo; el crecimiento crea el bosque que nos permitirá vivir con dignidad.

Joseph Schumpeter, uno de los grandes economistas del siglo XX y autor de Capitalismo, socialismo y democracia (1942), explicó que el capitalismo avanza no por estabilidad, sino por renovación. Más allá de su célebre concepto de “destrucción creativa”, lo esencial de su pensamiento radica en comprender que el progreso depende de la existencia de capital dispuesto al riesgo. Sin ahorro y sin inversión no hay innovación posible. La acumulación de capital no es un acto de avaricia, sino la condición que hace posible la creación.

Las sociedades que progresan son aquellas donde existen personas dispuestas a arriesgar su capital para competir. No son los países, son los emprendedores quienes se lanzan sin red de seguridad, confiando en su talento y en su esfuerzo. Su éxito no está garantizado: muchos fracasan, otros persisten hasta triunfar. Pero esa disposición a poner en riesgo lo propio por crear algo nuevo es lo que mantiene viva la economía y, en el fondo, la esperanza.

El capital que se reinvierte en conocimiento, infraestructura o tecnología no es una abstracción: son individuos que creen en su idea y apuestan por ella. Cada innovación es fruto de una decisión personal de riesgo. Por eso, la acumulación creadora —y no el consumo inmediato— debe ser vista como una virtud moral: es la confianza activa en el futuro.

El mundo ofrece hoy ejemplos claros de lo que sucede cuando una sociedad no se prepara para el cambio. ¿Qué harán, por ejemplo, los conductores de taxis o de plataformas tecnológicas como Uber, Cabify o Yango cuando los vehículos autónomos empiecen a circular? No podemos detener el progreso; debemos anticiparlo. Si no formamos a las personas para adaptarse a los nuevos escenarios tecnológicos, la transición traerá pobreza, desempleo y frustración. La educación técnica, la formación continua y la capacidad de reinventarse son los nuevos deberes cívicos del siglo XXI.

El crecimiento económico no es codicia; es responsabilidad. Cowen lo resume con una claridad moral admirable: “Necesitamos una adhesión más firme, más dedicada y, de hecho, más obstinada a la prosperidad y la libertad de la que tenemos hoy.”⁵ Guatemala necesita reencontrar esa dimensión moral del progreso. Crear riqueza es servir a los demás; invertir es creer en el mañana; producir es, en última instancia, un acto de virtud.

El capitalismo nació como una idea moral destinada a mejorar la vida humana. Cuando olvida su raíz ética, se convierte en egoísmo; cuando la recuerda, se transforma en una fuerza civilizadora. Ninguna sociedad ha vencido la pobreza sin crecer sostenidamente. Ninguna generación ha disfrutado de mayor libertad sin haberla construido sobre la base de la prosperidad.

El crecimiento económico, entendido como un imperativo moral, es el único camino hacia una Guatemala más libre, más digna y más humana. Cuando comprendamos que producir riqueza es un acto de virtud, dejaremos de temerle al progreso y empezaremos a cumplir nuestro deber con el futuro.


Notas

  1. Immanuel Kant, La metafísica de las costumbres (1797). (Madrid: epublibre, 2017), p. 100.
  2. Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments (1759). (Boston: Wells and Lilly, 1817), p. 248.
  3. Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (1776). (Amsterdam: ΜεταLibri, 2007), p. 66.
  4. Tyler Cowen, Stubborn Attachments. A Vision for a Society of Free, Prosperous, and Responsible Individuals. (San Francisco: Stripe Press, 2018), p. 33.
  5. Tyler Cowen, Stubborn Attachments …, p. 5.
  6. Schumpeter, Joseph A. Capitalismo, socialismo y democracia (1942), Harper & Brothers, New York, 1950.

El imperativo moral del crecimiento: por qué Guatemala no tiene un problema de pobreza, sino de riqueza

Dr. Ramiro Bolaños |
27 de octubre, 2025
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La palabra imperativo proviene del latín imperativus, que significa “lo que manda eficazmente”, aquello que debe hacerse para alcanzar un fin justo. Cuando ese mandato se orienta al bien, hablamos de un imperativo moral, es decir, de aquello que no puede dejarse de cumplir si se quiere vivir conforme a la dignidad humana. Kant lo expresó de forma categórica: “Obra según una máxima que pueda valer a la vez como ley universal.”¹ Así entendido, el imperativo moral no se impone por coerción, sino por razón; no manda arbitrariamente, sino porque expresa lo que la conciencia reconoce como necesario para el bien.

Aplicado a la vida de las naciones, el crecimiento económico no es un lujo, sino un deber moral. Si queremos una sociedad más libre, más digna y con mayores oportunidades, producir riqueza se convierte en una obligación moral. El problema de Guatemala no es la pobreza, sino la falta de riqueza. No hemos generado lo suficiente para liberar a las personas de la necesidad, y mientras no lo hagamos, ningún programa asistencial podrá transformar la realidad de fondo. La verdadera justicia social no surge de repartir lo poco que tenemos, sino de multiplicar lo que somos capaces de crear.

Adam Smith, el fundador de la economía moderna, no fue un economista en el sentido técnico del término. Su doctorado era en filosofía moral, y su primera obra, La teoría de los sentimientos morales (1759), buscaba comprender cómo el ser humano, movido por el interés propio, podía contribuir sin saberlo al bienestar de los demás. Esa reflexión desembocó en su obra mayor, La riqueza de las naciones (1776), no como un tratado sobre la codicia, sino como una filosofía moral del progreso. Smith entendió que el deseo de mejorar la propia condición no era un defecto, sino una fuerza civilizadora. “Es esta ilusión la que pone y mantiene en continuo movimiento la industria del hombre. Es ella la que impulsa a cultivar la tierra, construir casas, fundar ciudades y repúblicas, e inventar y perfeccionar las ciencias y las artes que ennoblecen y embellecen la vida humana.”² La búsqueda de prosperidad individual, decía Smith, termina elevando a toda la comunidad, porque ninguna sociedad puede ser próspera y feliz si la mayoría de sus miembros es pobre y miserable.³

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Esa dimensión moral del trabajo y la producción ha sido olvidada en buena parte del debate contemporáneo. Tyler Cowen, economista estadounidense y profesor en la Universidad George Mason, la recupera con fuerza en su libro El imperativo moral del crecimiento económico (2020), publicado en español por el Instituto Fe y Libertad. Cowen no es un divulgador más: es una de las voces más influyentes del pensamiento liberal contemporáneo, autor de Stubborn Attachments: A Vision for a Society of Free, Prosperous, and Responsible Individuals (2016), obra que inspiró el título de la edición hispana. Su tesis central es que el crecimiento económico sostenido constituye un deber ético, porque sus beneficios se extienden a lo largo del tiempo y alcanzan incluso a quienes aún no han nacido.

Cowen afirma que “la historia del crecimiento económico demuestra que, con algunas excepciones, este alivia la miseria humana, mejora la felicidad, la oportunidad y prolonga la vida. Las sociedades más ricas tienen mejores estándares de vida, mejores medicinas y ofrecen mayor autonomía, plenitud y fuentes de alegría.”⁴ No se trata de una apología del materialismo, sino de una afirmación moral: cada punto de crecimiento sostenido significa menos pobreza, más educación, más arte y más libertad. Cada ciclo productivo genera nuevos empleos que se agregan y multiplican, ofreciendo oportunidades de una vida digna a más personas.

Cowen contrasta el efecto efímero de la redistribución gestionada desde el Estado con el poder acumulativo del crecimiento productivo. La redistribución puede tener efectos inmediatos, pero su beneficio es de una sola vez: se agota cuando el recurso se consume. El crecimiento, en cambio, produce efectos compuestos, porque cada ciclo genera nuevas capacidades, inversión y prosperidad. Así es como los países que producen sostenidamente logran avanzar. República Dominicana tiene hoy un PIB per cápita el doble del de Guatemala; Costa Rica, el triple; Panamá, cuatro veces más, e Irlanda, veinte. Ninguno de ellos alcanzó su nivel actual por repartir mejor la pobreza, sino por producir más, invertir mejor y sostener su crecimiento durante décadas.

El crecimiento puede compararse con una planta fértil que se multiplica sola. Cada rama nueva sostiene a más personas, y su sombra protege a generaciones futuras. La redistribución alivia el calor momentáneo; el crecimiento crea el bosque que nos permitirá vivir con dignidad.

Joseph Schumpeter, uno de los grandes economistas del siglo XX y autor de Capitalismo, socialismo y democracia (1942), explicó que el capitalismo avanza no por estabilidad, sino por renovación. Más allá de su célebre concepto de “destrucción creativa”, lo esencial de su pensamiento radica en comprender que el progreso depende de la existencia de capital dispuesto al riesgo. Sin ahorro y sin inversión no hay innovación posible. La acumulación de capital no es un acto de avaricia, sino la condición que hace posible la creación.

Las sociedades que progresan son aquellas donde existen personas dispuestas a arriesgar su capital para competir. No son los países, son los emprendedores quienes se lanzan sin red de seguridad, confiando en su talento y en su esfuerzo. Su éxito no está garantizado: muchos fracasan, otros persisten hasta triunfar. Pero esa disposición a poner en riesgo lo propio por crear algo nuevo es lo que mantiene viva la economía y, en el fondo, la esperanza.

El capital que se reinvierte en conocimiento, infraestructura o tecnología no es una abstracción: son individuos que creen en su idea y apuestan por ella. Cada innovación es fruto de una decisión personal de riesgo. Por eso, la acumulación creadora —y no el consumo inmediato— debe ser vista como una virtud moral: es la confianza activa en el futuro.

El mundo ofrece hoy ejemplos claros de lo que sucede cuando una sociedad no se prepara para el cambio. ¿Qué harán, por ejemplo, los conductores de taxis o de plataformas tecnológicas como Uber, Cabify o Yango cuando los vehículos autónomos empiecen a circular? No podemos detener el progreso; debemos anticiparlo. Si no formamos a las personas para adaptarse a los nuevos escenarios tecnológicos, la transición traerá pobreza, desempleo y frustración. La educación técnica, la formación continua y la capacidad de reinventarse son los nuevos deberes cívicos del siglo XXI.

El crecimiento económico no es codicia; es responsabilidad. Cowen lo resume con una claridad moral admirable: “Necesitamos una adhesión más firme, más dedicada y, de hecho, más obstinada a la prosperidad y la libertad de la que tenemos hoy.”⁵ Guatemala necesita reencontrar esa dimensión moral del progreso. Crear riqueza es servir a los demás; invertir es creer en el mañana; producir es, en última instancia, un acto de virtud.

El capitalismo nació como una idea moral destinada a mejorar la vida humana. Cuando olvida su raíz ética, se convierte en egoísmo; cuando la recuerda, se transforma en una fuerza civilizadora. Ninguna sociedad ha vencido la pobreza sin crecer sostenidamente. Ninguna generación ha disfrutado de mayor libertad sin haberla construido sobre la base de la prosperidad.

El crecimiento económico, entendido como un imperativo moral, es el único camino hacia una Guatemala más libre, más digna y más humana. Cuando comprendamos que producir riqueza es un acto de virtud, dejaremos de temerle al progreso y empezaremos a cumplir nuestro deber con el futuro.


Notas

  1. Immanuel Kant, La metafísica de las costumbres (1797). (Madrid: epublibre, 2017), p. 100.
  2. Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments (1759). (Boston: Wells and Lilly, 1817), p. 248.
  3. Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (1776). (Amsterdam: ΜεταLibri, 2007), p. 66.
  4. Tyler Cowen, Stubborn Attachments. A Vision for a Society of Free, Prosperous, and Responsible Individuals. (San Francisco: Stripe Press, 2018), p. 33.
  5. Tyler Cowen, Stubborn Attachments …, p. 5.
  6. Schumpeter, Joseph A. Capitalismo, socialismo y democracia (1942), Harper & Brothers, New York, 1950.

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