Llegué a El Cairo (“la victoriosa”) en septiembre de 2006. Me instalé en esta megalópolis de 16 millones de habitantes hasta junio del año siguiente. Ninguna otra capital alberga tal concentración de mausoleos, madrasas y mezquitas, con sus leyendas y cicatrices. Cada amanecer escuchaba la llamada a la oración desde sus minaretes. Deambulé por los bazares —especialmente Khan el-Khalili—, corazón palpitante de la ciudad. Pasillos estrechos, lámparas de latón, tazones de cobre grabados, olor a café recién tostado… Los mercaderes ofrecían té de menta y reían cuando intentaba negociar el precio de un anillo. Viví el bullicio de los vendedores ambulantes ofreciendo dátiles, motores de taxis rugiendo, los niños jugando en plazas, los gatos durmiendo al sol, el olor de especias. Y, siempre, las aguas del majestuoso Nilo.
El barrio cristiano copto era uno de mis refugios: calles tranquilas, iglesias antiguas, pequeñas tiendas de iconos, panaderías de panes planos. Forjé valiosas amistades con jóvenes coptos como Gamal: me llevaron a sus hogares donde compartimos cenas con platos sencillos de lentejas y arroz.
En Zamalek, el contraste. Embajadas y jardines lo delimitaban del caos, aunque no del todo. Empecé a fumar shisha en los tranquilos cafés de este barrio.
Egipto (Misr) vivía bajo el régimen autoritario y corrupto de Hosni Mubarak. Durante aquellos meses se hablaba del auge del fundamentalismo islámico: los conflictos en Palestina tras la retirada israelí de Gaza en 2005, crisis interna en Líbano… Y aún resonaba el escándalo de las caricaturas de Mahoma: movilizaciones, sermones religiosos, discusiones en los cafés. En mis múltiples visitas a la sede de la Liga Árabe, entrevisté a numerosos diplomáticos.
Guardián del statu quo regional, Egipto navegaba entre la presión internacional y las demandas de cambio interno: desigualdad, censura y una juventud que exigía voz. Campesinos pobres, desempleo juvenil, represión, censura parcial, policía opaca y amenazadora.
Se percibía la tensión entre crecimiento macroeconómico —inversión extranjera, intentos de liberalización económica— y desigualdad palpable. El miedo a que la corrupción lo devorara todo. Barrios pobres como Imbaba y Shubra, con calles llenas de desperdicios, chiquillos descalzos, gallinas sueltas; y, al mismo tiempo, rascacielos, centros comerciales, cafés modernos en Heliopolis. A diferencia de otros países árabes, Egipto no tiene petróleo. Sus principales fuentes de ingresos son el canal de Suez y el turismo. El primero, controlado por los militares sin apenas supervisión parlamentaria. El segundo, se resentía de la imagen de inestabilidad.
Alejandría: ecos melancólicos de un lejano esplendor
La carretera hacia el norte atraviesa los verdes campos del delta hasta que, de pronto, el aire cambia: huele a sal, a historia, a Mediterráneo. Fundada por Alejandro Magno en el 331 a. C., durante siglos Alejandría fue el foco intelectual helenístico. Allí se cruzaban matemáticos, poetas y astrónomos bajo el brillo de su legendaria Biblioteca y el Faro, una de las siete maravillas del mundo antiguo.
La Bibliotheca Alexandrina, inaugurada en 2002, trata de revivir aquel espíritu. Su arquitectura circular —como un disco solar— alberga manuscritos, exposiciones y sueños de conocimiento universal. Caminé por sus pasillos silenciosos. La sabiduría, aunque frágil, siempre busca reconstruirse.
Desde la fortaleza de Qait Bay levantada en el s. XV sobre las ruinas del antiguo faro, se observa la Corniche: una franja larga y vibrante que recorre la costa, donde cafés y neones se mezclan con el rumor de las olas. La decadencia es omnipresente. Los edificios coloniales se desmoronan lentamente, el tráfico engulle los bulevares. La ciudad —que inspiró a Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría— se debate entre el mito y la rutina. Nostalgia de la pasada grandeza.
El Alamein: tiempo y memoria
El viaje desde Alejandría en dirección a Libia atraviesa el desierto. Paralelo al Mediterráneo, el camino cruza dunas y algunos proyectos turísticos que buscan desarrollar la costa norte. En medio de esa inmensidad silenciosa surge El Alamein.
Allí se decidió, en 1942, el rumbo de la II Guerra Mundial. Se enfrentaron el Afrika Korps del mariscal Erwin Rommel y las fuerzas británicas de Bernard Montgomery, además de soldados de muchas otras nacionalidades. Años atrás yo había entrevistado en su domicilio en Alemania a Manfred Rommel, hijo del célebre “Zorro del Desierto”. Sus palabras despertaron mi deseo de conocer ese escenario. Esas arenas donde se decidió el destino del mundo y tantos hombres dejaron su vida.
En las salas del Museo Militar de El Alamein reposan uniformes, mapas, armas oxidadas, fragmentos de tanques. El viento entra por las rendijas y parece llevar consigo el rumor de la batalla. A pocos kilómetros, los cementerios —el británico, el italiano, el alemán— cuidados con una conmovedora pulcritud. Cruces blancas alineadas, flores frescas, inscripciones en piedra. Pasear entre esas tumbas, bajo el sol inmóvil del desierto, es una silenciosa lección de historia sin retórica. Alamein es hoy símbolo de reconciliación, pero también un recordatorio de la fragilidad humana ante la ambición y el desmedido afán de poder.
2011 y la Primavera Árabe
Tras años de ausencia, regresé en 2011. La mañana del 25 de enero amaneció con el trajín habitual: ruido de cláxones, microbuses llenos, puestos de te menta… pero se palpaba la tensión. En la emblemática plaza Tahrir (Liberación) habían empezado a congregarse decenas de miles de personas. Carteles escritos a mano, pancartas improvisadas, banderas de Egipto, organizaciones civiles, movimientos de derechos humanos, voceríos de libertad y reformas. Escuché cánticos improvisados: “Irhal ya Mubarak” (Vete ya, Mubarak), “el pueblo quiere la caída del régimen”.
Durante largas temporadas en 2011, 2012, 2013 y 2014 estuve en el centro de las tormentas políticas, acompañando marchas, entrevistando actores diversos, observando cómo la ciudad que conocía se transformaba en escenario de lo imprevisible.
Anduve con los Hermanos Musulmanes, escuchando su visión: que el poder islamista debía ser legítimo, que la democracia no se podía imponer desde fuera, que sus décadas de clandestinidad les daban una base popular, aunque algunos les reprochaban su lentitud en separar religión de política, su intolerancia hacia quienes no siguen su ideología. Entrevisté a líderes de la Hermandad que defendían la legitimidad del ascenso de Mohamed Morsi en 2012. También escuché críticas internas: miembros que reclamaban transparencia, quienes temían que se concentrara demasiado poder, que se apostara poco por las libertades individuales.
Hablé con Salafistas, firmes en su interpretación de la Sharía. Menos interesados en coaliciones mixtas, más en imponer normas morales, afrontar lo que consideraban decadencia cultural, corrupción de costumbres. No obstante, su rígido discurso presentaba matices: jóvenes radicales que querían modernizar sus comunidades, mujeres que pedían espacio público pese a la presión religiosa, todos con miedo al pasado, al poder establecido, las represalias.
Tuve la fortuna de conocer a Alaa al Aswany, el escritor que tanto admiro. Vibraba de convicción e insistía en su deber: no solo escribir ficción, sino dar testimonio. Me dijo que los dieciocho días que precedieron la caída de Mubarak fueron “los más bellos” de su vida, pues vio a los egipcios despertar, mirar a los ojos del poder, negarse a callar.
Me fascinó su libro El Edificio Yacubian. Una novela donde convivían corrupción política, ambiciones truncadas, represión sexual y vida cotidiana. Una radiografía de El Cairo contemporáneo. Describía a los habitantes de un inmueble que simbolizaba el declive moral de una sociedad atrapada entre pasado y modernidad. Mis amigos me mostraron el lugar. El verdadero edificio Yacubian existe, en la calle Talaat Harb, en pleno centro, un bloque de estilo art déco levantado en los años treinta. Cuando uno sube las escaleras y toca las barandillas de hierro, mira las viejas puertas de los gastados apartamentos, entiende el revuelo causado por la novela. El destartalado edificio era Egipto en miniatura: con sus jerarquías, luchas e ironía.
Una de las escenas que más me marcó fue una jornada electoral en un colegio de niñas en Giza (durante las primeras elecciones tras la revolución). A media mañana entré al recinto. Vi a mujeres jóvenes, ancianas, madres que vestían velo, otras con el cabello descubierto, todas haciendo fila, procurando su privacidad, recibiendo ayuda de las autoridades electorales, de observadoras. Las urnas se llenaban, no sólo de papeletas, sino de esperanza, rabia, deseo de un futuro distinto. La emoción era común: votar como reivindicación. Les pregunté por qué habían venido, por qué importaba. “Porque no vamos a permitir que otro gobierne sin escucharnos”, me contestó una maestra.
Volví muchas veces a Tahrir. Pasé noches enteras con los manifestantes. Siempre acompañado de mis dos fieles amigos: el mencionado Gamal y el musulmán Hassan. “Te protegemos” decían, cuando eran ellos quienes corrían el riesgo de ser detenidos y torturados en cualquier momento. Ser periodista acreditado, me proporcionaba una relativa seguridad.
La plaza se transformaba en ágora multitudinaria: carpas improvisadas, dormitorios de lona, puestos de comida, brigadas de primeros auxilios, generadores, altavoces, carteles, grafitis, rostros cubiertos de polvo, dolor, fe. Y también risa y solidaridad en un ambiente diverso: clases sociales mezcladas por primera vez en muchos años.
Participé en las protestas ante el palacio presidencial en Heliopolis, una elegante zona con avenidas, palmeras, fachadas coloniales ajenas a las sombrías tensiones. Manifestantes de clase media buscaban visibilidad. Había tanques y policía militar. Chalecos antibalas, escudos, perros, gases lacrimógenos. Vi a mujeres llevando fotos de desaparecidos, estudiantes cargando carteles de justicia. Observé cómo un barrio tranquilo y burgués se convertía en escenario de enfrentamientos. Barricadas, cortes de calles, concentraciones ante oficinas del gobierno. Me encontré allí con jóvenes que habían dejado los suburbios para manifestarse, cargando bebida, máscaras contra el gas, cámaras caseras y celulares.
Los sucesivos reveses fueron brutales: violencia, masacres, divisiones entre partidarios de una revolución laica, quienes apoyaban la vía islamista y aquellos que temían nuevos autoritarismos. El ambiente de esperanza competía con la sombra del miedo y la represión. En 2013, tras el golpe contra Morsi, hubo cierres de mezquitas y detenciones masivas. La censura se endureció y mi tarea como periodista se volvió más peligrosa.
Visité un hospital en Dokki donde habían ingresado heridos por disparos. Cuerpos vendados, respiradores, jóvenes con balas en el cuerpo, madres llorando, vecinos cuidándolos. En los pasillos, médicos exhaustos, enfermeras improvisando vendajes, voluntarios que llegaban con mantas y agua; el sonido de sirenas lejanas.
Momentos de gran humanidad: cuando unos reconstruían barricadas destruidas por la policía, otros recogían basura de la plaza, componían cantos improvisados, compartían comida, cuidaban unos de otros. En algún instante entrevisté a mujeres acosadas en las protestas, que decidieron volver al día siguiente, porque “si no lo hago yo, quién lo hará”.
En otra ocasión, Aswany me habló sobre la urgencia de escribir estas historias para impedir que el olvido consolide injusticias. Conversé con intelectuales liberales que se mostraban críticos tanto del régimen militar como del islamismo político. Con periodistas que se enfrentaban a la censura, amenazas, silencios oficiales.
Tuve, además, mucho tiempo para descubrir El Cairo, ciudad de mil rostros. En la aludida Zamalek, isla verde y diplomática en medio del Nilo, se mezclan cafés bohemios, embajadas, librerías y viejos palacetes art déco. Heliopolis, concebida a principios del siglo XX como un barrio europeo, conserva avenidas anchas, mansiones coloniales y el antiguo Palacio Presidencial.
En contraste, El Cairo islámico, con sus callejones alrededor de la mezquita del Sultán Hassan y la Universidad Al-Azhar, es un laberinto de historia viva. Fundada en el siglo X por los fatimíes, esta última es hoy la institución teológica más influyente del mundo suní. En sus patios interiores, los estudiantes —procedentes de todo el mundo islámico— discutían sobre jurisprudencia, filosofía, derecho coránico. Calma y sosiego contrastaban con el bullicio del exterior. Desde una de sus terrazas se divisan los minaretes de la mezquita de Al-Azhar, joya arquitectónica que combina siglos de reformas. Sus columnas, traídas de templos faraónicos, son testimonio de la continuidad cultural egipcia. Piedra antigua puesta al servicio de una nueva fe.
A pocos kilómetros, se alza la mezquita del Sultán Hassan, frente a la mezquita de Al-Rifa’i, dos colosos enfrentados que dominan el horizonte del Cairo islámico. La primera, construida en el siglo XIV, fue símbolo del poder mameluco; la segunda, del orgullo moderno. En Al-Rifa’i reposan los restos del Shah Mohammad Reza Pahlavi, el último monarca de Persia, exiliado tras la revolución iraní de 1979.
No lejos de allí, en la Ciudadela, accedí a la mezquita de Al-Nasir Muhammad y el pequeño mausoleo que guarda los restos de Saladino, el gran caudillo que unificó Egipto y Siria y venció a los cruzados en el siglo XII. Su tumba es modesta, casi austera, pero cargada de simbolismo. Los visitantes dejan flores, notas, plegarias. El sol golpeaba las piedras de la Ciudadela y el aire traía el sonido de los almuecines: un coro que parecía brotar del propio desierto.
Garden City, junto al Nilo, guarda en sus villas y antiguos consulados una elegancia decadente. En Dokki y Mohandessin laten los nuevos centros comerciales, el tráfico moderno y la vida universitaria. En esos barrios pasó sus últimos años Naguib Mahfuz, el Nobel egipcio de Literatura. Solía reunirse en cafés de Zamalek o del centro, pese a su frágil salud tras el atentado que sufrió en 1994. No llegué a hablar con él, pero en alguna ocasión observé sus paseos, ya ciego y nonagenario. Sentado en los bazares, leí sus libros como la inolvidable Trilogía de El Cairo. Es maravilloso poder leer las grandes obras donde transcurre la acción de las mismas. Disfruté con los volúmenes completos de las Mil y una Noches. Y muchos otros autores que no conocía, como Taha Hussein, uno de los intelectuales egipcios más influyentes del siglo XX.
Me enseñaron que el árabe – a diferencia del español – carece de una academia. Entonces, pregunté, ¿cómo se sabe cuál es la norma, la gramática correcta? La lengua y la expresión pura, me respondieron, es la que más se parece al Corán.
Al principio tuvimos la suerte de conocer hoteles emblemáticos como el Shepheard, el Semiramis InterContinental, el Cairo Marriott —antiguo palacio de Ismail Pachá— y el Mena House, con sus vistas majestuosas a las pirámides. Más tarde ya viví en apartamentos de Zamalek y otros barrios.
Solía perderme por el Museo Egipcio entre vitrinas abigarradas. Sarcófagos, amuletos y papiros. Salas con momias alineadas y el tesoro de Tutankamón. Jeroglíficos que traducían historias de milenios.
Una de mis visitas más sobrecogedoras fue a la Ciudad de los Muertos, el vasto cementerio habitado que se extiende a los pies del Mokattam. Es una necrópolis de más de veinte kilómetros donde conviven tumbas, mezquitas, mausoleos y viviendas. Allí decenas de miles de personas han hecho de las criptas su hogar. Entré una mañana clara. Las calles eran estrechas, silenciosas, apenas interrumpidas por el canto de un gallo o el ruido de una bicicleta. Familias cocinaban junto a lápidas centenarias; los niños jugaban entre inscripciones cúficas; las ropas colgaban de los minaretes.
El contraste entre la vida y la muerte era absoluto. Una mujer me invitó a tomar té frente a la tumba de un antepasado, sobre la cual había colocado una televisión pequeña conectada a una batería. “Aquí vivimos tranquilos”, me dijo. “Los muertos no molestan”. Aquella frase se me quedó grabada. Comprendí que El Cairo no se explica por su pasado ni por su presente, sino por la obstinada convivencia de ambos. Es una ciudad donde los siglos dialogan —a gritos o en susurros— y donde, como escribió Mahfuz, “cada calle tiene su secreto, y cada secreto, su historia”.
Me impresionó la diversidad con que las mujeres habitaban el espacio público. En el metro, los mercados, las universidades, su presencia era constante, aunque muchas veces contenida por códigos invisibles. El velo, más que una prenda, es una declaración personal o social. El hiyab cubre el cabello y el cuello, dejando el rostro al descubierto; el niqab, más riguroso, solo permite ver los ojos; y el khimar cae sobre los hombros como un manto. En algunos barrios conservadores se ve también el abaya negro o incluso el chador. Sin embargo, en Zamalek o Heliopolis abundan mujeres sin velo, con vaqueros y celulares, desafiando clichés. Modernidad y tradición, convicción y moda, conviven en un contraste que refleja la compleja y cambiante identidad femenina del Egipto contemporáneo.
La vida está marcada por el calendario religioso, que regula el ritmo de la ciudad más allá de la política o la economía. En el Ramadán, mes de ayuno y oración, los días se vuelven silenciosos y lentos, mientras las noches estallan en bullicio, faroles y aromas de comida. Al caer el sol, las familias se reúnen para el iftar, la ruptura del ayuno, y los cafés se llenan de conversación y música. Al final del mes llega el Eid al-Fitr, la gran fiesta del perdón, con templos abarrotados, regalos y dulces. Meses después, el Eid al-Adha conmemora el sacrificio de Abraham: se matan corderos y se reparten alimentos entre los pobres.
La minoría cristiana celebra con fervor la Navidad copta (7 de enero) y la Pascua copta, ambas llenas de símbolos antiguos. En el barrio copto, las iglesias se iluminan y las familias rezan entre iconos. En esas fechas, musulmanes y cristianos comparten saludos y comidas. Tanto unos como otros me invitaron a compartir. En pocas ciudades he sentido con tanta fuerza la espiritualidad como un tejido común. Ritos distintos… en un clima de esperanza.
Y hablando de climas, el siroco del desierto llega entre marzo y mayo, cargado de polvo fino, arena y un calor abrasador. La ciudad se tiñe de ocre, el aire se vuelve denso, casi sólido, y el horizonte desaparece bajo un velo dorado. Los rostros se cubren con pañuelos improvisados. El Khamaseen ciega los ojos, se mete en la ropa, los pulmones, la lengua. Me quedé afónico durante días.
En la cocina conviven las raíces campesinas del valle del Nilo y la herencia otomana y levantina. El humilde koshari es muy popular: mezcla de arroz, lentejas, pasta y garbanzos bañados en salsa de tomate y cebolla frita. En las calles los vendedores ofrecen ful medames, habas cocidas lentamente, y ta’meya, la versión egipcia del falafel, hecha con habas verdes en lugar de garbanzos. El molokhia, una sopa de hojas verdes con ajo y pollo, recuerda los sabores más antiguos del país. Y no hay almuerzo sin pan baladí, redondo y caliente, recién salido del horno de barro. Es la cultura egipcia: la generosidad sin ceremonia, el placer de compartir, el gesto de ofrecer pan antes que palabras. El ubicuo té negro con menta cierra cada conversación.
Soy consciente de haber contado solo una ínfima parte de lo que experimenté. Queda mucho —muchísimo— por relatar. Para finalizar, sí quiero transmitir esta idea: la Primavera Árabe fue un despertar a la vez hermoso y doloroso. Un anhelo de justicia social y democracia que al final no pudo ser. Yo tuve el privilegio de ser testigo de ese sueño.
Llegué a El Cairo (“la victoriosa”) en septiembre de 2006. Me instalé en esta megalópolis de 16 millones de habitantes hasta junio del año siguiente. Ninguna otra capital alberga tal concentración de mausoleos, madrasas y mezquitas, con sus leyendas y cicatrices. Cada amanecer escuchaba la llamada a la oración desde sus minaretes. Deambulé por los bazares —especialmente Khan el-Khalili—, corazón palpitante de la ciudad. Pasillos estrechos, lámparas de latón, tazones de cobre grabados, olor a café recién tostado… Los mercaderes ofrecían té de menta y reían cuando intentaba negociar el precio de un anillo. Viví el bullicio de los vendedores ambulantes ofreciendo dátiles, motores de taxis rugiendo, los niños jugando en plazas, los gatos durmiendo al sol, el olor de especias. Y, siempre, las aguas del majestuoso Nilo.
El barrio cristiano copto era uno de mis refugios: calles tranquilas, iglesias antiguas, pequeñas tiendas de iconos, panaderías de panes planos. Forjé valiosas amistades con jóvenes coptos como Gamal: me llevaron a sus hogares donde compartimos cenas con platos sencillos de lentejas y arroz.
En Zamalek, el contraste. Embajadas y jardines lo delimitaban del caos, aunque no del todo. Empecé a fumar shisha en los tranquilos cafés de este barrio.
Egipto (Misr) vivía bajo el régimen autoritario y corrupto de Hosni Mubarak. Durante aquellos meses se hablaba del auge del fundamentalismo islámico: los conflictos en Palestina tras la retirada israelí de Gaza en 2005, crisis interna en Líbano… Y aún resonaba el escándalo de las caricaturas de Mahoma: movilizaciones, sermones religiosos, discusiones en los cafés. En mis múltiples visitas a la sede de la Liga Árabe, entrevisté a numerosos diplomáticos.
Guardián del statu quo regional, Egipto navegaba entre la presión internacional y las demandas de cambio interno: desigualdad, censura y una juventud que exigía voz. Campesinos pobres, desempleo juvenil, represión, censura parcial, policía opaca y amenazadora.
Se percibía la tensión entre crecimiento macroeconómico —inversión extranjera, intentos de liberalización económica— y desigualdad palpable. El miedo a que la corrupción lo devorara todo. Barrios pobres como Imbaba y Shubra, con calles llenas de desperdicios, chiquillos descalzos, gallinas sueltas; y, al mismo tiempo, rascacielos, centros comerciales, cafés modernos en Heliopolis. A diferencia de otros países árabes, Egipto no tiene petróleo. Sus principales fuentes de ingresos son el canal de Suez y el turismo. El primero, controlado por los militares sin apenas supervisión parlamentaria. El segundo, se resentía de la imagen de inestabilidad.
Alejandría: ecos melancólicos de un lejano esplendor
La carretera hacia el norte atraviesa los verdes campos del delta hasta que, de pronto, el aire cambia: huele a sal, a historia, a Mediterráneo. Fundada por Alejandro Magno en el 331 a. C., durante siglos Alejandría fue el foco intelectual helenístico. Allí se cruzaban matemáticos, poetas y astrónomos bajo el brillo de su legendaria Biblioteca y el Faro, una de las siete maravillas del mundo antiguo.
La Bibliotheca Alexandrina, inaugurada en 2002, trata de revivir aquel espíritu. Su arquitectura circular —como un disco solar— alberga manuscritos, exposiciones y sueños de conocimiento universal. Caminé por sus pasillos silenciosos. La sabiduría, aunque frágil, siempre busca reconstruirse.
Desde la fortaleza de Qait Bay levantada en el s. XV sobre las ruinas del antiguo faro, se observa la Corniche: una franja larga y vibrante que recorre la costa, donde cafés y neones se mezclan con el rumor de las olas. La decadencia es omnipresente. Los edificios coloniales se desmoronan lentamente, el tráfico engulle los bulevares. La ciudad —que inspiró a Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría— se debate entre el mito y la rutina. Nostalgia de la pasada grandeza.
El Alamein: tiempo y memoria
El viaje desde Alejandría en dirección a Libia atraviesa el desierto. Paralelo al Mediterráneo, el camino cruza dunas y algunos proyectos turísticos que buscan desarrollar la costa norte. En medio de esa inmensidad silenciosa surge El Alamein.
Allí se decidió, en 1942, el rumbo de la II Guerra Mundial. Se enfrentaron el Afrika Korps del mariscal Erwin Rommel y las fuerzas británicas de Bernard Montgomery, además de soldados de muchas otras nacionalidades. Años atrás yo había entrevistado en su domicilio en Alemania a Manfred Rommel, hijo del célebre “Zorro del Desierto”. Sus palabras despertaron mi deseo de conocer ese escenario. Esas arenas donde se decidió el destino del mundo y tantos hombres dejaron su vida.
En las salas del Museo Militar de El Alamein reposan uniformes, mapas, armas oxidadas, fragmentos de tanques. El viento entra por las rendijas y parece llevar consigo el rumor de la batalla. A pocos kilómetros, los cementerios —el británico, el italiano, el alemán— cuidados con una conmovedora pulcritud. Cruces blancas alineadas, flores frescas, inscripciones en piedra. Pasear entre esas tumbas, bajo el sol inmóvil del desierto, es una silenciosa lección de historia sin retórica. Alamein es hoy símbolo de reconciliación, pero también un recordatorio de la fragilidad humana ante la ambición y el desmedido afán de poder.
2011 y la Primavera Árabe
Tras años de ausencia, regresé en 2011. La mañana del 25 de enero amaneció con el trajín habitual: ruido de cláxones, microbuses llenos, puestos de te menta… pero se palpaba la tensión. En la emblemática plaza Tahrir (Liberación) habían empezado a congregarse decenas de miles de personas. Carteles escritos a mano, pancartas improvisadas, banderas de Egipto, organizaciones civiles, movimientos de derechos humanos, voceríos de libertad y reformas. Escuché cánticos improvisados: “Irhal ya Mubarak” (Vete ya, Mubarak), “el pueblo quiere la caída del régimen”.
Durante largas temporadas en 2011, 2012, 2013 y 2014 estuve en el centro de las tormentas políticas, acompañando marchas, entrevistando actores diversos, observando cómo la ciudad que conocía se transformaba en escenario de lo imprevisible.
Anduve con los Hermanos Musulmanes, escuchando su visión: que el poder islamista debía ser legítimo, que la democracia no se podía imponer desde fuera, que sus décadas de clandestinidad les daban una base popular, aunque algunos les reprochaban su lentitud en separar religión de política, su intolerancia hacia quienes no siguen su ideología. Entrevisté a líderes de la Hermandad que defendían la legitimidad del ascenso de Mohamed Morsi en 2012. También escuché críticas internas: miembros que reclamaban transparencia, quienes temían que se concentrara demasiado poder, que se apostara poco por las libertades individuales.
Hablé con Salafistas, firmes en su interpretación de la Sharía. Menos interesados en coaliciones mixtas, más en imponer normas morales, afrontar lo que consideraban decadencia cultural, corrupción de costumbres. No obstante, su rígido discurso presentaba matices: jóvenes radicales que querían modernizar sus comunidades, mujeres que pedían espacio público pese a la presión religiosa, todos con miedo al pasado, al poder establecido, las represalias.
Tuve la fortuna de conocer a Alaa al Aswany, el escritor que tanto admiro. Vibraba de convicción e insistía en su deber: no solo escribir ficción, sino dar testimonio. Me dijo que los dieciocho días que precedieron la caída de Mubarak fueron “los más bellos” de su vida, pues vio a los egipcios despertar, mirar a los ojos del poder, negarse a callar.
Me fascinó su libro El Edificio Yacubian. Una novela donde convivían corrupción política, ambiciones truncadas, represión sexual y vida cotidiana. Una radiografía de El Cairo contemporáneo. Describía a los habitantes de un inmueble que simbolizaba el declive moral de una sociedad atrapada entre pasado y modernidad. Mis amigos me mostraron el lugar. El verdadero edificio Yacubian existe, en la calle Talaat Harb, en pleno centro, un bloque de estilo art déco levantado en los años treinta. Cuando uno sube las escaleras y toca las barandillas de hierro, mira las viejas puertas de los gastados apartamentos, entiende el revuelo causado por la novela. El destartalado edificio era Egipto en miniatura: con sus jerarquías, luchas e ironía.
Una de las escenas que más me marcó fue una jornada electoral en un colegio de niñas en Giza (durante las primeras elecciones tras la revolución). A media mañana entré al recinto. Vi a mujeres jóvenes, ancianas, madres que vestían velo, otras con el cabello descubierto, todas haciendo fila, procurando su privacidad, recibiendo ayuda de las autoridades electorales, de observadoras. Las urnas se llenaban, no sólo de papeletas, sino de esperanza, rabia, deseo de un futuro distinto. La emoción era común: votar como reivindicación. Les pregunté por qué habían venido, por qué importaba. “Porque no vamos a permitir que otro gobierne sin escucharnos”, me contestó una maestra.
Volví muchas veces a Tahrir. Pasé noches enteras con los manifestantes. Siempre acompañado de mis dos fieles amigos: el mencionado Gamal y el musulmán Hassan. “Te protegemos” decían, cuando eran ellos quienes corrían el riesgo de ser detenidos y torturados en cualquier momento. Ser periodista acreditado, me proporcionaba una relativa seguridad.
La plaza se transformaba en ágora multitudinaria: carpas improvisadas, dormitorios de lona, puestos de comida, brigadas de primeros auxilios, generadores, altavoces, carteles, grafitis, rostros cubiertos de polvo, dolor, fe. Y también risa y solidaridad en un ambiente diverso: clases sociales mezcladas por primera vez en muchos años.
Participé en las protestas ante el palacio presidencial en Heliopolis, una elegante zona con avenidas, palmeras, fachadas coloniales ajenas a las sombrías tensiones. Manifestantes de clase media buscaban visibilidad. Había tanques y policía militar. Chalecos antibalas, escudos, perros, gases lacrimógenos. Vi a mujeres llevando fotos de desaparecidos, estudiantes cargando carteles de justicia. Observé cómo un barrio tranquilo y burgués se convertía en escenario de enfrentamientos. Barricadas, cortes de calles, concentraciones ante oficinas del gobierno. Me encontré allí con jóvenes que habían dejado los suburbios para manifestarse, cargando bebida, máscaras contra el gas, cámaras caseras y celulares.
Los sucesivos reveses fueron brutales: violencia, masacres, divisiones entre partidarios de una revolución laica, quienes apoyaban la vía islamista y aquellos que temían nuevos autoritarismos. El ambiente de esperanza competía con la sombra del miedo y la represión. En 2013, tras el golpe contra Morsi, hubo cierres de mezquitas y detenciones masivas. La censura se endureció y mi tarea como periodista se volvió más peligrosa.
Visité un hospital en Dokki donde habían ingresado heridos por disparos. Cuerpos vendados, respiradores, jóvenes con balas en el cuerpo, madres llorando, vecinos cuidándolos. En los pasillos, médicos exhaustos, enfermeras improvisando vendajes, voluntarios que llegaban con mantas y agua; el sonido de sirenas lejanas.
Momentos de gran humanidad: cuando unos reconstruían barricadas destruidas por la policía, otros recogían basura de la plaza, componían cantos improvisados, compartían comida, cuidaban unos de otros. En algún instante entrevisté a mujeres acosadas en las protestas, que decidieron volver al día siguiente, porque “si no lo hago yo, quién lo hará”.
En otra ocasión, Aswany me habló sobre la urgencia de escribir estas historias para impedir que el olvido consolide injusticias. Conversé con intelectuales liberales que se mostraban críticos tanto del régimen militar como del islamismo político. Con periodistas que se enfrentaban a la censura, amenazas, silencios oficiales.
Tuve, además, mucho tiempo para descubrir El Cairo, ciudad de mil rostros. En la aludida Zamalek, isla verde y diplomática en medio del Nilo, se mezclan cafés bohemios, embajadas, librerías y viejos palacetes art déco. Heliopolis, concebida a principios del siglo XX como un barrio europeo, conserva avenidas anchas, mansiones coloniales y el antiguo Palacio Presidencial.
En contraste, El Cairo islámico, con sus callejones alrededor de la mezquita del Sultán Hassan y la Universidad Al-Azhar, es un laberinto de historia viva. Fundada en el siglo X por los fatimíes, esta última es hoy la institución teológica más influyente del mundo suní. En sus patios interiores, los estudiantes —procedentes de todo el mundo islámico— discutían sobre jurisprudencia, filosofía, derecho coránico. Calma y sosiego contrastaban con el bullicio del exterior. Desde una de sus terrazas se divisan los minaretes de la mezquita de Al-Azhar, joya arquitectónica que combina siglos de reformas. Sus columnas, traídas de templos faraónicos, son testimonio de la continuidad cultural egipcia. Piedra antigua puesta al servicio de una nueva fe.
A pocos kilómetros, se alza la mezquita del Sultán Hassan, frente a la mezquita de Al-Rifa’i, dos colosos enfrentados que dominan el horizonte del Cairo islámico. La primera, construida en el siglo XIV, fue símbolo del poder mameluco; la segunda, del orgullo moderno. En Al-Rifa’i reposan los restos del Shah Mohammad Reza Pahlavi, el último monarca de Persia, exiliado tras la revolución iraní de 1979.
No lejos de allí, en la Ciudadela, accedí a la mezquita de Al-Nasir Muhammad y el pequeño mausoleo que guarda los restos de Saladino, el gran caudillo que unificó Egipto y Siria y venció a los cruzados en el siglo XII. Su tumba es modesta, casi austera, pero cargada de simbolismo. Los visitantes dejan flores, notas, plegarias. El sol golpeaba las piedras de la Ciudadela y el aire traía el sonido de los almuecines: un coro que parecía brotar del propio desierto.
Garden City, junto al Nilo, guarda en sus villas y antiguos consulados una elegancia decadente. En Dokki y Mohandessin laten los nuevos centros comerciales, el tráfico moderno y la vida universitaria. En esos barrios pasó sus últimos años Naguib Mahfuz, el Nobel egipcio de Literatura. Solía reunirse en cafés de Zamalek o del centro, pese a su frágil salud tras el atentado que sufrió en 1994. No llegué a hablar con él, pero en alguna ocasión observé sus paseos, ya ciego y nonagenario. Sentado en los bazares, leí sus libros como la inolvidable Trilogía de El Cairo. Es maravilloso poder leer las grandes obras donde transcurre la acción de las mismas. Disfruté con los volúmenes completos de las Mil y una Noches. Y muchos otros autores que no conocía, como Taha Hussein, uno de los intelectuales egipcios más influyentes del siglo XX.
Me enseñaron que el árabe – a diferencia del español – carece de una academia. Entonces, pregunté, ¿cómo se sabe cuál es la norma, la gramática correcta? La lengua y la expresión pura, me respondieron, es la que más se parece al Corán.
Al principio tuvimos la suerte de conocer hoteles emblemáticos como el Shepheard, el Semiramis InterContinental, el Cairo Marriott —antiguo palacio de Ismail Pachá— y el Mena House, con sus vistas majestuosas a las pirámides. Más tarde ya viví en apartamentos de Zamalek y otros barrios.
Solía perderme por el Museo Egipcio entre vitrinas abigarradas. Sarcófagos, amuletos y papiros. Salas con momias alineadas y el tesoro de Tutankamón. Jeroglíficos que traducían historias de milenios.
Una de mis visitas más sobrecogedoras fue a la Ciudad de los Muertos, el vasto cementerio habitado que se extiende a los pies del Mokattam. Es una necrópolis de más de veinte kilómetros donde conviven tumbas, mezquitas, mausoleos y viviendas. Allí decenas de miles de personas han hecho de las criptas su hogar. Entré una mañana clara. Las calles eran estrechas, silenciosas, apenas interrumpidas por el canto de un gallo o el ruido de una bicicleta. Familias cocinaban junto a lápidas centenarias; los niños jugaban entre inscripciones cúficas; las ropas colgaban de los minaretes.
El contraste entre la vida y la muerte era absoluto. Una mujer me invitó a tomar té frente a la tumba de un antepasado, sobre la cual había colocado una televisión pequeña conectada a una batería. “Aquí vivimos tranquilos”, me dijo. “Los muertos no molestan”. Aquella frase se me quedó grabada. Comprendí que El Cairo no se explica por su pasado ni por su presente, sino por la obstinada convivencia de ambos. Es una ciudad donde los siglos dialogan —a gritos o en susurros— y donde, como escribió Mahfuz, “cada calle tiene su secreto, y cada secreto, su historia”.
Me impresionó la diversidad con que las mujeres habitaban el espacio público. En el metro, los mercados, las universidades, su presencia era constante, aunque muchas veces contenida por códigos invisibles. El velo, más que una prenda, es una declaración personal o social. El hiyab cubre el cabello y el cuello, dejando el rostro al descubierto; el niqab, más riguroso, solo permite ver los ojos; y el khimar cae sobre los hombros como un manto. En algunos barrios conservadores se ve también el abaya negro o incluso el chador. Sin embargo, en Zamalek o Heliopolis abundan mujeres sin velo, con vaqueros y celulares, desafiando clichés. Modernidad y tradición, convicción y moda, conviven en un contraste que refleja la compleja y cambiante identidad femenina del Egipto contemporáneo.
La vida está marcada por el calendario religioso, que regula el ritmo de la ciudad más allá de la política o la economía. En el Ramadán, mes de ayuno y oración, los días se vuelven silenciosos y lentos, mientras las noches estallan en bullicio, faroles y aromas de comida. Al caer el sol, las familias se reúnen para el iftar, la ruptura del ayuno, y los cafés se llenan de conversación y música. Al final del mes llega el Eid al-Fitr, la gran fiesta del perdón, con templos abarrotados, regalos y dulces. Meses después, el Eid al-Adha conmemora el sacrificio de Abraham: se matan corderos y se reparten alimentos entre los pobres.
La minoría cristiana celebra con fervor la Navidad copta (7 de enero) y la Pascua copta, ambas llenas de símbolos antiguos. En el barrio copto, las iglesias se iluminan y las familias rezan entre iconos. En esas fechas, musulmanes y cristianos comparten saludos y comidas. Tanto unos como otros me invitaron a compartir. En pocas ciudades he sentido con tanta fuerza la espiritualidad como un tejido común. Ritos distintos… en un clima de esperanza.
Y hablando de climas, el siroco del desierto llega entre marzo y mayo, cargado de polvo fino, arena y un calor abrasador. La ciudad se tiñe de ocre, el aire se vuelve denso, casi sólido, y el horizonte desaparece bajo un velo dorado. Los rostros se cubren con pañuelos improvisados. El Khamaseen ciega los ojos, se mete en la ropa, los pulmones, la lengua. Me quedé afónico durante días.
En la cocina conviven las raíces campesinas del valle del Nilo y la herencia otomana y levantina. El humilde koshari es muy popular: mezcla de arroz, lentejas, pasta y garbanzos bañados en salsa de tomate y cebolla frita. En las calles los vendedores ofrecen ful medames, habas cocidas lentamente, y ta’meya, la versión egipcia del falafel, hecha con habas verdes en lugar de garbanzos. El molokhia, una sopa de hojas verdes con ajo y pollo, recuerda los sabores más antiguos del país. Y no hay almuerzo sin pan baladí, redondo y caliente, recién salido del horno de barro. Es la cultura egipcia: la generosidad sin ceremonia, el placer de compartir, el gesto de ofrecer pan antes que palabras. El ubicuo té negro con menta cierra cada conversación.
Soy consciente de haber contado solo una ínfima parte de lo que experimenté. Queda mucho —muchísimo— por relatar. Para finalizar, sí quiero transmitir esta idea: la Primavera Árabe fue un despertar a la vez hermoso y doloroso. Un anhelo de justicia social y democracia que al final no pudo ser. Yo tuve el privilegio de ser testigo de ese sueño.