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¿De verdad este es el mejor de los mundos posibles?

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Camilo Bello Wilches |
26 de junio, 2025

La ironía tiene filo cuando nace de la lucidez. Voltaire lo sabía. En Cándido (1759), lanzó una pregunta que aún nos incomoda: “¿Este es el mejor de los mundos posibles?”. No lo preguntaba con ingenuidad, sino como denuncia. Lo hacía ante guerras absurdas, ante terremotos que destruían sin sentido y ante sistemas sociales que legitimaban la miseria con justificaciones irracionales. Su blanco era el optimismo ciego de Leibniz, quien veía en todo mal una parte de un bien mayor. Hoy, casi tres siglos después, seguimos repitiendo versiones más sutiles de esa creencia.

En Guatemala se multiplican las promesas de progreso por medio de la digitalización, acceso a la educación, lucha contra la pobreza, entre otros. Sin embargo, cada vez que se ahonda en las instituciones, se evidencia un orden frágil, capturado, e incapaz de responder con solvencia a sus ciudadanos. La reciente crisis en el sistema de justicia —con una Corte de Constitucionalidad rodeada de tensiones políticas y una Fiscalía General que pierde legitimidad frente a la opinión pública— no es una anécdota más, sino un síntoma estructural. En lugar de corregir el rumbo, se justifica la parálisis con discursos de estabilidad o soberanía. Como si reconocer el desastre fuera peor que vivirlo.

Lo más preocupante no es el colapso institucional, sino la resignación. Se nos enseña a tolerar lo intolerable bajo la consigna del realismo político. Que la corrupción es parte del sistema. Que el clientelismo es inevitable. Que denunciar es ingenuo. Que no se puede hacer más. Es en este punto donde la pregunta de Voltaire resurge con fuerza. ¿De verdad debemos aceptar que esto —este modelo, esta democracia simulada, esta educación desvinculada de la realidad— es lo mejor que podemos alcanzar?

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Ante la incredulidad, muchos intelectuales guatemaltecos se repliegan. Otros, por el contrario, maquillan el fracaso con estadísticas que adornan discursos oficiales. Pero lo académico no puede reducirse a acompañar con ecuaciones la retórica del poder. Pensadores como Hannah Arendt advirtieron que el mal más peligroso es el que se normaliza. Su estudio sobre el caso Eichmann no es solo una reflexión sobre el nazismo, sino una advertencia sobre la obediencia ciega y la banalización del mal en sociedades funcionales (Arendt, 1963).

Hay quienes insisten en que exigir estándares más altos es ingenuo. Pero no hay nada más ingenuo que pensar que, dejando todo como está, las cosas mejorarán por sí solas.

La falta de pensamiento crítico en nuestras aulas —reducidas muchas veces a centros de formación técnica sin horizonte ético— forma parte del problema. Se puede tener un país con miles de graduados anuales y, al mismo tiempo, un país sin ideas. En nombre de la eficiencia, hemos desplazado el juicio. En nombre del crecimiento, hemos sacrificado la libertad interior. En nombre de la estabilidad institucional, hemos aceptado una legalidad sin justicia.

Voltaire no pedía revoluciones violentas. Pedía lucidez. Y para un país como Guatemala, lo urgente no es una utopía nueva, sino un realismo moral que no se conforme con la mediocridad institucional. Hay quienes insisten en que exigir estándares más altos es ingenuo. Pero no hay nada más ingenuo que pensar que, dejando todo como está, las cosas mejorarán por sí solas.

Pensar, escribir y disentir no resuelven los problemas por arte de magia. Pero sí incomodan lo suficiente como para mover los bordes del consenso, para ampliar el margen de lo posible. Esa es la verdadera función del pensamiento crítico: no confirmar lo que ya creemos, sino mostrar que lo que hoy nos parece natural es, muchas veces, parte del problema. Y que lo que aceptamos como destino, tal vez, solo sea negligencia disfrazada de prudencia.

Voltaire no tenía Twitter, pero si viviera hoy, probablemente repetiría su pregunta con aún más ironía. Y quizá, al vernos justificar lo injustificable con sonrisas institucionales y datos desconectados de la vida real, escribiría con amargura: “¿Este es el mejor de los mundos posibles? ¿En serio?”.

¿De verdad este es el mejor de los mundos posibles?

Camilo Bello Wilches |
26 de junio, 2025
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La ironía tiene filo cuando nace de la lucidez. Voltaire lo sabía. En Cándido (1759), lanzó una pregunta que aún nos incomoda: “¿Este es el mejor de los mundos posibles?”. No lo preguntaba con ingenuidad, sino como denuncia. Lo hacía ante guerras absurdas, ante terremotos que destruían sin sentido y ante sistemas sociales que legitimaban la miseria con justificaciones irracionales. Su blanco era el optimismo ciego de Leibniz, quien veía en todo mal una parte de un bien mayor. Hoy, casi tres siglos después, seguimos repitiendo versiones más sutiles de esa creencia.

En Guatemala se multiplican las promesas de progreso por medio de la digitalización, acceso a la educación, lucha contra la pobreza, entre otros. Sin embargo, cada vez que se ahonda en las instituciones, se evidencia un orden frágil, capturado, e incapaz de responder con solvencia a sus ciudadanos. La reciente crisis en el sistema de justicia —con una Corte de Constitucionalidad rodeada de tensiones políticas y una Fiscalía General que pierde legitimidad frente a la opinión pública— no es una anécdota más, sino un síntoma estructural. En lugar de corregir el rumbo, se justifica la parálisis con discursos de estabilidad o soberanía. Como si reconocer el desastre fuera peor que vivirlo.

Lo más preocupante no es el colapso institucional, sino la resignación. Se nos enseña a tolerar lo intolerable bajo la consigna del realismo político. Que la corrupción es parte del sistema. Que el clientelismo es inevitable. Que denunciar es ingenuo. Que no se puede hacer más. Es en este punto donde la pregunta de Voltaire resurge con fuerza. ¿De verdad debemos aceptar que esto —este modelo, esta democracia simulada, esta educación desvinculada de la realidad— es lo mejor que podemos alcanzar?

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Ante la incredulidad, muchos intelectuales guatemaltecos se repliegan. Otros, por el contrario, maquillan el fracaso con estadísticas que adornan discursos oficiales. Pero lo académico no puede reducirse a acompañar con ecuaciones la retórica del poder. Pensadores como Hannah Arendt advirtieron que el mal más peligroso es el que se normaliza. Su estudio sobre el caso Eichmann no es solo una reflexión sobre el nazismo, sino una advertencia sobre la obediencia ciega y la banalización del mal en sociedades funcionales (Arendt, 1963).

Hay quienes insisten en que exigir estándares más altos es ingenuo. Pero no hay nada más ingenuo que pensar que, dejando todo como está, las cosas mejorarán por sí solas.

La falta de pensamiento crítico en nuestras aulas —reducidas muchas veces a centros de formación técnica sin horizonte ético— forma parte del problema. Se puede tener un país con miles de graduados anuales y, al mismo tiempo, un país sin ideas. En nombre de la eficiencia, hemos desplazado el juicio. En nombre del crecimiento, hemos sacrificado la libertad interior. En nombre de la estabilidad institucional, hemos aceptado una legalidad sin justicia.

Voltaire no pedía revoluciones violentas. Pedía lucidez. Y para un país como Guatemala, lo urgente no es una utopía nueva, sino un realismo moral que no se conforme con la mediocridad institucional. Hay quienes insisten en que exigir estándares más altos es ingenuo. Pero no hay nada más ingenuo que pensar que, dejando todo como está, las cosas mejorarán por sí solas.

Pensar, escribir y disentir no resuelven los problemas por arte de magia. Pero sí incomodan lo suficiente como para mover los bordes del consenso, para ampliar el margen de lo posible. Esa es la verdadera función del pensamiento crítico: no confirmar lo que ya creemos, sino mostrar que lo que hoy nos parece natural es, muchas veces, parte del problema. Y que lo que aceptamos como destino, tal vez, solo sea negligencia disfrazada de prudencia.

Voltaire no tenía Twitter, pero si viviera hoy, probablemente repetiría su pregunta con aún más ironía. Y quizá, al vernos justificar lo injustificable con sonrisas institucionales y datos desconectados de la vida real, escribiría con amargura: “¿Este es el mejor de los mundos posibles? ¿En serio?”.

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