El Estadio Nacional Doroteo Guamuch Flores para todos, el Mateo Flores, no es simplemente un lugar donde se juega fútbol. Es un símbolo que concentra historia, alegrías, tragedias y frustraciones. Allí se han escuchado tanto los gritos de GOL como el silencio de la derrota. Allí se refleja lo que somos como país: somos guatemaltecos, capaces de ilusionarnos con una pelota, pero también un país marcado por la improvisación y la desconfianza en el sector público. Hoy, con la remodelación de las instalaciones y la gramilla por Q. 32.4 millones, el estadio se vuelve a colocar en el centro del debate sobre infraestructura y transparencia.
El proyecto promete remodelación de las instalaciones e instalar un césped híbrido de Turquía, 95 % natural y 5 % sintético. Pero ya hay dudas: ingenieros advirtieron que no existen estudios técnicos completos sobre drenajes y riego, que la superficie podría no resistir disciplinas como el lanzamiento de jabalina y que, además, no cuenta con certificación FIFA. ¿Se imaginan gastar millones en una gramilla que no cumple estándares internacionales? ¿Vale la pena arriesgar la confianza de los guatemaltecos para inaugurar con prisa un proyecto que podría fracasar en poco tiempo?
El Mateo Flores no puede desligarse de su herida más profunda: la avalancha del 16 de octubre de 1996. Ochenta y tres personas murieron y más de 200 resultaron heridas porque se vendieron boletos falsos, se sobrevendió el estadio y no hubo controles suficientes. La negligencia del sector público y privado se combinó con la indiferencia, y el resultado fue luto nacional. Esa memoria nos obliga a exigir que cada decisión sobre el estadio se haga con compromiso y responsabilidad. No podemos permitirnos repetir el error de improvisar con algo que toca directamente la vida de miles de guatemaltecos.
Guatemala necesita infraestructura deportiva digna y moderna, pero sobre todo necesita instituciones capaces de planificar y rendir cuentas. Los proyectos mal diseñados son caros parches que pronto terminan en abandono y todos los guatemaltecos, lo sabemos. Por eso, en lugar de emoción, lo que predomina frente a la remodelación es la sospecha: ¿Quién gana realmente con esta inversión? ¿El deporte, los guatemaltecos, el gobierno o algunos pocos proveedores?
Pero sería injusto quedarnos solo en el escepticismo, el Mateo Flores también encierra una oportunidad. Con una remodelación integral, planificada y transparente, podría volver a ser sede de competiciones internacionales, atraer turismo deportivo, convertirse en semillero de atletas y símbolo de orgullo nacional. Podría demostrar que sí es posible hacer bien las cosas en lo público. El problema es que hasta hoy, lo normal ha sido lo contrario: proyectos inconclusos, sobrecostos y promesas rotas.
El reto está claro: el Mateo Flores merece más que un cambio de césped, merece un plan a largo plazo, auditoría permanente y un compromiso real del Gobierno. Porque el deporte no es un lujo, es salud, identidad y una herramienta para construir talento. Tratarlo como espectáculo político pasajero es desperdiciar su potencial.
La memoria de 1996 sigue presente, cada ladrillo, cada boleto y cada metro de césped deberían recordarnos que el precio de la improvisación puede ser altísimo. Invertir con opacidad sería una traición a quienes perdieron la vida aquel día. Hacerlo bien sería un homenaje.
El Mateo Flores refleja lo que somos, pero también lo que podríamos ser. Está en nuestras manos decidir si seguirá siendo un monumento a la frustración o un símbolo de transformación. La pelota está en la cancha de quienes gobiernan, pero también en la de una ciudadanía que no puede seguir indiferente. Esta vez, el partido lo tiene que ganar Guatemala.
¿De quién es realmente el juego en el Mateo Flores?
El Estadio Nacional Doroteo Guamuch Flores para todos, el Mateo Flores, no es simplemente un lugar donde se juega fútbol. Es un símbolo que concentra historia, alegrías, tragedias y frustraciones. Allí se han escuchado tanto los gritos de GOL como el silencio de la derrota. Allí se refleja lo que somos como país: somos guatemaltecos, capaces de ilusionarnos con una pelota, pero también un país marcado por la improvisación y la desconfianza en el sector público. Hoy, con la remodelación de las instalaciones y la gramilla por Q. 32.4 millones, el estadio se vuelve a colocar en el centro del debate sobre infraestructura y transparencia.
El proyecto promete remodelación de las instalaciones e instalar un césped híbrido de Turquía, 95 % natural y 5 % sintético. Pero ya hay dudas: ingenieros advirtieron que no existen estudios técnicos completos sobre drenajes y riego, que la superficie podría no resistir disciplinas como el lanzamiento de jabalina y que, además, no cuenta con certificación FIFA. ¿Se imaginan gastar millones en una gramilla que no cumple estándares internacionales? ¿Vale la pena arriesgar la confianza de los guatemaltecos para inaugurar con prisa un proyecto que podría fracasar en poco tiempo?
El Mateo Flores no puede desligarse de su herida más profunda: la avalancha del 16 de octubre de 1996. Ochenta y tres personas murieron y más de 200 resultaron heridas porque se vendieron boletos falsos, se sobrevendió el estadio y no hubo controles suficientes. La negligencia del sector público y privado se combinó con la indiferencia, y el resultado fue luto nacional. Esa memoria nos obliga a exigir que cada decisión sobre el estadio se haga con compromiso y responsabilidad. No podemos permitirnos repetir el error de improvisar con algo que toca directamente la vida de miles de guatemaltecos.
Guatemala necesita infraestructura deportiva digna y moderna, pero sobre todo necesita instituciones capaces de planificar y rendir cuentas. Los proyectos mal diseñados son caros parches que pronto terminan en abandono y todos los guatemaltecos, lo sabemos. Por eso, en lugar de emoción, lo que predomina frente a la remodelación es la sospecha: ¿Quién gana realmente con esta inversión? ¿El deporte, los guatemaltecos, el gobierno o algunos pocos proveedores?
Pero sería injusto quedarnos solo en el escepticismo, el Mateo Flores también encierra una oportunidad. Con una remodelación integral, planificada y transparente, podría volver a ser sede de competiciones internacionales, atraer turismo deportivo, convertirse en semillero de atletas y símbolo de orgullo nacional. Podría demostrar que sí es posible hacer bien las cosas en lo público. El problema es que hasta hoy, lo normal ha sido lo contrario: proyectos inconclusos, sobrecostos y promesas rotas.
El reto está claro: el Mateo Flores merece más que un cambio de césped, merece un plan a largo plazo, auditoría permanente y un compromiso real del Gobierno. Porque el deporte no es un lujo, es salud, identidad y una herramienta para construir talento. Tratarlo como espectáculo político pasajero es desperdiciar su potencial.
La memoria de 1996 sigue presente, cada ladrillo, cada boleto y cada metro de césped deberían recordarnos que el precio de la improvisación puede ser altísimo. Invertir con opacidad sería una traición a quienes perdieron la vida aquel día. Hacerlo bien sería un homenaje.
El Mateo Flores refleja lo que somos, pero también lo que podríamos ser. Está en nuestras manos decidir si seguirá siendo un monumento a la frustración o un símbolo de transformación. La pelota está en la cancha de quienes gobiernan, pero también en la de una ciudadanía que no puede seguir indiferente. Esta vez, el partido lo tiene que ganar Guatemala.