Por las complicadas circunstancias en que se dio su relación, esta estaba condenada a terminar. Ambos decidieron separarse sentimentalmente de forma amistosa y luego la guerra terminó por separarlos físicamente, pues él se fue a Grecia y ella a Nueva York, aunque mantuvieron la amistad hasta la muerte de ella en California en 1977. Todavía publicaron dos volúmenes de sus cartas, uno conteniendo solo las de él dirigidas a ella y posteriormente las cartas en doble vía, publicadas en español por la editorial Siruela.
Soy asiduo lector de Henry Miller desde hace muchos años, desde el momento que, en la Librería Cervantes, el recordado librero don Víctor, me recomendó leer «Trópico de Cáncer» y «Trópico de Capricornio», entonces publicados por la editorial Bruguera en unos tomos delgados con unas portadas altamente sugestivas y papel de calidad cuestionable, traducidos de forma impecable por Carlos Manzano. Luego, en mis años de estudiante, tuve la fortuna de que otros lectores de Miller coincidieron conmigo en los corredores de la universidad y gracias a esas lecturas estrechamos lazos y forjaron una amistad entrañable que perdura hasta el sol de hoy.
De tanto en tanto regreso a sus libros, especialmente al que más me gusta: «El coloso de Marusi», en el que narra su viaje a Grecia, invitado por su amigo Lawrence Durrell. Recientemente, un buen amigo me envió desde México «Cartas selectas. Henry Miller y James Laughlin», quien me devolvió el placer de regresar a la prosa de Miller y provocar este espacio literario. También lo provocó el hallazgo, en uno de los libros de Miller que poseo, una hoja impresa sin ninguna referencia de su origen (lamentablemente), de la carta de despedida que Miller le escribió a Anais, y que para deleite de los amantes de la lectura les reproduzco un fragmento a continuación, el trozo final, el que es a mi juicio el más hermoso:
«(…) Anais, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del hombre y de la mujer un hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra historia, nuestras circunstancias; con aquello que se desbordaba por las paredes, el ruido de la calle y la explosión de tu mirada inquieta de ojos delineados en negro; con la sinceridad de tu cuerpo frágil y tu secreto agresivo e insaciable. El recuerdo puede ser cruel cuando estás volando febrilmente a tu próximo destino, a otros brazos que te reciban expectantes y hambrientos. El recuerdo de tu diario rojo que tirabas en la humedad de la cama entre tus labios entreabiertos y mis ganas de desearte. Te deseo. Te deseo con la desesperación y el anhelo de lo imposible y ya te has ido y tal vez, en un sueño imaginativo y romántico, leerás estas palabras una y otra vez, en medio de mi ciudad con la gente paseando en medio de las calles y la sorpresa en tus ojos y la gran dama con el fuego en la mano derecha.
Mi querida Anais, ma petitte, ma Jolie, infanta inquieta de sal nocturna. Te extraño cuando huyes de madrugada y te extraño cuando camino y me tomo un café en la calle; te extraño casi a todas horas: cuando escribo, cuando te pienso, cuando escucho las campanas que me anuncian que ya son las tres, cuando me acuerdo de las horas interminables entre humo y whisky, cuando tengo una comida que dura toda la tarde, también cuando me despido de ti cada día a la misma hora, cuando como en aquel lugar donde nos dio el aire y cuando escucho la radio. Adiós Anais, adiós. Ya nos encontraremos en otras vidas y en otras vidas podré poseerte y quedarme contigo para siempre. Ya te veré en medio de la nieve y entre libros y vino. Adiós. Henry».
Feliz fin de semana para todos.
De la librera: Anais y Henry (II)
Por las complicadas circunstancias en que se dio su relación, esta estaba condenada a terminar. Ambos decidieron separarse sentimentalmente de forma amistosa y luego la guerra terminó por separarlos físicamente, pues él se fue a Grecia y ella a Nueva York, aunque mantuvieron la amistad hasta la muerte de ella en California en 1977. Todavía publicaron dos volúmenes de sus cartas, uno conteniendo solo las de él dirigidas a ella y posteriormente las cartas en doble vía, publicadas en español por la editorial Siruela.
Soy asiduo lector de Henry Miller desde hace muchos años, desde el momento que, en la Librería Cervantes, el recordado librero don Víctor, me recomendó leer «Trópico de Cáncer» y «Trópico de Capricornio», entonces publicados por la editorial Bruguera en unos tomos delgados con unas portadas altamente sugestivas y papel de calidad cuestionable, traducidos de forma impecable por Carlos Manzano. Luego, en mis años de estudiante, tuve la fortuna de que otros lectores de Miller coincidieron conmigo en los corredores de la universidad y gracias a esas lecturas estrechamos lazos y forjaron una amistad entrañable que perdura hasta el sol de hoy.
De tanto en tanto regreso a sus libros, especialmente al que más me gusta: «El coloso de Marusi», en el que narra su viaje a Grecia, invitado por su amigo Lawrence Durrell. Recientemente, un buen amigo me envió desde México «Cartas selectas. Henry Miller y James Laughlin», quien me devolvió el placer de regresar a la prosa de Miller y provocar este espacio literario. También lo provocó el hallazgo, en uno de los libros de Miller que poseo, una hoja impresa sin ninguna referencia de su origen (lamentablemente), de la carta de despedida que Miller le escribió a Anais, y que para deleite de los amantes de la lectura les reproduzco un fragmento a continuación, el trozo final, el que es a mi juicio el más hermoso:
«(…) Anais, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del hombre y de la mujer un hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra historia, nuestras circunstancias; con aquello que se desbordaba por las paredes, el ruido de la calle y la explosión de tu mirada inquieta de ojos delineados en negro; con la sinceridad de tu cuerpo frágil y tu secreto agresivo e insaciable. El recuerdo puede ser cruel cuando estás volando febrilmente a tu próximo destino, a otros brazos que te reciban expectantes y hambrientos. El recuerdo de tu diario rojo que tirabas en la humedad de la cama entre tus labios entreabiertos y mis ganas de desearte. Te deseo. Te deseo con la desesperación y el anhelo de lo imposible y ya te has ido y tal vez, en un sueño imaginativo y romántico, leerás estas palabras una y otra vez, en medio de mi ciudad con la gente paseando en medio de las calles y la sorpresa en tus ojos y la gran dama con el fuego en la mano derecha.
Mi querida Anais, ma petitte, ma Jolie, infanta inquieta de sal nocturna. Te extraño cuando huyes de madrugada y te extraño cuando camino y me tomo un café en la calle; te extraño casi a todas horas: cuando escribo, cuando te pienso, cuando escucho las campanas que me anuncian que ya son las tres, cuando me acuerdo de las horas interminables entre humo y whisky, cuando tengo una comida que dura toda la tarde, también cuando me despido de ti cada día a la misma hora, cuando como en aquel lugar donde nos dio el aire y cuando escucho la radio. Adiós Anais, adiós. Ya nos encontraremos en otras vidas y en otras vidas podré poseerte y quedarme contigo para siempre. Ya te veré en medio de la nieve y entre libros y vino. Adiós. Henry».
Feliz fin de semana para todos.