En Guatemala, el costo del gobierno excede con creces los números reflejados en el presupuesto más alto de nuestra historia. No se trata únicamente de los impuestos que pagamos, sino de las oportunidades que como país perdemos, los sueños que deben postergar los emprendedores y las libertades deterioradas por un Estado que, en su afán de crecer y de controlarlo todo, termina asfixiando a quienes lo sostienen con su esfuerzo productivo. Como bien afirmó Ayn Rand: “El hombre que no valora su propia libertad no merece estar libre”. Desvalorizamos la libertdad cuando permitimos que el estatismo avance sin freno y sin límites, la libertad se desvanece bajo el peso de una burocracia desmedida y una certeza jurídica cada vez más frágil, socavada por los abusos en los criterios de ventanilla, el exceso de regulaciones y la proliferación de plazas ocupadas por funcionarios carentes de los conocimientos básicos para desempeñar sus cargos apropiadamente.
El estatismo en Guatemala se materializa cuando en el Congreso nacen propuestas legislativas que, lejos de impulsar el desarrollo, lo sabotean. En el Congreso se gestan regulaciones que imponen requisitos excesivos, como licencias, permisos ambientales innecesariamente complejos y normativas inflexibles, que encarecen el costo de hacer negocios y a su vez el costo de vida. Guatemala ya ocupa un lugar rezagado en la región en competitividad, y estas políticas solo agravan el panorama. Cada proceso o requisito que se crea, representa una barrera más para el emprendedor que desea abrir un negocio, para el inversionista que evalúa el país como destino y para el ciudadano común que lucha por buscar un ingreso adicional. Este entorno hostil no solo desalienta la inversión extranjera, sino que frena el crecimiento de las empresas locales, condenando la futura prosperidad de nuestra nación.
Milton Friedman, defensor incansable de la libertad económica, lo expresó con claridad: “Un gobierno grande solo sirve para limitar la libertad de los individuos y perpetuar la ineficiencia”. En Guatemala, la burocracia no solo eleva los costos operativos, sino que crea un caldo de cultivo para la corrupción. Está aunada a las extorsiones, que golpean a pequeños comerciantes y grandes empresarios por igual, son un síntoma de un Estado que, obsesionado con regular cada detalle de la vida de sus ciudadanos para justificar cobros e imponer sanciones, ha perdido la capacidad de garantizar lo fundamental, la seguridad. En contraste, mientras el gobierno crece en trámites y controles, el crimen organizado se acomoda y fortalece, convirtiendo a Guatemala en un lugar cada vez más inseguro para vivir y trabajar, impensable para invertir.
El costo del gobierno no se mide solo en dinero, sino en las oportunidades que este nos roba. Cada día que toleramos un Estado hipertrofiado, una burocracia ineficiente y un entorno de inseguridad, comprometemos el porvenir de Guatemala.
El clientelismo, disfrazado de gasto social, es otro lastre que nos condena al estancamiento. Los programas asistencialistas, diseñados para comprar lealtades políticas que para resolver problemas estructurales, no son la solución. Simplemente, prácticas de la vieja política. Como Friedman advertía, “no hay almuerzo gratis”. Cada quetzal gastado en políticas populistas es un quetzal que no se invierte en seguridad, infraestructura, educación o en fortalecer el Estado de derecho. Estos programas, lejos de beneficiar a los guatemaltecos, perpetúan un ciclo de dependencia que nos aleja de una verdadera agenda común de progreso.
Entonces, ¿cómo avanzamos? La respuesta no está en discursos populistas, en elegir al menos peor, ni en más castigos más fuertes para los enemigos. Necesitamos un gobierno que se reduzca a su función esencial, proteger los derechos individuales, simplificar los procesos burocráticos, garantizar un marco jurídico claro y eficiente para generar un clima de negocios favorable. Solo así podremos atraer inversión, generar empleo y ahorro para construir un futuro donde el esfuerzo individual sea el motor del desarrollo de nuestro país.
El costo del gobierno no se mide solo en dinero, sino en las oportunidades que este nos roba. Cada día que toleramos un Estado hipertrofiado, una burocracia ineficiente y un entorno de inseguridad, comprometemos el porvenir de Guatemala. Es hora de detener a los gobiernos que nos asfixian y proponer a los futuros actores políticos un verdadero gobierno que nos permita prosperar como individuos. La libertad, como siempre, es el camino.
En Guatemala, el costo del gobierno excede con creces los números reflejados en el presupuesto más alto de nuestra historia. No se trata únicamente de los impuestos que pagamos, sino de las oportunidades que como país perdemos, los sueños que deben postergar los emprendedores y las libertades deterioradas por un Estado que, en su afán de crecer y de controlarlo todo, termina asfixiando a quienes lo sostienen con su esfuerzo productivo. Como bien afirmó Ayn Rand: “El hombre que no valora su propia libertad no merece estar libre”. Desvalorizamos la libertdad cuando permitimos que el estatismo avance sin freno y sin límites, la libertad se desvanece bajo el peso de una burocracia desmedida y una certeza jurídica cada vez más frágil, socavada por los abusos en los criterios de ventanilla, el exceso de regulaciones y la proliferación de plazas ocupadas por funcionarios carentes de los conocimientos básicos para desempeñar sus cargos apropiadamente.
El estatismo en Guatemala se materializa cuando en el Congreso nacen propuestas legislativas que, lejos de impulsar el desarrollo, lo sabotean. En el Congreso se gestan regulaciones que imponen requisitos excesivos, como licencias, permisos ambientales innecesariamente complejos y normativas inflexibles, que encarecen el costo de hacer negocios y a su vez el costo de vida. Guatemala ya ocupa un lugar rezagado en la región en competitividad, y estas políticas solo agravan el panorama. Cada proceso o requisito que se crea, representa una barrera más para el emprendedor que desea abrir un negocio, para el inversionista que evalúa el país como destino y para el ciudadano común que lucha por buscar un ingreso adicional. Este entorno hostil no solo desalienta la inversión extranjera, sino que frena el crecimiento de las empresas locales, condenando la futura prosperidad de nuestra nación.
Milton Friedman, defensor incansable de la libertad económica, lo expresó con claridad: “Un gobierno grande solo sirve para limitar la libertad de los individuos y perpetuar la ineficiencia”. En Guatemala, la burocracia no solo eleva los costos operativos, sino que crea un caldo de cultivo para la corrupción. Está aunada a las extorsiones, que golpean a pequeños comerciantes y grandes empresarios por igual, son un síntoma de un Estado que, obsesionado con regular cada detalle de la vida de sus ciudadanos para justificar cobros e imponer sanciones, ha perdido la capacidad de garantizar lo fundamental, la seguridad. En contraste, mientras el gobierno crece en trámites y controles, el crimen organizado se acomoda y fortalece, convirtiendo a Guatemala en un lugar cada vez más inseguro para vivir y trabajar, impensable para invertir.
El costo del gobierno no se mide solo en dinero, sino en las oportunidades que este nos roba. Cada día que toleramos un Estado hipertrofiado, una burocracia ineficiente y un entorno de inseguridad, comprometemos el porvenir de Guatemala.
El clientelismo, disfrazado de gasto social, es otro lastre que nos condena al estancamiento. Los programas asistencialistas, diseñados para comprar lealtades políticas que para resolver problemas estructurales, no son la solución. Simplemente, prácticas de la vieja política. Como Friedman advertía, “no hay almuerzo gratis”. Cada quetzal gastado en políticas populistas es un quetzal que no se invierte en seguridad, infraestructura, educación o en fortalecer el Estado de derecho. Estos programas, lejos de beneficiar a los guatemaltecos, perpetúan un ciclo de dependencia que nos aleja de una verdadera agenda común de progreso.
Entonces, ¿cómo avanzamos? La respuesta no está en discursos populistas, en elegir al menos peor, ni en más castigos más fuertes para los enemigos. Necesitamos un gobierno que se reduzca a su función esencial, proteger los derechos individuales, simplificar los procesos burocráticos, garantizar un marco jurídico claro y eficiente para generar un clima de negocios favorable. Solo así podremos atraer inversión, generar empleo y ahorro para construir un futuro donde el esfuerzo individual sea el motor del desarrollo de nuestro país.
El costo del gobierno no se mide solo en dinero, sino en las oportunidades que este nos roba. Cada día que toleramos un Estado hipertrofiado, una burocracia ineficiente y un entorno de inseguridad, comprometemos el porvenir de Guatemala. Es hora de detener a los gobiernos que nos asfixian y proponer a los futuros actores políticos un verdadero gobierno que nos permita prosperar como individuos. La libertad, como siempre, es el camino.