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Cuando el crimen se vuelve ley: Por qué la corrupción está hundiendo al mundo

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Dr. Ramiro Bolaños |
14 de julio, 2025

¿Puede un gobierno legalizar el saqueo? ¿Puede un sistema disfrazar el robo como política pública? La corrupción ya no actúa en las sombras: ahora se sienta en la cabecera del poder. En muchos países ha sido sostenida por gobiernos de izquierda que, bajo promesas de justicia social, salud gratuita y subsidios para todos, han hecho crecer el Estado y, con él, las bolsas de corrupción. Lo más revelador es que ya no se trata solo de sospechas ni de escándalos mediáticos: varios de estos gobiernos han terminado directamente en los tribunales o en la cárcel. Cristina Fernández de Kirchner ha sido condenada en juicio por corrupción. En España, el caso Koldo ha salpicado al entorno del presidente Pedro Sánchez, y su partido ha quedado atrapado en una cadena de escándalos que ya ha llevado a prisión a altos cargos del Partido Socialista Español. La política del privilegio se ha vuelto institucional. La impunidad, parte del plan.

El deterioro no es exclusivo de América Latina. En Europa, las alertas de Bruselas sobre el alto riesgo de corrupción en España coinciden con el avance judicial contra el socialismo andaluz por el desvío de fondos públicos. En Estados Unidos, los DOGE files revelados por Elon Musk han sacado a la luz miles de millones de dólares mal utilizados en subsidios duplicados, ONG fantasma y programas sociales sin fiscalización real. Lo más alarmante es que todo esto ha sido posible por la expansión masiva del gasto público promovido por el gobierno demócrata, bajo el argumento de la equidad y la reconstrucción social. Pero en la práctica, ese crecimiento del aparato estatal ha creado un ecosistema de corrupción estructural, protegido por burocracias inamovibles y redes de lealtades internas. Y en el continente latinoamericano, Nicaragua, Venezuela, México y Colombia han convertido el discurso igualitario en coartada perfecta para concentrar poder, perseguir opositores y blindar redes clientelares. El relato de la justicia social ha sido secuestrado para esconder una estructura de saqueo. Cuando el robo se legaliza, la corrupción deja de parecer un delito. Y lo que es peor, deja de parecer extraño.

En Guatemala, la tragedia ha venido desde otro ángulo. No ha sido la izquierda populista la que se ha adueñado del Estado, sino un mercantilismo clientelar, mal llamado de derecha, que en lugar de abrir los mercados y desregular la economía, ha capturado las instituciones para ponerlas al servicio de redes políticas, contratos amañados y favores personales. La corrupción no se concentra en los grandes grupos empresariales, muchos de los cuales han optado por invertir fuera del país ante el deterioro institucional. Ha favorecido a empresas sin trayectoria, cercanas al poder de turno, que crecen gracias a contratos sin competencia ni capacidad comprobada. Desde municipalidades hasta juzgados y ministerios, el aparato estatal ha sido infiltrado por relaciones clientelares que premian la lealtad política por encima del mérito o la solvencia técnica. El resultado es un Estado que ya no actúa como árbitro neutral, sino como agencia de beneficios políticos, donde el privilegio reemplaza al principio y la cercanía vale más que la competencia. En Guatemala, el crimen no necesita violencia ni estridencia: lleva décadas perfeccionando su disfraz institucional. Lo que hay es una red estable de contratos inflados, obras abandonadas, justicia capturada y corrupción normalizada como regla de gestión pública.

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En la última década, Guatemala ha perdido nueve puntos en el Índice de Percepción de la Corrupción, lo cual nos coloca entre los 35 países más corruptos del mundo. Paralelamente, en ese período, el ingreso por persona ha crecido apenas un 0.6 % anual, mientras las autoridades celebran un 3.5 % de crecimiento de la economía. Pero los datos no engañan: la riqueza no está llegando a la gente. Mientras países como Polonia, Irlanda o Georgia han reformado sus instituciones y modernizado su economía, Guatemala ha preferido preservar su sistema, y con él, el estancamiento como destino nacional. La corrupción frena la inversión. La falta de inversión impide la generación de empleos formales. Y sin empleo formal, el 77 % de la economía permanece atrapada en la informalidad, sin protección, sin estabilidad y sin futuro. El resultado no es solo económico: es existencial. Hoy, uno de cada seis guatemaltecos vive fuera del país. Se han ido los más desesperados, pero también los más valientes. El talento guatemalteco triunfa en Estados Unidos no solo como chefs o académicos, sino como conductores de tráileres, emprendedores, enfermeros y programadores. Y lo más trágico es que muchos de ellos no se fueron porque quisieron, sino porque aquí no se les permitió construir una vida con dignidad. Esta es la factura invisible de la corrupción: no solo roba dinero, roba país.

Para entender por qué Guatemala no avanza, no basta con denunciar los síntomas: hay que mirar la estructura que los produce. Esa es la tesis central del libro La corrupción bajo una nueva lupa (2024), de Carroll Ríos, David Casasola y José Gálvez. Su punto de partida es contundente: la corrupción no es un accidente ético ni una desviación individual, sino el resultado predecible de un sistema mal diseñado. Según la teoría de la elección pública, los actores políticos, como cualquier ser humano, responden a incentivos. Si las reglas premian el amiguismo, el clientelismo y el soborno, eso es lo que obtendremos. A ello suman el dilema del agente y el principal, la búsqueda de rentas y la captura regulatoria, que describen cómo los mecanismos públicos se deforman para servir intereses privados. Pero advierten que, sin una cultura de virtud cívica, donde se valore la integridad, incluso cuando lo incorrecto es legal, ningún sistema resiste. La corrupción no aparece cuando la pobreza llega, sino que es ella quien la produce. Donde el crimen se institucionaliza, primero muere la ley, luego la economía. Ese es el orden natural de la decadencia. El problema no es una manzana podrida: es el barril entero. Y si no cambiamos el barril, las manzanas seguirán pudriéndose.

¿Por qué no estalla una rebelión moral cada vez que se roban una carretera, una licitación o un ministerio? Parte de la respuesta está en nuestra cultura. Según el modelo de Hofstede, Guatemala es el tercer país del mundo en distancia al poder, el primero en colectivismo y uno de los más adversos a la incertidumbre. Obediencia ciega, lealtad grupal y miedo al cambio: una combinación letal que hace que el clientelismo no solo se tolere, sino que se perciba como inevitable. En este terreno fértil, la corrupción no necesita imponerse: se reproduce sola. No se premia al más capaz, sino al más cercano al poder. Y en este país, la influencia rara vez proviene del mérito o la competencia: suele residir en operadores políticos, familiares o allegados de quienes gobiernan.

Pero no se trata solo de cambiar rostros. Hay que rediseñar el sistema. La solución no es más control sobre el Estado, sino menos poder discrecional en manos de burócratas. Menos permisos, más libertad. Menos contactos, más competencia. Menos excepciones, más reglas claras. Digitalizar procesos, eliminar intermediarios y castigar con rigor el abuso. Pero eso no bastará sin un cambio cultural. Si los votantes siguen premiando a quien reparte bolsas, si las universidades siguen formando burócratas obedientes en lugar de ciudadanos libres, y si el sistema sigue excluyendo a quienes quieren competir con transparencia, la república nunca se levantará. El crimen ya no se esconde: firma convenios, infiltra instituciones, distorsiona prioridades. Guatemala no está condenada, pero sí atrapada.

Lo que hemos demostrado en estas líneas no es una sospecha: es un diagnóstico. La pregunta ahora es ¿por dónde empezamos? ¿Y quién lo promueve? La respuesta está en cada acto y cada decisión de cada uno de nosotros. Cuando le pregunten si quiere factura, recuerde: es su deber y su responsabilidad. Y si este gobierno quiere combatir la corrupción, que empiece por transformar el sistema de contrataciones del Estado: ahí está el corazón del delito. Tolerar que uno de cada cinco funcionarios no se presente a trabajar o que miles sean contratados como asesores temporales sin control también es corrupción. Los renglones 029 no deben ser excusa para evadir la transparencia.

Cuando el crimen se vuelve ley: Por qué la corrupción está hundiendo al mundo

Dr. Ramiro Bolaños |
14 de julio, 2025
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¿Puede un gobierno legalizar el saqueo? ¿Puede un sistema disfrazar el robo como política pública? La corrupción ya no actúa en las sombras: ahora se sienta en la cabecera del poder. En muchos países ha sido sostenida por gobiernos de izquierda que, bajo promesas de justicia social, salud gratuita y subsidios para todos, han hecho crecer el Estado y, con él, las bolsas de corrupción. Lo más revelador es que ya no se trata solo de sospechas ni de escándalos mediáticos: varios de estos gobiernos han terminado directamente en los tribunales o en la cárcel. Cristina Fernández de Kirchner ha sido condenada en juicio por corrupción. En España, el caso Koldo ha salpicado al entorno del presidente Pedro Sánchez, y su partido ha quedado atrapado en una cadena de escándalos que ya ha llevado a prisión a altos cargos del Partido Socialista Español. La política del privilegio se ha vuelto institucional. La impunidad, parte del plan.

El deterioro no es exclusivo de América Latina. En Europa, las alertas de Bruselas sobre el alto riesgo de corrupción en España coinciden con el avance judicial contra el socialismo andaluz por el desvío de fondos públicos. En Estados Unidos, los DOGE files revelados por Elon Musk han sacado a la luz miles de millones de dólares mal utilizados en subsidios duplicados, ONG fantasma y programas sociales sin fiscalización real. Lo más alarmante es que todo esto ha sido posible por la expansión masiva del gasto público promovido por el gobierno demócrata, bajo el argumento de la equidad y la reconstrucción social. Pero en la práctica, ese crecimiento del aparato estatal ha creado un ecosistema de corrupción estructural, protegido por burocracias inamovibles y redes de lealtades internas. Y en el continente latinoamericano, Nicaragua, Venezuela, México y Colombia han convertido el discurso igualitario en coartada perfecta para concentrar poder, perseguir opositores y blindar redes clientelares. El relato de la justicia social ha sido secuestrado para esconder una estructura de saqueo. Cuando el robo se legaliza, la corrupción deja de parecer un delito. Y lo que es peor, deja de parecer extraño.

En Guatemala, la tragedia ha venido desde otro ángulo. No ha sido la izquierda populista la que se ha adueñado del Estado, sino un mercantilismo clientelar, mal llamado de derecha, que en lugar de abrir los mercados y desregular la economía, ha capturado las instituciones para ponerlas al servicio de redes políticas, contratos amañados y favores personales. La corrupción no se concentra en los grandes grupos empresariales, muchos de los cuales han optado por invertir fuera del país ante el deterioro institucional. Ha favorecido a empresas sin trayectoria, cercanas al poder de turno, que crecen gracias a contratos sin competencia ni capacidad comprobada. Desde municipalidades hasta juzgados y ministerios, el aparato estatal ha sido infiltrado por relaciones clientelares que premian la lealtad política por encima del mérito o la solvencia técnica. El resultado es un Estado que ya no actúa como árbitro neutral, sino como agencia de beneficios políticos, donde el privilegio reemplaza al principio y la cercanía vale más que la competencia. En Guatemala, el crimen no necesita violencia ni estridencia: lleva décadas perfeccionando su disfraz institucional. Lo que hay es una red estable de contratos inflados, obras abandonadas, justicia capturada y corrupción normalizada como regla de gestión pública.

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Para entender por qué Guatemala no avanza, no basta con denunciar los síntomas: hay que mirar la estructura que los produce. Esa es la tesis central del libro La corrupción bajo una nueva lupa (2024), de Carroll Ríos, David Casasola y José Gálvez. Su punto de partida es contundente: la corrupción no es un accidente ético ni una desviación individual, sino el resultado predecible de un sistema mal diseñado. Según la teoría de la elección pública, los actores políticos, como cualquier ser humano, responden a incentivos. Si las reglas premian el amiguismo, el clientelismo y el soborno, eso es lo que obtendremos. A ello suman el dilema del agente y el principal, la búsqueda de rentas y la captura regulatoria, que describen cómo los mecanismos públicos se deforman para servir intereses privados. Pero advierten que, sin una cultura de virtud cívica, donde se valore la integridad, incluso cuando lo incorrecto es legal, ningún sistema resiste. La corrupción no aparece cuando la pobreza llega, sino que es ella quien la produce. Donde el crimen se institucionaliza, primero muere la ley, luego la economía. Ese es el orden natural de la decadencia. El problema no es una manzana podrida: es el barril entero. Y si no cambiamos el barril, las manzanas seguirán pudriéndose.

¿Por qué no estalla una rebelión moral cada vez que se roban una carretera, una licitación o un ministerio? Parte de la respuesta está en nuestra cultura. Según el modelo de Hofstede, Guatemala es el tercer país del mundo en distancia al poder, el primero en colectivismo y uno de los más adversos a la incertidumbre. Obediencia ciega, lealtad grupal y miedo al cambio: una combinación letal que hace que el clientelismo no solo se tolere, sino que se perciba como inevitable. En este terreno fértil, la corrupción no necesita imponerse: se reproduce sola. No se premia al más capaz, sino al más cercano al poder. Y en este país, la influencia rara vez proviene del mérito o la competencia: suele residir en operadores políticos, familiares o allegados de quienes gobiernan.

Pero no se trata solo de cambiar rostros. Hay que rediseñar el sistema. La solución no es más control sobre el Estado, sino menos poder discrecional en manos de burócratas. Menos permisos, más libertad. Menos contactos, más competencia. Menos excepciones, más reglas claras. Digitalizar procesos, eliminar intermediarios y castigar con rigor el abuso. Pero eso no bastará sin un cambio cultural. Si los votantes siguen premiando a quien reparte bolsas, si las universidades siguen formando burócratas obedientes en lugar de ciudadanos libres, y si el sistema sigue excluyendo a quienes quieren competir con transparencia, la república nunca se levantará. El crimen ya no se esconde: firma convenios, infiltra instituciones, distorsiona prioridades. Guatemala no está condenada, pero sí atrapada.

Lo que hemos demostrado en estas líneas no es una sospecha: es un diagnóstico. La pregunta ahora es ¿por dónde empezamos? ¿Y quién lo promueve? La respuesta está en cada acto y cada decisión de cada uno de nosotros. Cuando le pregunten si quiere factura, recuerde: es su deber y su responsabilidad. Y si este gobierno quiere combatir la corrupción, que empiece por transformar el sistema de contrataciones del Estado: ahí está el corazón del delito. Tolerar que uno de cada cinco funcionarios no se presente a trabajar o que miles sean contratados como asesores temporales sin control también es corrupción. Los renglones 029 no deben ser excusa para evadir la transparencia.

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