Corazones rotos, delfines y otros amores
Parece que el camino es mantener la ilusión cerca del corazón, pero no utilizarla para interpretar la realidad.
Mi madre siempre bromea con la existencia de una especie de ceguera selectiva al momento de enamorarse. Unos lentes, casi caleidoscópicos, se forman para ocultar ciertas cosas que no deseamos ver en un inicio. Así pues, una vez instalados, su presencia es una constante hasta el momento en que se rompan con la realidad. El problema viene a ser cuando, a pesar de las constantes señales del mundo, una persona se rehúsa a ver las fracturas obvias de la imagen que tiene al frente. Justamente ese es el inconveniente al que se enfrentan aquellos que caen en las manos del boto.
Ojos que no ven
En el calor de la selva del Amazonas, las luces que decoran las casas se comienzan a encender. El murmullo de los animales se pierde entre las risas de los invitados que se acercan siguiendo el llamado del baile y la comida. La noche hace su entrada y, entre los invitados, hay un joven que se distingue claramente. Su rostro es tan hermoso que no parece natural, su risa es tan sonora que es una canción y su mirada es tan pícara que con facilidad te pierdes. Sin embargo, no es solo su atractivo físico lo que lo distingue de los otros presentes, sino que él está vestido de pies a cabeza de blanco. Así, en una esquina, sonríe mientras se arregla el sombrero.
Cuando la luna está en el cielo, el joven hace su primer movimiento. Él se acerca a la muchacha que considera más hermosa y la invita a bailar. Y ese baile de cortejo se vuelve una constante en las próximas noches. Al atardecer, la nueva pareja se encontrará: el hombre utilizará las más dulces palabras que pueda pensar y ella las absorberá como si la alimentaran.
Guy de Maupassant plantea que a veces se llora con la misma miseria por una ilusión rota que por una muerte. Ahora bien, la solución no es la eliminación de las ilusiones, sino saber lidiar con ellas.
Los amigos de la muchacha le preguntan por qué el hombre nunca se quita el sombrero. La madre de la chica sospecha e indica que el extraño llega solo cuando se ha marchado el sol. El padre quiere conocer al que robó el corazón de su hija, pero este se esconde a la primera señal de que hay más personas presentes. Así, todo parece señalar a ese joven, pero nada logra sacar de su estupor a la muchacha.
Un día, simplemente, él no regresó. Tampoco lo hizo al siguiente, ni la noche después. Días se volvieron meses y luego años, pero nadie volvió a ver a ese hombre. Y cada instante se convirtió en llanto para la jovencita. Ella todavía creía en él, pero todos a su alrededor sabían la verdad. Ese hombre era un boto cor-de-rosa, un delfín rosado; puesto que ellos, durante la noche, se transforman en seres encantadores para robar el corazón de aquellos incautos que vean, pero que no quieran ver.
Corazón que no siente
Aunque nosotros no nos enfrentemos a delfines transformados en humanos, sí estamos en riesgo de caer en la constante de no querer ver la realidad. Y es que, posiblemente, se deba al dolor que viene de la mano de romper las ilusiones. Guy de Maupassant plantea que a veces se llora con la misma miseria por una ilusión rota que por una muerte. Ahora bien, la solución no es la eliminación de las ilusiones, sino saber lidiar con ellas. Esto se debe a que estas son parte de nosotros como humanos. Blaise Pascal, matemático y filósofo, plantea que «el hombre tiene ilusiones como el pájaro alas. Eso es lo que lo sostiene». Así pues, parece que el camino es mantener la ilusión cerca del corazón, pero no utilizarla para interpretar la realidad.
Corazones rotos, delfines y otros amores
Parece que el camino es mantener la ilusión cerca del corazón, pero no utilizarla para interpretar la realidad.
Mi madre siempre bromea con la existencia de una especie de ceguera selectiva al momento de enamorarse. Unos lentes, casi caleidoscópicos, se forman para ocultar ciertas cosas que no deseamos ver en un inicio. Así pues, una vez instalados, su presencia es una constante hasta el momento en que se rompan con la realidad. El problema viene a ser cuando, a pesar de las constantes señales del mundo, una persona se rehúsa a ver las fracturas obvias de la imagen que tiene al frente. Justamente ese es el inconveniente al que se enfrentan aquellos que caen en las manos del boto.
Ojos que no ven
En el calor de la selva del Amazonas, las luces que decoran las casas se comienzan a encender. El murmullo de los animales se pierde entre las risas de los invitados que se acercan siguiendo el llamado del baile y la comida. La noche hace su entrada y, entre los invitados, hay un joven que se distingue claramente. Su rostro es tan hermoso que no parece natural, su risa es tan sonora que es una canción y su mirada es tan pícara que con facilidad te pierdes. Sin embargo, no es solo su atractivo físico lo que lo distingue de los otros presentes, sino que él está vestido de pies a cabeza de blanco. Así, en una esquina, sonríe mientras se arregla el sombrero.
Cuando la luna está en el cielo, el joven hace su primer movimiento. Él se acerca a la muchacha que considera más hermosa y la invita a bailar. Y ese baile de cortejo se vuelve una constante en las próximas noches. Al atardecer, la nueva pareja se encontrará: el hombre utilizará las más dulces palabras que pueda pensar y ella las absorberá como si la alimentaran.
Guy de Maupassant plantea que a veces se llora con la misma miseria por una ilusión rota que por una muerte. Ahora bien, la solución no es la eliminación de las ilusiones, sino saber lidiar con ellas.
Los amigos de la muchacha le preguntan por qué el hombre nunca se quita el sombrero. La madre de la chica sospecha e indica que el extraño llega solo cuando se ha marchado el sol. El padre quiere conocer al que robó el corazón de su hija, pero este se esconde a la primera señal de que hay más personas presentes. Así, todo parece señalar a ese joven, pero nada logra sacar de su estupor a la muchacha.
Un día, simplemente, él no regresó. Tampoco lo hizo al siguiente, ni la noche después. Días se volvieron meses y luego años, pero nadie volvió a ver a ese hombre. Y cada instante se convirtió en llanto para la jovencita. Ella todavía creía en él, pero todos a su alrededor sabían la verdad. Ese hombre era un boto cor-de-rosa, un delfín rosado; puesto que ellos, durante la noche, se transforman en seres encantadores para robar el corazón de aquellos incautos que vean, pero que no quieran ver.
Corazón que no siente
Aunque nosotros no nos enfrentemos a delfines transformados en humanos, sí estamos en riesgo de caer en la constante de no querer ver la realidad. Y es que, posiblemente, se deba al dolor que viene de la mano de romper las ilusiones. Guy de Maupassant plantea que a veces se llora con la misma miseria por una ilusión rota que por una muerte. Ahora bien, la solución no es la eliminación de las ilusiones, sino saber lidiar con ellas. Esto se debe a que estas son parte de nosotros como humanos. Blaise Pascal, matemático y filósofo, plantea que «el hombre tiene ilusiones como el pájaro alas. Eso es lo que lo sostiene». Así pues, parece que el camino es mantener la ilusión cerca del corazón, pero no utilizarla para interpretar la realidad.