Guatemala cerrará 2025 con una historia dolorosa: por un lado, el país destinó más de Q15,000 millones al Ministerio de Salud, por el otro, siguen muriendo niños por desnutrición aguda, una condición completamente prevenible. El contraste es tan brutal como inexcusable, y no solo desnuda la fragilidad del sistema de salud, sino la incapacidad del gobierno para proteger a quienes no tienen voz: los niños menores de dos años, los que hoy mueren antes siquiera de tener la oportunidad de jugar.
El Sistema de Información Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional, reportó 51 fallecimientos por desnutrición aguda hasta el 29 de noviembre de este año, mientras otras 44 muertes permanecen en investigación. Sí, la cifra es menor a la registrada en 2024, pero no hay nada qué celebrar. La tragedia se ha extendido a 16 departamentos, cuatro más que el año pasado. En otras palabras: la mortalidad disminuyó, pero la crisis se expande territorialmente, penetrando regiones que antes no formaban parte de los mapas de emergencia nutricional.
El dato más perturbador quizá sea este: el 94 % de los niños fallecidos tenía menos de dos años. Se trata de bebés que murieron durante la etapa más crítica del desarrollo humano, cuando la nutrición adecuada define su futuro neurológico, inmunológico y cognitivo. Casi la mitad murió entre abril y junio, la llamada “Temporada de hambre estacional”, que cada año se convierte en una especie de ruleta rusa para las familias de escasos recursos. A estas alturas, ya no puede considerarse una sorpresa: es un patrón previsible, repetido y ampliamente documentado, lo que falla no es la información, sino la acción.
Los informes revelan un drama silencioso que ocurre lejos de los medios de comunicación y los discursos políticos. Treinta y nueve niños llegaron a hospitales, pero murieron por la gravedad de su condición, lo que evidencia diagnósticos tardíos, atención insuficiente y sistemas de alerta que no funcionan. Pero más estremecedor aún es saber que 12 niños murieron sin recibir atención médica. En un país que destina miles de millones a su sistema de salud, ¿Cómo puede ser posible que un bebé no fue atendido por un médico?
Guatemala enfrenta fallas estructurales profundas, n se trata únicamente de presupuestos, se trata de capacidades, gestión, rutas de atención, vigilancia, centros de salud cerrados o desabastecidos, personal insuficiente, y una burocracia que parece más diseñada para justificar informes que para salvar vidas.
El contraste entre la inversión pública y la persistencia de muertes por causas prevenibles es preocupante. No basta con aumentar los recursos si estos se diluyen en un sistema sin trazabilidad, sin metas medibles y sin responsables claros. ¿Dónde fallan los programas de vigilancia nutricional? ¿Por qué las alertas comunitarias no están salvando vidas? ¿Por qué seguimos dependiendo de brigadas temporales, donaciones o campañas de emergencia, en lugar de tener una red permanente de protección infantil?
La desnutrición no es un fenómeno aislado. Es un síntoma de un país fracturado donde la geografía determina quién vive y quién muere. Huehuetenango, Alta Verapaz y San Marcos concentran el 43 % de las muertes, regiones que viven en abandono estructural: caminos intransitables, centros de salud desabastecidos, pobreza crónica y falta de acceso a agua potable.
Guatemala no debería acostumbrarse a que nuestra niñez pierda la vida por hambre. No cuando tiene los recursos, los diagnósticos y las instituciones necesarias para evitarlo. La pregunta ya no es si se puede, es si existe la voluntad real de romper este ciclo. Porque mientras el país discute presupuestos, cifras y discursos, los niños siguen perdiendo la vida.
¿Cómo es posible que con un presupuesto elevado continúe la desnutrición?
Guatemala cerrará 2025 con una historia dolorosa: por un lado, el país destinó más de Q15,000 millones al Ministerio de Salud, por el otro, siguen muriendo niños por desnutrición aguda, una condición completamente prevenible. El contraste es tan brutal como inexcusable, y no solo desnuda la fragilidad del sistema de salud, sino la incapacidad del gobierno para proteger a quienes no tienen voz: los niños menores de dos años, los que hoy mueren antes siquiera de tener la oportunidad de jugar.
El Sistema de Información Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional, reportó 51 fallecimientos por desnutrición aguda hasta el 29 de noviembre de este año, mientras otras 44 muertes permanecen en investigación. Sí, la cifra es menor a la registrada en 2024, pero no hay nada qué celebrar. La tragedia se ha extendido a 16 departamentos, cuatro más que el año pasado. En otras palabras: la mortalidad disminuyó, pero la crisis se expande territorialmente, penetrando regiones que antes no formaban parte de los mapas de emergencia nutricional.
El dato más perturbador quizá sea este: el 94 % de los niños fallecidos tenía menos de dos años. Se trata de bebés que murieron durante la etapa más crítica del desarrollo humano, cuando la nutrición adecuada define su futuro neurológico, inmunológico y cognitivo. Casi la mitad murió entre abril y junio, la llamada “Temporada de hambre estacional”, que cada año se convierte en una especie de ruleta rusa para las familias de escasos recursos. A estas alturas, ya no puede considerarse una sorpresa: es un patrón previsible, repetido y ampliamente documentado, lo que falla no es la información, sino la acción.
Los informes revelan un drama silencioso que ocurre lejos de los medios de comunicación y los discursos políticos. Treinta y nueve niños llegaron a hospitales, pero murieron por la gravedad de su condición, lo que evidencia diagnósticos tardíos, atención insuficiente y sistemas de alerta que no funcionan. Pero más estremecedor aún es saber que 12 niños murieron sin recibir atención médica. En un país que destina miles de millones a su sistema de salud, ¿Cómo puede ser posible que un bebé no fue atendido por un médico?
Guatemala enfrenta fallas estructurales profundas, n se trata únicamente de presupuestos, se trata de capacidades, gestión, rutas de atención, vigilancia, centros de salud cerrados o desabastecidos, personal insuficiente, y una burocracia que parece más diseñada para justificar informes que para salvar vidas.
El contraste entre la inversión pública y la persistencia de muertes por causas prevenibles es preocupante. No basta con aumentar los recursos si estos se diluyen en un sistema sin trazabilidad, sin metas medibles y sin responsables claros. ¿Dónde fallan los programas de vigilancia nutricional? ¿Por qué las alertas comunitarias no están salvando vidas? ¿Por qué seguimos dependiendo de brigadas temporales, donaciones o campañas de emergencia, en lugar de tener una red permanente de protección infantil?
La desnutrición no es un fenómeno aislado. Es un síntoma de un país fracturado donde la geografía determina quién vive y quién muere. Huehuetenango, Alta Verapaz y San Marcos concentran el 43 % de las muertes, regiones que viven en abandono estructural: caminos intransitables, centros de salud desabastecidos, pobreza crónica y falta de acceso a agua potable.
Guatemala no debería acostumbrarse a que nuestra niñez pierda la vida por hambre. No cuando tiene los recursos, los diagnósticos y las instituciones necesarias para evitarlo. La pregunta ya no es si se puede, es si existe la voluntad real de romper este ciclo. Porque mientras el país discute presupuestos, cifras y discursos, los niños siguen perdiendo la vida.
EL TIPO DE CAMBIO DE HOY ES DE: