En marzo de 2001, bajo el régimen talibán, el mullah Mohammed Omar emitió una “fatwa” que ordenaba la destrucción de todas las representaciones “idólatras” en Afganistán, incluyendo las estatuas de Buda en Bamiyán. Esas estatuas fueron talladas directamente en la roca de acantilados de arenisca durante el siglo VI e. c. Eran dos colosos monumentales: el Buda mayor medía 55 metros de altura (equivalente a un edificio de 18 pisos), y el menor, 38 metros. Representaban al Buda en posición de pie, con vestimentas fluidas y detalles estilizados que fusionan influencias indias, persas y helenísticas —ejemplos sublimes del arte gandhara, donde el budismo se adaptó a contextos multiculturales.
Poco después de aquel acto de barbarie e irracionalidad escribí que “no podemos escapar al hecho de que las nuevas y las viejas formas de pensar conviven con nosotros. Por eso estamos obligados a revisarlas y a repensarlas. No vaya a ser que un día, sin darnos cuenta, despertemos como la raza que dinamita siglos de cultura, y no como la raza que construye estaciones espaciales”, esto porque el artículo sobre los budas estaba relacionado con la estación espacial Mir.
De aquello me acordé cuando leí que el gobierno socialista de España estaría contemplando la idea de “resignificar” el Valle de los Caídos (símbolo de la reconciliación después de la Guerra Civil); y la de remover de ese monumento La Piedad, las virtudes (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y los cuatro evangelistas a un costo de por lo menos 30 millones de euros. Luego de mucho alboroto, tanto el Ministerio de Vivienda como el arzobispado de Madrid afirmaron que aquella remoción no ocurrirá.
Me acordé de aquellos monumentos porque los monumentos no son meros objetos estéticos o arquitectónicos, sino artefactos vivos de la memoria colectiva, que encapsulan la historia, la identidad y las contradicciones de una sociedad en un momento dado. Su importancia radica en múltiples dimensiones: simbólica, política, educativa, social y, a menudo, conflictiva. Una vez alguien me dijo que los monumentos son “espejos rotos” de la sociedad porque revelan glorias, traumas y luchas por el control del relato histórico. Su importancia trasciende lo material porque moldean cómo nos vemos a nosotros mismos y al otro. En palabras de Walter Benjamin, son “ruinas en el presente” que nos invitan a confrontar el pasado para imaginar futuros mejores.
¿A qué vienen estas meditaciones? A que en octubre de 2021, con acompañamiento internacional y con la infaltable iconografía comunista, dos pequeños grupos de cafres vandalizaron los monumentos de Cristóbal Colón y de José María Reina Barrios, en la ciudad de Guatemala. La estatua de “Reinita” fue decapitada y su monumento ecuestre fue gravemente dañado; el hermoso monumento de Colón se salvó porque, aparentemente, había un panal de abejas cerca y los orcos tuvieron que retirarse. ¿Dónde estaban las autoridades? ¡Quién sabe! Del mismo modo en que quién sabe dónde están, ahora, las autoridades encargadas de su restauración. En julio de 2022, la hermosa estatua de Isabel la Católica, en el parque homónimo, fue objeto de vandalismo. La monarca precursora de los derechos humanos en el hemisferio también está abandonada, sin que autoridad alguna se ocupe de su restauración.
A ver… ¿a cuál de las burocracias que medran con los impuestos que toman de los tributarios le corresponde reparar a “don Chemita” y a “La Chabe”? ¿Es a la Municipalidad de Guatemala? ¿Es al Instituto de Antropología e Historia? ¿Cuál rama oscura de la burocracia chapina es responsable de la abulia con la que están siendo tratados aquellos monumentos? ¿Qué burócratas —relacionados con la conservación de los monumentos de la ciudad de Guatemala— cobran sus sueldos puntualmente y duermen con tranquilidad sin cumplir con sus responsabilidades? ¿Dónde tienen escondido a “Reinita” y por qué es que la Reina sigue destrozada? ¿Alguien sabe? ¿A alguien le importa? ¿En Tu Muni? ¿En el Ministerio de Cultura?
En marzo de 2001, bajo el régimen talibán, el mullah Mohammed Omar emitió una “fatwa” que ordenaba la destrucción de todas las representaciones “idólatras” en Afganistán, incluyendo las estatuas de Buda en Bamiyán. Esas estatuas fueron talladas directamente en la roca de acantilados de arenisca durante el siglo VI e. c. Eran dos colosos monumentales: el Buda mayor medía 55 metros de altura (equivalente a un edificio de 18 pisos), y el menor, 38 metros. Representaban al Buda en posición de pie, con vestimentas fluidas y detalles estilizados que fusionan influencias indias, persas y helenísticas —ejemplos sublimes del arte gandhara, donde el budismo se adaptó a contextos multiculturales.
Poco después de aquel acto de barbarie e irracionalidad escribí que “no podemos escapar al hecho de que las nuevas y las viejas formas de pensar conviven con nosotros. Por eso estamos obligados a revisarlas y a repensarlas. No vaya a ser que un día, sin darnos cuenta, despertemos como la raza que dinamita siglos de cultura, y no como la raza que construye estaciones espaciales”, esto porque el artículo sobre los budas estaba relacionado con la estación espacial Mir.
De aquello me acordé cuando leí que el gobierno socialista de España estaría contemplando la idea de “resignificar” el Valle de los Caídos (símbolo de la reconciliación después de la Guerra Civil); y la de remover de ese monumento La Piedad, las virtudes (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y los cuatro evangelistas a un costo de por lo menos 30 millones de euros. Luego de mucho alboroto, tanto el Ministerio de Vivienda como el arzobispado de Madrid afirmaron que aquella remoción no ocurrirá.
Me acordé de aquellos monumentos porque los monumentos no son meros objetos estéticos o arquitectónicos, sino artefactos vivos de la memoria colectiva, que encapsulan la historia, la identidad y las contradicciones de una sociedad en un momento dado. Su importancia radica en múltiples dimensiones: simbólica, política, educativa, social y, a menudo, conflictiva. Una vez alguien me dijo que los monumentos son “espejos rotos” de la sociedad porque revelan glorias, traumas y luchas por el control del relato histórico. Su importancia trasciende lo material porque moldean cómo nos vemos a nosotros mismos y al otro. En palabras de Walter Benjamin, son “ruinas en el presente” que nos invitan a confrontar el pasado para imaginar futuros mejores.
¿A qué vienen estas meditaciones? A que en octubre de 2021, con acompañamiento internacional y con la infaltable iconografía comunista, dos pequeños grupos de cafres vandalizaron los monumentos de Cristóbal Colón y de José María Reina Barrios, en la ciudad de Guatemala. La estatua de “Reinita” fue decapitada y su monumento ecuestre fue gravemente dañado; el hermoso monumento de Colón se salvó porque, aparentemente, había un panal de abejas cerca y los orcos tuvieron que retirarse. ¿Dónde estaban las autoridades? ¡Quién sabe! Del mismo modo en que quién sabe dónde están, ahora, las autoridades encargadas de su restauración. En julio de 2022, la hermosa estatua de Isabel la Católica, en el parque homónimo, fue objeto de vandalismo. La monarca precursora de los derechos humanos en el hemisferio también está abandonada, sin que autoridad alguna se ocupe de su restauración.
A ver… ¿a cuál de las burocracias que medran con los impuestos que toman de los tributarios le corresponde reparar a “don Chemita” y a “La Chabe”? ¿Es a la Municipalidad de Guatemala? ¿Es al Instituto de Antropología e Historia? ¿Cuál rama oscura de la burocracia chapina es responsable de la abulia con la que están siendo tratados aquellos monumentos? ¿Qué burócratas —relacionados con la conservación de los monumentos de la ciudad de Guatemala— cobran sus sueldos puntualmente y duermen con tranquilidad sin cumplir con sus responsabilidades? ¿Dónde tienen escondido a “Reinita” y por qué es que la Reina sigue destrozada? ¿Alguien sabe? ¿A alguien le importa? ¿En Tu Muni? ¿En el Ministerio de Cultura?
EL TIPO DE CAMBIO DE HOY ES DE: