La última jugada del régimen salvadoreño encabezado por el presidente, si todavía se le puede llamar de esta manera, Nayib Bukele, pone un sello definitivo a lo que se convertirá en la primera “dictadura cool” de la historia. Con un plumazo y unos cuantos votos, dudosamente representativos, el oficialismo y sus secuaces aprobaron una de las reformas constitucionales más controvertidas, dado que, con ella, no solo permitiría la reelección presidencial indefinida, sino que también abriría la puerta para que el país centroamericano continúe en estado de excepción, y por ende, vulnerable a violaciones de derechos humanos, ad infinitum.
Este caso no solo sienta un precedente para el resto de la región, sino que también revela el estado de fragilidad en la que se encuentra el sistema de gobierno democrático, lo cual podría poner en peligro todo el balance de poder en a nivel internacional.
La punta del iceberg
Más que una enfermedad, el fenómeno del bukelismo es el síntoma de un problema más grande vinculado al deterioro del sistema democrático.
La democracia basa su legitimidad en la estabilidad institucional, dado que, a diferencia de otras formas de ejercer el poder, esta vela por la búsqueda de consensos y la deliberación en plataformas compartidas. En otras palabras, la democracia depende de la confianza que los ciudadanos tengan en sus instituciones. Por ello, los altos niveles de desconfianza hacia las instituciones, que registran las estadísticas, en realidad son una alerta de que los ciudadanos apuestan cada vez más por un gobierno de hecho que de derecho; lo cual, en términos de gobernanza, se traduce en un gobierno basado en la coerción y no las leyes.
Más que espectadores, las democracias, una vez más, son cómplices y promotoras de una dictadura. Siguiendo el estilo nazi, el bukelismo ha nacido y se ha fortalecido en el sistema democrático.
Así pues, el gobierno de Bukele, que en principio se sostenía sobre un régimen prolongado de excepción y ahora cuenta con el respaldo cuasi legal, parece ser la cristalización de un sentimiento compartido entre los individuos más allá de las fronteras de El Salvador. Esto se debe a que, ante la inefectividad de la mayoría de los gobiernos, las personas se presentan cada vez más dispuestas a permitir el crecimiento del gobierno, tanto en tamaño, como en nivel de intervención, si esto significa mayores resultados en beneficio de la población. Por lo tanto, a grandes rasgos, lo que alguna vez fue la defensa en favor de un gobierno de leyes, ahora es la promoción de un gobierno basado en la fuerza.
En el caso de El Salvador, esto fue un intercambio de derechos y libertades por la seguridad. No obstante, como un trinquete, aunque en el largo plazo sí podía haber cambios parciales, la situación nunca volvería a su estado original. Como consecuencia, no debería de extrañar que, de manera gradual, y mediante procesos cuasi democráticos, el oficialismo salvadoreño cooptó todas las instituciones hasta alcanzar la reforma constitucional y perpetuarse en el poder.
Ahora bien, el mejor aliado en todo este proceso ha sido, aunque de manera paradójica, el resto de las democracias que conforman el sistema internacional. Las señales de abuso de poder eran claras y, aun así, gobiernos abiertamente democráticos y en defensa de los valores republicanos, particularmente Estados Unidos, no solo mantuvieron relaciones con el régimen, sino que las fortalecieron. Al mismo tiempo, otros gobiernos, también democráticos, antes que aislarlo, replicaron modelos de política salvadoreña. Por ende, más que espectadores, las democracias, una vez más, son cómplices y promotoras de una dictadura.
Siguiendo el estilo nazi, el bukelismo ha nacido y se ha fortalecido en el sistema democrático. Así que, más que buscar responsables por el declive de este gobierno, en realidad, las preguntas debieran de dirigirse a cuestionar qué ha fallado en el modelo y cómo se pueden evitar posteriores regresiones.
Bukelismo: un fenómeno originado y avalado por las democracias
La última jugada del régimen salvadoreño encabezado por el presidente, si todavía se le puede llamar de esta manera, Nayib Bukele, pone un sello definitivo a lo que se convertirá en la primera “dictadura cool” de la historia. Con un plumazo y unos cuantos votos, dudosamente representativos, el oficialismo y sus secuaces aprobaron una de las reformas constitucionales más controvertidas, dado que, con ella, no solo permitiría la reelección presidencial indefinida, sino que también abriría la puerta para que el país centroamericano continúe en estado de excepción, y por ende, vulnerable a violaciones de derechos humanos, ad infinitum.
Este caso no solo sienta un precedente para el resto de la región, sino que también revela el estado de fragilidad en la que se encuentra el sistema de gobierno democrático, lo cual podría poner en peligro todo el balance de poder en a nivel internacional.
La punta del iceberg
Más que una enfermedad, el fenómeno del bukelismo es el síntoma de un problema más grande vinculado al deterioro del sistema democrático.
La democracia basa su legitimidad en la estabilidad institucional, dado que, a diferencia de otras formas de ejercer el poder, esta vela por la búsqueda de consensos y la deliberación en plataformas compartidas. En otras palabras, la democracia depende de la confianza que los ciudadanos tengan en sus instituciones. Por ello, los altos niveles de desconfianza hacia las instituciones, que registran las estadísticas, en realidad son una alerta de que los ciudadanos apuestan cada vez más por un gobierno de hecho que de derecho; lo cual, en términos de gobernanza, se traduce en un gobierno basado en la coerción y no las leyes.
Más que espectadores, las democracias, una vez más, son cómplices y promotoras de una dictadura. Siguiendo el estilo nazi, el bukelismo ha nacido y se ha fortalecido en el sistema democrático.
Así pues, el gobierno de Bukele, que en principio se sostenía sobre un régimen prolongado de excepción y ahora cuenta con el respaldo cuasi legal, parece ser la cristalización de un sentimiento compartido entre los individuos más allá de las fronteras de El Salvador. Esto se debe a que, ante la inefectividad de la mayoría de los gobiernos, las personas se presentan cada vez más dispuestas a permitir el crecimiento del gobierno, tanto en tamaño, como en nivel de intervención, si esto significa mayores resultados en beneficio de la población. Por lo tanto, a grandes rasgos, lo que alguna vez fue la defensa en favor de un gobierno de leyes, ahora es la promoción de un gobierno basado en la fuerza.
En el caso de El Salvador, esto fue un intercambio de derechos y libertades por la seguridad. No obstante, como un trinquete, aunque en el largo plazo sí podía haber cambios parciales, la situación nunca volvería a su estado original. Como consecuencia, no debería de extrañar que, de manera gradual, y mediante procesos cuasi democráticos, el oficialismo salvadoreño cooptó todas las instituciones hasta alcanzar la reforma constitucional y perpetuarse en el poder.
Ahora bien, el mejor aliado en todo este proceso ha sido, aunque de manera paradójica, el resto de las democracias que conforman el sistema internacional. Las señales de abuso de poder eran claras y, aun así, gobiernos abiertamente democráticos y en defensa de los valores republicanos, particularmente Estados Unidos, no solo mantuvieron relaciones con el régimen, sino que las fortalecieron. Al mismo tiempo, otros gobiernos, también democráticos, antes que aislarlo, replicaron modelos de política salvadoreña. Por ende, más que espectadores, las democracias, una vez más, son cómplices y promotoras de una dictadura.
Siguiendo el estilo nazi, el bukelismo ha nacido y se ha fortalecido en el sistema democrático. Así que, más que buscar responsables por el declive de este gobierno, en realidad, las preguntas debieran de dirigirse a cuestionar qué ha fallado en el modelo y cómo se pueden evitar posteriores regresiones.