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A propósito del Nobel de Economía (2025): Cómo la cultura define la riqueza de las naciones

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Dr. Ramiro Bolaños |
20 de octubre, 2025

El reciente Premio Nobel de Economía otorgado a Joel Mokyr, historiador y economista holandés-judío, ha reabierto una vieja discusión sobre el origen de la prosperidad y la miseria de las naciones. Mokyr ha demostrado que el crecimiento económico no surge solo del capital, la geografía o las instituciones, sino de algo más profundo: la cultura. La cultura —ese tejido invisible de valores, creencias y actitudes hacia el conocimiento, el trabajo y la innovación— ha sido, en última instancia, la variable más decisiva del progreso humano. Ninguna revolución industrial habría sido posible sin una revolución mental previa.

En A Culture of Growth (2017), Mokyr ha explicado que el auge económico de Occidente desde el siglo XVIII no ha sido producto del azar ni de la acumulación mecánica de capital, sino de la aparición de una mentalidad distinta: una que valoró el conocimiento útil, la experimentación y la irreverencia frente al dogma. Cuando los europeos creyeron que podían mejorar su destino manipulando la naturaleza y aplicando la razón al trabajo, la humanidad dio un salto civilizatorio. Esa transformación de la mente —más que de la técnica— ha roto siglos de fatalismo. La irreverencia hacia lo inmutable ha sido, en palabras de Mokyr, la chispa que encendió el progreso. Francis Bacon ya había anticipado esta revolución intelectual cuando afirmó que el verdadero propósito de la ciencia era “dotar a la vida humana de nuevos descubrimientos y recursos”¹. Desde entonces, el progreso dejó de ser un pecado para convertirse en un deber moral.

Otros pensadores habían llegado a conclusiones semejantes. David S. Landes señaló que “si algo hemos aprendido de la historia del desarrollo económico, es que la cultura marca casi toda la diferencia”². Max Weber, por su parte, identificó en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1930) un cambio en la valoración del esfuerzo, la puntualidad y la responsabilidad que permitió el surgimiento del capitalismo moderno. Mokyr llevó esa reflexión un paso más allá: distinguió entre el homo economicus, que maximiza recursos, y el homo creativus, que se rebela contra los límites de la naturaleza. Sin este último —dice— seguiríamos viviendo vidas pobres y cortas³. La creatividad no sólo ha producido máquinas, sino nuevas formas de ver el mundo.

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Esa tesis coincide plenamente con mi investigación doctoral, La cultura del éxito del guatemalteco: elemento clave para incentivar el desarrollo y la producción de riqueza nacional⁴. En ella sostuve que la raíz del atraso guatemalteco no es económica, sino cultural. Las estadísticas pueden medir el PIB o la inversión, pero ninguna explica por qué tantos guatemaltecos han creído que “no se puede”, que el éxito ajeno es sospechoso o que la riqueza es patrimonio de otros. Esa visión, que Matteo Marini ha llamado “la imagen del bien limitado”, genera obediencia, resentimiento y parálisis⁵. Cuando una sociedad piensa que el éxito de uno implica el fracaso de otro, destruye la confianza y sabotea su propio crecimiento.

En cambio, cuando se enseña la motivación al logro y la responsabilidad, el PIB crece. Marini ha demostrado que un incremento de apenas cinco puntos porcentuales en la población de padres que enseñan responsabilidad a sus hijos puede aumentar el PIB nacional en casi un punto anual⁶. La cultura, en efecto, produce desarrollo. Lo que creemos determina lo que hacemos, y lo que hacemos define lo que somos.

No es por casualidad la fábula de los cangrejos en la olla que representa a los guatemaltecos. Cada vez que uno intenta salir, los demás lo jalan hacia abajo. Esa metáfora resume un patrón cultural que premia la mediocridad y castiga el mérito. Desde la Colonia, Guatemala ha vivido en un aislamiento económico y mental: pocos puertos, escasa conectividad, débil inversión y, sobre todo, una mentalidad que teme al cambio y desconfía del éxito. Mientras tanto, los países que han adoptado una cultura de innovación —como Irlanda, Polonia o Corea del Sur— han transformado su estructura productiva. No fue su geografía ni su tamaño lo que cambió su destino, sino su mentalidad colectiva.

No es la falta de recursos, ni de talento, ni de leyes lo que nos condena, sino una narrativa que repite que la riqueza es pecado y que el éxito ajeno debe castigarse, no imitarse. Para salir del rezago, debemos cambiar esa narrativa. La cultura del éxito no se impone por decreto: se enseña, se modela y se recompensa. Requiere de una educación que forme ciudadanos orientados al logro, no a la queja; de medios que celebren la creación, no el victimismo; de empresas que reconozcan el mérito y no los apellidos; y de políticas públicas que premien la innovación, no la cercanía al poder.

David McClelland, en The Achieving Society (1961), demostró que las sociedades con alta motivación al logro prosperan porque sus individuos se imponen estándares de excelencia propios y no esperan incentivos externos para actuar⁷. Cuando una masa crítica de personas con alta motivación al logro aparece en una cultura, las cosas —dice— empiezan a acelerarse. La clave, entonces, no está en la política, sino en los valores que moldean la mente de cada ciudadano.

Guatemala necesita su propia Ilustración: una revolución tranquila que no parta de la política, sino de la mente y sus valores. Debemos atrevernos a creer que el progreso no es ajeno, que podemos ser ricos si creemos que podemos serlo, si lo deseamos con propósito y si actuamos desde hoy para lograrlo. Pero, sobre todo, comprender que el más alto acto de solidaridad es alcanzarlo para cambiar la vida de nuestro pueblo. El éxito individual, cuando se multiplica en responsabilidad y ejemplo, se convierte en virtud pública.

Mokyr recordó al mundo que la Ilustración no fue solo una era de inventos, sino un despertar del espíritu. Fue la victoria de la curiosidad sobre el miedo, del mérito sobre el linaje y de la responsabilidad sobre la resignación. Guatemala necesita ese mismo renacimiento. No de máquinas, sino de mentalidades. No de subsidios, sino de ideas. Al punto que los noruegos del Nobel, sin culpa ni hipocresía, han privilegiado la explotación petrolera como fuente de riqueza nacional, demostrando que el uso racional de los recursos naturales puede ser compatible con la prosperidad y la virtud cívica.

La pregunta que nos deja este Nobel es, entonces, profundamente moral: ¿seguiremos enseñando a nuestros hijos que la riqueza es ajena o nos atreveremos a construir una cultura que vea en el éxito el más noble servicio a la nación?

 

Referencias (estilo MRHA):

  1. Francis Bacon, Preparative towards a Natural and Experimental History (1620), en Works of Francis Bacon, ed. James Spedding et al. (Boston: Houghton Mifflin, 1999), 66.
  2. David S. Landes, The Wealth and Poverty of Nations: Why Some Are So Rich and Some So Poor (New York: W.W. Norton, 1998), 516.
  3. Joel Mokyr, The Lever of Riches: Technological Creativity and Economic Progress (New York: Oxford University Press, 1990), vii.
  4. Ramiro Bolaños, La cultura del éxito del guatemalteco: elemento clave para incentivar el desarrollo y la producción de riqueza nacional (Guatemala: Universidad Panamericana, 2022), vi.
  5. Matteo Marini, “Cultural Evolution and Economic Growth: A Theoretical Hypothesis with Some Empirical Evidence,” The Journal of Socio-Economics 33 (2004): 765–784.
  6. Ibid., 780.
  7. David C. McClelland, The Achieving Society (Manfield Centre: Martino Publishing, 2010), 44–45.

A propósito del Nobel de Economía (2025): Cómo la cultura define la riqueza de las naciones

Dr. Ramiro Bolaños |
20 de octubre, 2025
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El reciente Premio Nobel de Economía otorgado a Joel Mokyr, historiador y economista holandés-judío, ha reabierto una vieja discusión sobre el origen de la prosperidad y la miseria de las naciones. Mokyr ha demostrado que el crecimiento económico no surge solo del capital, la geografía o las instituciones, sino de algo más profundo: la cultura. La cultura —ese tejido invisible de valores, creencias y actitudes hacia el conocimiento, el trabajo y la innovación— ha sido, en última instancia, la variable más decisiva del progreso humano. Ninguna revolución industrial habría sido posible sin una revolución mental previa.

En A Culture of Growth (2017), Mokyr ha explicado que el auge económico de Occidente desde el siglo XVIII no ha sido producto del azar ni de la acumulación mecánica de capital, sino de la aparición de una mentalidad distinta: una que valoró el conocimiento útil, la experimentación y la irreverencia frente al dogma. Cuando los europeos creyeron que podían mejorar su destino manipulando la naturaleza y aplicando la razón al trabajo, la humanidad dio un salto civilizatorio. Esa transformación de la mente —más que de la técnica— ha roto siglos de fatalismo. La irreverencia hacia lo inmutable ha sido, en palabras de Mokyr, la chispa que encendió el progreso. Francis Bacon ya había anticipado esta revolución intelectual cuando afirmó que el verdadero propósito de la ciencia era “dotar a la vida humana de nuevos descubrimientos y recursos”¹. Desde entonces, el progreso dejó de ser un pecado para convertirse en un deber moral.

Otros pensadores habían llegado a conclusiones semejantes. David S. Landes señaló que “si algo hemos aprendido de la historia del desarrollo económico, es que la cultura marca casi toda la diferencia”². Max Weber, por su parte, identificó en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1930) un cambio en la valoración del esfuerzo, la puntualidad y la responsabilidad que permitió el surgimiento del capitalismo moderno. Mokyr llevó esa reflexión un paso más allá: distinguió entre el homo economicus, que maximiza recursos, y el homo creativus, que se rebela contra los límites de la naturaleza. Sin este último —dice— seguiríamos viviendo vidas pobres y cortas³. La creatividad no sólo ha producido máquinas, sino nuevas formas de ver el mundo.

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Esa tesis coincide plenamente con mi investigación doctoral, La cultura del éxito del guatemalteco: elemento clave para incentivar el desarrollo y la producción de riqueza nacional⁴. En ella sostuve que la raíz del atraso guatemalteco no es económica, sino cultural. Las estadísticas pueden medir el PIB o la inversión, pero ninguna explica por qué tantos guatemaltecos han creído que “no se puede”, que el éxito ajeno es sospechoso o que la riqueza es patrimonio de otros. Esa visión, que Matteo Marini ha llamado “la imagen del bien limitado”, genera obediencia, resentimiento y parálisis⁵. Cuando una sociedad piensa que el éxito de uno implica el fracaso de otro, destruye la confianza y sabotea su propio crecimiento.

En cambio, cuando se enseña la motivación al logro y la responsabilidad, el PIB crece. Marini ha demostrado que un incremento de apenas cinco puntos porcentuales en la población de padres que enseñan responsabilidad a sus hijos puede aumentar el PIB nacional en casi un punto anual⁶. La cultura, en efecto, produce desarrollo. Lo que creemos determina lo que hacemos, y lo que hacemos define lo que somos.

No es por casualidad la fábula de los cangrejos en la olla que representa a los guatemaltecos. Cada vez que uno intenta salir, los demás lo jalan hacia abajo. Esa metáfora resume un patrón cultural que premia la mediocridad y castiga el mérito. Desde la Colonia, Guatemala ha vivido en un aislamiento económico y mental: pocos puertos, escasa conectividad, débil inversión y, sobre todo, una mentalidad que teme al cambio y desconfía del éxito. Mientras tanto, los países que han adoptado una cultura de innovación —como Irlanda, Polonia o Corea del Sur— han transformado su estructura productiva. No fue su geografía ni su tamaño lo que cambió su destino, sino su mentalidad colectiva.

No es la falta de recursos, ni de talento, ni de leyes lo que nos condena, sino una narrativa que repite que la riqueza es pecado y que el éxito ajeno debe castigarse, no imitarse. Para salir del rezago, debemos cambiar esa narrativa. La cultura del éxito no se impone por decreto: se enseña, se modela y se recompensa. Requiere de una educación que forme ciudadanos orientados al logro, no a la queja; de medios que celebren la creación, no el victimismo; de empresas que reconozcan el mérito y no los apellidos; y de políticas públicas que premien la innovación, no la cercanía al poder.

David McClelland, en The Achieving Society (1961), demostró que las sociedades con alta motivación al logro prosperan porque sus individuos se imponen estándares de excelencia propios y no esperan incentivos externos para actuar⁷. Cuando una masa crítica de personas con alta motivación al logro aparece en una cultura, las cosas —dice— empiezan a acelerarse. La clave, entonces, no está en la política, sino en los valores que moldean la mente de cada ciudadano.

Guatemala necesita su propia Ilustración: una revolución tranquila que no parta de la política, sino de la mente y sus valores. Debemos atrevernos a creer que el progreso no es ajeno, que podemos ser ricos si creemos que podemos serlo, si lo deseamos con propósito y si actuamos desde hoy para lograrlo. Pero, sobre todo, comprender que el más alto acto de solidaridad es alcanzarlo para cambiar la vida de nuestro pueblo. El éxito individual, cuando se multiplica en responsabilidad y ejemplo, se convierte en virtud pública.

Mokyr recordó al mundo que la Ilustración no fue solo una era de inventos, sino un despertar del espíritu. Fue la victoria de la curiosidad sobre el miedo, del mérito sobre el linaje y de la responsabilidad sobre la resignación. Guatemala necesita ese mismo renacimiento. No de máquinas, sino de mentalidades. No de subsidios, sino de ideas. Al punto que los noruegos del Nobel, sin culpa ni hipocresía, han privilegiado la explotación petrolera como fuente de riqueza nacional, demostrando que el uso racional de los recursos naturales puede ser compatible con la prosperidad y la virtud cívica.

La pregunta que nos deja este Nobel es, entonces, profundamente moral: ¿seguiremos enseñando a nuestros hijos que la riqueza es ajena o nos atreveremos a construir una cultura que vea en el éxito el más noble servicio a la nación?

 

Referencias (estilo MRHA):

  1. Francis Bacon, Preparative towards a Natural and Experimental History (1620), en Works of Francis Bacon, ed. James Spedding et al. (Boston: Houghton Mifflin, 1999), 66.
  2. David S. Landes, The Wealth and Poverty of Nations: Why Some Are So Rich and Some So Poor (New York: W.W. Norton, 1998), 516.
  3. Joel Mokyr, The Lever of Riches: Technological Creativity and Economic Progress (New York: Oxford University Press, 1990), vii.
  4. Ramiro Bolaños, La cultura del éxito del guatemalteco: elemento clave para incentivar el desarrollo y la producción de riqueza nacional (Guatemala: Universidad Panamericana, 2022), vi.
  5. Matteo Marini, “Cultural Evolution and Economic Growth: A Theoretical Hypothesis with Some Empirical Evidence,” The Journal of Socio-Economics 33 (2004): 765–784.
  6. Ibid., 780.
  7. David C. McClelland, The Achieving Society (Manfield Centre: Martino Publishing, 2010), 44–45.

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