Probablemente, fuera el escenario en el que transcurría la década de los ochenta, o tan solo un dicho que se repetía con frecuencia y sin consecuencia, pero no fueron pocas las maestras y los maestros que, durante mi primaria, continuamente recalcaban la importancia de contar con las herramientas necesarias para aprender; de no olvidar el lápiz al momento de asistir al colegio, porque no estar preparado era similar a ir a la guerra sin fusil.
Seguro que la memoria ya me falla, pero todavía recuerdo muchos de mis compañeros que fueron dejando escritorios vacíos conforme iba pasando cada ciclo escolar. Algunos repetían el año, y otros debían buscar una alternativa con menores niveles de exigencia. Varios tuvieron que dejar el país junto con sus padres, y tristemente existieron casos en los que, a muy corta edad, tuvieron que ser fuente generadora de ingresos en sus hogares. No dudo que esta semblanza se repetía en otros establecimientos, y con desenlaces mucho más trágicos, pero no deja de entristecerme que la misma historia se repita una y otra vez.
Si hay un elemento igualador en la sociedad, ese es el acceso a una educación de calidad que permite adquirir conocimientos y destrezas, de la mano de la formación de criterio. El “fusil que nos acompaña a la guerra” es el saber qué mentores y héroes nos comparten, a la vez que incentivan el conocimiento de la realidad a través de los ojos de amigos y compañeros.
Ahora bien, si ya de por sí es difícil construir una sociedad a partir de la precariedad con la que cuenta el sistema de educación, se ensombrece más el futuro de niños y jóvenes si no se tiene al menos un maestro que nos acompañe en las etapas complicadas del desarrollo. Mi padre decía que toda persona de bien en la vida necesariamente tiene que pasar por dos personas que dejan marca su vida: una madre y un maestro.
Quiero dedicar esta columna a las veintenas de maestros que impactaron positivamente mi vida a lo largo de los años y confío en que, con su ejemplo y motivación, harán recapacitar a quienes hoy son un obstáculo para la formación de millones de niños
Escribo estas palabras porque no podemos ser indiferentes ante la situación que enfrentamos en Guatemala. Un grupo de maestros, movidos por convicción o por conveniencia, han salido a las calles a exigir lo que algunos llaman prebendas y lo que otros llaman derechos, pero con unas consecuencias desastrosas. No puedo imaginar la cantidad de pizarrones en blanco que llevan semanas sin ser llenados, el sinnúmero de conversaciones postergadas o que nunca se reanudarán, y el gran silencio con el que se llenan miles de pupitres vacíos en todo el país. Y es que no estamos hablando de unos pocos días sin clases, sino que se trata de abandonar a niños y jóvenes en una etapa crucial de sus vidas.
Hace pocos años aprendí que hay cuatro elementos que son condiciones necesarias para tener un sistema educativo que transforme la vida de los estudiantes: un lugar propicio para el aprendizaje, una malla curricular que aborde las áreas esenciales para desempeñarse con éxito en el mundo actual, un número mínimo de días en que los niños y jóvenes asistan al centro educativo (lo más cercano posible a 200 días al año), y un maestro que integre todos estos elementos y los acople a las necesidades de cada estudiante.
Cualquiera de los tres primeros elementos puede carecer de calidad, pero no el maestro. La diferencia que genera el docente en el aula es abismal, ya que su legado se verá reflejado en profesionales que enfrentarán la vida confiando en el mérito de sus fortalezas, en lugar de abandonarse a la suerte de lo que otros puedan decidir sobre su futuro.
Debo reconocer que existe un tramado de incongruencias que no han permitido dignificar a los docentes que a tino propio se lo han ganado, pero de igual manera no escapa de mi vista un gran número de individuos que desprestigian con su actuar el título de maestro. Quiero dedicar esta columna a las veintenas de maestros que impactaron positivamente mi vida a lo largo de los años y confío en que, con su ejemplo y motivación, harán recapacitar a quienes hoy son un obstáculo para la formación de millones de niños y jóvenes que anhelan un futuro mejor.
Probablemente, fuera el escenario en el que transcurría la década de los ochenta, o tan solo un dicho que se repetía con frecuencia y sin consecuencia, pero no fueron pocas las maestras y los maestros que, durante mi primaria, continuamente recalcaban la importancia de contar con las herramientas necesarias para aprender; de no olvidar el lápiz al momento de asistir al colegio, porque no estar preparado era similar a ir a la guerra sin fusil.
Seguro que la memoria ya me falla, pero todavía recuerdo muchos de mis compañeros que fueron dejando escritorios vacíos conforme iba pasando cada ciclo escolar. Algunos repetían el año, y otros debían buscar una alternativa con menores niveles de exigencia. Varios tuvieron que dejar el país junto con sus padres, y tristemente existieron casos en los que, a muy corta edad, tuvieron que ser fuente generadora de ingresos en sus hogares. No dudo que esta semblanza se repetía en otros establecimientos, y con desenlaces mucho más trágicos, pero no deja de entristecerme que la misma historia se repita una y otra vez.
Si hay un elemento igualador en la sociedad, ese es el acceso a una educación de calidad que permite adquirir conocimientos y destrezas, de la mano de la formación de criterio. El “fusil que nos acompaña a la guerra” es el saber qué mentores y héroes nos comparten, a la vez que incentivan el conocimiento de la realidad a través de los ojos de amigos y compañeros.
Ahora bien, si ya de por sí es difícil construir una sociedad a partir de la precariedad con la que cuenta el sistema de educación, se ensombrece más el futuro de niños y jóvenes si no se tiene al menos un maestro que nos acompañe en las etapas complicadas del desarrollo. Mi padre decía que toda persona de bien en la vida necesariamente tiene que pasar por dos personas que dejan marca su vida: una madre y un maestro.
Quiero dedicar esta columna a las veintenas de maestros que impactaron positivamente mi vida a lo largo de los años y confío en que, con su ejemplo y motivación, harán recapacitar a quienes hoy son un obstáculo para la formación de millones de niños
Escribo estas palabras porque no podemos ser indiferentes ante la situación que enfrentamos en Guatemala. Un grupo de maestros, movidos por convicción o por conveniencia, han salido a las calles a exigir lo que algunos llaman prebendas y lo que otros llaman derechos, pero con unas consecuencias desastrosas. No puedo imaginar la cantidad de pizarrones en blanco que llevan semanas sin ser llenados, el sinnúmero de conversaciones postergadas o que nunca se reanudarán, y el gran silencio con el que se llenan miles de pupitres vacíos en todo el país. Y es que no estamos hablando de unos pocos días sin clases, sino que se trata de abandonar a niños y jóvenes en una etapa crucial de sus vidas.
Hace pocos años aprendí que hay cuatro elementos que son condiciones necesarias para tener un sistema educativo que transforme la vida de los estudiantes: un lugar propicio para el aprendizaje, una malla curricular que aborde las áreas esenciales para desempeñarse con éxito en el mundo actual, un número mínimo de días en que los niños y jóvenes asistan al centro educativo (lo más cercano posible a 200 días al año), y un maestro que integre todos estos elementos y los acople a las necesidades de cada estudiante.
Cualquiera de los tres primeros elementos puede carecer de calidad, pero no el maestro. La diferencia que genera el docente en el aula es abismal, ya que su legado se verá reflejado en profesionales que enfrentarán la vida confiando en el mérito de sus fortalezas, en lugar de abandonarse a la suerte de lo que otros puedan decidir sobre su futuro.
Debo reconocer que existe un tramado de incongruencias que no han permitido dignificar a los docentes que a tino propio se lo han ganado, pero de igual manera no escapa de mi vista un gran número de individuos que desprestigian con su actuar el título de maestro. Quiero dedicar esta columna a las veintenas de maestros que impactaron positivamente mi vida a lo largo de los años y confío en que, con su ejemplo y motivación, harán recapacitar a quienes hoy son un obstáculo para la formación de millones de niños y jóvenes que anhelan un futuro mejor.