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A la fuerza nada es bueno

.
Alejandra Osorio |
27 de marzo, 2025

En el aeropuerto se suelen observar escenas muy variadas: amigas emocionadas a la espera de su vuelo, personas despidiéndose entre risas y lágrimas, un perro trabajando mientras otro busca su avión al lado de su amo. Pero hay una que me llamó la atención en especial: tres personas luchaban por cerrar una maleta que claramente estaba a punto de estallar. Ya habían transcurrido quince minutos desde el inicio de la batalla y no lograban cerrarla por más que se sentaran sobre ella. A pesar de ello, no se dieron por vencidos y continuaron en la lucha. Al final de cuentas, el ser humano tiene una terquedad muy especial y propia de la especie. El problema viene a ser cuando esta necedad alimenta lo peor de nuestros instintos y nos lleva a labrar el lecho en donde terminaremos nuestros días.

A las buenas…

Allá por el Ática, en una montaña remota, había una vieja posada que servía de refugio para aquellos pobres viajeros solitarios. Ese era el negocio de Procusto. Sin embargo, ninguno de sus clientes te recomendaría hospedarte en aquel alejado lugar. Después de todo, podrías perder más que el sueño si terminas en las manos de aquel bandido.

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El engaño era sencillo: comida caliente, un techo sólido y una sonrisa hiriente. El problema surgía cuando caía la noche. Mientras el pobre viajero incauto dormía, Procusto se acercaba a su lecho para observarlo. Le molestaba cuando las cosas no estaban exactas y de la forma en la que él las quería. Así que, si el viajante era más alto que el largo de la cama, no se podía quedar así. Por lo que iba por su sierra más confiable y recortaba las extremidades hasta que encajara en el espacio. Por el contrario, si la pobre víctima era más pequeña que la cama, iba por el martillo más grande. De esta manera, podía estirarlo a golpes hasta que su largo encajara con el del lecho.

Por eso, el mismo Lope de Vega, en «A mis soledades voy», dice «de cuantas cosas me cansan fácilmente me defiendo, pero no puedo guardarme de los peligros de un necio». Así pues, quizá la terquedad solo sea buena en la justa medida y no en exceso.

Nadie parecía nunca encajar y Procusto seguía con su terquedad. Así, la necedad se volvió obsesión y, con ella, solo reinó el terror. No obstante, toda maldad siempre encuentra su justa retribución. Y a las puertas del bandido no llegó un viajero, sino alguien peor. En el portón del hostal se encontraba el héroe Teseo, quien ya sabía de las barbaridades de su dueño. Así que engañó al que engañaba.

Aquella noche, cuando Procusto entró a la habitación de Teseo, él le esperaba despierto. «La cama es un poco incómoda. ¿Por qué no la prueba?», le dijo. El asesino sonrió y, sin pensarlo, se recostó sobre el lecho. No esperaba que alguien supiera su plan. No esperaba que alguien tratase de detenerlo. No esperaba que hoy no fuese su día. Así terminó amarrado a la cama y sufriendo el mismo destino que sus víctimas.

A las malas…

Las acciones de Procusto nacieron de esa obsesión de que las cosas sean como él deseaba que fueran, aunque para ello debiese usar la fuerza. La terquedad porque la realidad tomara la forma que él deseaba lo llevó a su fin funesto. Sin embargo, la necedad no nos es ajena al resto de los mortales. Después de todo, como dijo J. M. Coetzee, «primero el cráneo, luego el temperamento: las dos partes más duras del cuerpo». Esa rigidez en nuestra forma de ver, actuar y ser en el mundo pueden conducirnos a un mal fin. Incluso puede provocar desastres a nuestro alrededor. Por eso, el mismo Lope de Vega, en «A mis soledades voy», dice «de cuantas cosas me cansan fácilmente me defiendo, pero no puedo guardarme de los peligros de un necio». Así pues, quizá la terquedad solo sea buena en la justa medida y no en exceso.

A la fuerza nada es bueno

Alejandra Osorio |
27 de marzo, 2025
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En el aeropuerto se suelen observar escenas muy variadas: amigas emocionadas a la espera de su vuelo, personas despidiéndose entre risas y lágrimas, un perro trabajando mientras otro busca su avión al lado de su amo. Pero hay una que me llamó la atención en especial: tres personas luchaban por cerrar una maleta que claramente estaba a punto de estallar. Ya habían transcurrido quince minutos desde el inicio de la batalla y no lograban cerrarla por más que se sentaran sobre ella. A pesar de ello, no se dieron por vencidos y continuaron en la lucha. Al final de cuentas, el ser humano tiene una terquedad muy especial y propia de la especie. El problema viene a ser cuando esta necedad alimenta lo peor de nuestros instintos y nos lleva a labrar el lecho en donde terminaremos nuestros días.

A las buenas…

Allá por el Ática, en una montaña remota, había una vieja posada que servía de refugio para aquellos pobres viajeros solitarios. Ese era el negocio de Procusto. Sin embargo, ninguno de sus clientes te recomendaría hospedarte en aquel alejado lugar. Después de todo, podrías perder más que el sueño si terminas en las manos de aquel bandido.

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El engaño era sencillo: comida caliente, un techo sólido y una sonrisa hiriente. El problema surgía cuando caía la noche. Mientras el pobre viajero incauto dormía, Procusto se acercaba a su lecho para observarlo. Le molestaba cuando las cosas no estaban exactas y de la forma en la que él las quería. Así que, si el viajante era más alto que el largo de la cama, no se podía quedar así. Por lo que iba por su sierra más confiable y recortaba las extremidades hasta que encajara en el espacio. Por el contrario, si la pobre víctima era más pequeña que la cama, iba por el martillo más grande. De esta manera, podía estirarlo a golpes hasta que su largo encajara con el del lecho.

Por eso, el mismo Lope de Vega, en «A mis soledades voy», dice «de cuantas cosas me cansan fácilmente me defiendo, pero no puedo guardarme de los peligros de un necio». Así pues, quizá la terquedad solo sea buena en la justa medida y no en exceso.

Nadie parecía nunca encajar y Procusto seguía con su terquedad. Así, la necedad se volvió obsesión y, con ella, solo reinó el terror. No obstante, toda maldad siempre encuentra su justa retribución. Y a las puertas del bandido no llegó un viajero, sino alguien peor. En el portón del hostal se encontraba el héroe Teseo, quien ya sabía de las barbaridades de su dueño. Así que engañó al que engañaba.

Aquella noche, cuando Procusto entró a la habitación de Teseo, él le esperaba despierto. «La cama es un poco incómoda. ¿Por qué no la prueba?», le dijo. El asesino sonrió y, sin pensarlo, se recostó sobre el lecho. No esperaba que alguien supiera su plan. No esperaba que alguien tratase de detenerlo. No esperaba que hoy no fuese su día. Así terminó amarrado a la cama y sufriendo el mismo destino que sus víctimas.

A las malas…

Las acciones de Procusto nacieron de esa obsesión de que las cosas sean como él deseaba que fueran, aunque para ello debiese usar la fuerza. La terquedad porque la realidad tomara la forma que él deseaba lo llevó a su fin funesto. Sin embargo, la necedad no nos es ajena al resto de los mortales. Después de todo, como dijo J. M. Coetzee, «primero el cráneo, luego el temperamento: las dos partes más duras del cuerpo». Esa rigidez en nuestra forma de ver, actuar y ser en el mundo pueden conducirnos a un mal fin. Incluso puede provocar desastres a nuestro alrededor. Por eso, el mismo Lope de Vega, en «A mis soledades voy», dice «de cuantas cosas me cansan fácilmente me defiendo, pero no puedo guardarme de los peligros de un necio». Así pues, quizá la terquedad solo sea buena en la justa medida y no en exceso.

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