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El Estado de Derecho bajo asedio en los Estados Unidos

Armando De la Torre
05 de agosto, 2020

Lo impensable parece darse en estos momentos en los Estados Unidos: un asalto de las masas frontal y violento contra el imperio universal de la ley.

Nada de nuevo, en cierto sentido en otras latitudes. Más bien esas noticias casi aburren por reiteradas en el complejo tablero mundial. Así ha sido repetidamente desde aquella Roma republicana de “panes y circos” hasta nuestros días. 

Pero en Guatemala nos inquieta más hoy porque ocurre ahora y en nuestro vecindario. Lo cual nos podría conducir a una catástrofe ruinosa de por siglos. Pues esto ocurre en el país más poderoso e influyente de todos: en los Estados Unidos de América. 

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Esa es parte de mi apreciación final sobre todo ese drama que acontece a la vista de todos en esa nación tan única.

El arribo y ascenso de aquel fenómeno histórico tan revolucionario que hoy reconocemos en “La Declaración de Independencia” de trece colonias británicas en el continente americano (julio de 1776), y precisamente en el mundo que los europeos ya habían calificado desde 1492 de “Nuevo”, fue simultáneamente el momento del nacimiento a la vida civil de la primera República genuinamente constitucional en el sentido más contemporáneo, y desde entonces también ese modelo de legitimidad al que aspiramos casi todo el resto de los hombres y mujeres de hoy en los cuatro puntos cardinales.  

Es por ello que los Estados Unidos igualmente se mantienen como el país favorito para los emigrantes de todo el mundo.

Ahora recuerdo que uno de sus Presidentes durante la primera posguerra mundial, Calvin Coolidge, dijo una vez que: “The business of America is business”, (El negocio de América… son los negocios). 

Simplificación chocante pero muy verdadera. Y tal es precisamente el modelo que en estos momentos está en juego. 

Conviene recordar que a lo largo de la historia en casi todas las sociedades civiles los hombres y mujeres dedicados a hacer negocios (businesses en inglés) siempre han constituido en todas partes y en todas las épocas una minoría mal comprendida por la mayoría de la población. 

Pues no todos sabemos ser hombres y mujeres efectivos de negocios; y en la mayoría de los casos porque no los entendemos.  

Desde los tiempos de Egipto y Mesopotamia –aproximadamente unos tres mil años antes de Cristo– la clase de los “comerciantes” ha constituido en todas partes una minoría cuyos beneficios no quedan enteramente justificados para los que nos afanamos en otras labores. Pues siempre ha sido fácil de entender por cualquiera que el fruto del trabajo del agricultor son los productos agrícolas que consumimos; y que los del carpintero son los muebles que nos hacen la vida diaria más cómoda y hasta más elegante; o que del sastre, la ropa que nos protege y nos distingue; y que aun del guerrero derivamos nuestra seguridad e independencia; o del burócrata, la eficiencia de la maquinaria social y de la justicia. 

Pero, ¿qué justifica el lucro a veces tan desmesurado de los comerciantes que suponemos no ser nosotros, los médicos, por ejemplo, o los maestros, o los jueces, o los artistas o los demás trabajadores asalariados?…

El “lucro comercial”, o peor aún, los intereses que se cobran por cualquier préstamo bancario, ha sido muchísimas veces en la historia el pretexto para motines, rebeliones, ataques a la propiedad ajena, por parte de quienes poco o nada entienden de su ejercicio. 

Eso creo que es precisamente lo que ocurre en estos momentos en los Estados Unidos. 

Bajo el lema “Black Lives Matter” los incapaces de o los ajenos a competir en igualdad de circunstancias con los más exitosos se revelan iracundos contra el sistema establecido, al tiempo que se valen del tal lema para apagar los reproches íntimos de sus propias conciencias. Y todo esto sobre el falso supuesto de que el color de la piel blanca ha constituido de siempre en los Estados Unidos una ventaja competitiva para poder lucrar beneficios injustificables a costa del dolor y esfuerzo de los demás humanos de piel negra. 

Un tema, por demás, que ha corrido a todo lo largo de la historia como el pretexto emocional prototípico para la anulación desvergonzada de los logros de otros. Y así cubre la envidia de los menos aptos para competir pese a lo feo de sus rostros. 

Los ejemplos de los últimos dos meses en los Estado Unidos con la excusa de la indignación por un vil asesinato de un hombre negro a manos de un policía blanco constituyen así el desahogo de los impotentes para mejorar eficientemente las cosas.

Este lamentable proceder se hizo manifiesto por primera vez bajo el gobierno de Lyndon Johnson entre aquellos que protestaban contra la guerra en Vietnam. De ese cuatrienio se han derivado hasta cierto punto los destrozos de hoy. Porque el Partido Demócrata, aunque fuera por mera inercia histórica, estrenó así el proceso de su definitiva desintegración moral. Y de esa manera, hoy ya no es ni la sombra de lo que había llegado a ser bajo las presidencias de Roosevelt y Truman.

Lamentablemente para mí ese Partido ha llegado al final de su vigencia histórica. Teniendo en cuenta que había sobrevivido a duras penas su previa identificación con los Estados esclavistas del Sur y de las posteriores atrocidades del Kukuxklán hasta la Gran Depresión que hubo de llevar inesperadamente al también demócrata Franklin D. Roosevelt a la presidencia por doce largos años.

Me permito añadir aquí una recomendación de una lectura al punto: en 1943, en plena guerra mundial, un gran economista y sociólogo sueco, Gunnar Myrdal –posteriormente galardonado con el premio nobel de economía junto a F. A. von Hayek–, publicó un análisis para mí genial en torno al problema de la integración de la población de origen africano al resto de la población norteamericana, con el título “An American Dilemma”. Recuerdo que ese mismo año ocurrieron violentos choques callejeros por ambas partes, principalmente en la ciudad de Chicago. Y tal fue el marco social de esa investigación, que todavía hoy me permito recomendárselo a mis lectores.  

El Estado de Derecho ya ha regido en los Estados Unidos por más de dos siglos y así ha logrado montar pieza a pieza el nivel de vida más alto de la historia para todos sus ciudadanos, incluido los descendientes de los esclavos tan explotados antes de la Guerra Civil. Logro ejemplar, por lo cual tantos de otras tierras lo han arriesgado todo en el intento de colarse, legal o ilegalmente, por sus rendijas fronterizas.

Todo esto es precisamente lo que está ahora en entredicho. Unos pocos defendiendo esas verdades que muchos otros ignoran o no entienden.

Y así, el próximo tres de noviembre el pueblo norteamericano, una vez más y por mayoría de sus votantes, habrá de decidir si retiene aquel modelo tan exitoso desde su Independencia a nuestros días o se deja llevar por los vericuetos de la improvisación leguleya del momento presente o de los amotinamientos sangrientos que nosotros más al Sur también conocemos en la Cuba, en la Nicaragua o en la Venezuela de ayer y de hoy.

Veremos…

El Estado de Derecho bajo asedio en los Estados Unidos

Armando De la Torre
05 de agosto, 2020

Lo impensable parece darse en estos momentos en los Estados Unidos: un asalto de las masas frontal y violento contra el imperio universal de la ley.

Nada de nuevo, en cierto sentido en otras latitudes. Más bien esas noticias casi aburren por reiteradas en el complejo tablero mundial. Así ha sido repetidamente desde aquella Roma republicana de “panes y circos” hasta nuestros días. 

Pero en Guatemala nos inquieta más hoy porque ocurre ahora y en nuestro vecindario. Lo cual nos podría conducir a una catástrofe ruinosa de por siglos. Pues esto ocurre en el país más poderoso e influyente de todos: en los Estados Unidos de América. 

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Esa es parte de mi apreciación final sobre todo ese drama que acontece a la vista de todos en esa nación tan única.

El arribo y ascenso de aquel fenómeno histórico tan revolucionario que hoy reconocemos en “La Declaración de Independencia” de trece colonias británicas en el continente americano (julio de 1776), y precisamente en el mundo que los europeos ya habían calificado desde 1492 de “Nuevo”, fue simultáneamente el momento del nacimiento a la vida civil de la primera República genuinamente constitucional en el sentido más contemporáneo, y desde entonces también ese modelo de legitimidad al que aspiramos casi todo el resto de los hombres y mujeres de hoy en los cuatro puntos cardinales.  

Es por ello que los Estados Unidos igualmente se mantienen como el país favorito para los emigrantes de todo el mundo.

Ahora recuerdo que uno de sus Presidentes durante la primera posguerra mundial, Calvin Coolidge, dijo una vez que: “The business of America is business”, (El negocio de América… son los negocios). 

Simplificación chocante pero muy verdadera. Y tal es precisamente el modelo que en estos momentos está en juego. 

Conviene recordar que a lo largo de la historia en casi todas las sociedades civiles los hombres y mujeres dedicados a hacer negocios (businesses en inglés) siempre han constituido en todas partes y en todas las épocas una minoría mal comprendida por la mayoría de la población. 

Pues no todos sabemos ser hombres y mujeres efectivos de negocios; y en la mayoría de los casos porque no los entendemos.  

Desde los tiempos de Egipto y Mesopotamia –aproximadamente unos tres mil años antes de Cristo– la clase de los “comerciantes” ha constituido en todas partes una minoría cuyos beneficios no quedan enteramente justificados para los que nos afanamos en otras labores. Pues siempre ha sido fácil de entender por cualquiera que el fruto del trabajo del agricultor son los productos agrícolas que consumimos; y que los del carpintero son los muebles que nos hacen la vida diaria más cómoda y hasta más elegante; o que del sastre, la ropa que nos protege y nos distingue; y que aun del guerrero derivamos nuestra seguridad e independencia; o del burócrata, la eficiencia de la maquinaria social y de la justicia. 

Pero, ¿qué justifica el lucro a veces tan desmesurado de los comerciantes que suponemos no ser nosotros, los médicos, por ejemplo, o los maestros, o los jueces, o los artistas o los demás trabajadores asalariados?…

El “lucro comercial”, o peor aún, los intereses que se cobran por cualquier préstamo bancario, ha sido muchísimas veces en la historia el pretexto para motines, rebeliones, ataques a la propiedad ajena, por parte de quienes poco o nada entienden de su ejercicio. 

Eso creo que es precisamente lo que ocurre en estos momentos en los Estados Unidos. 

Bajo el lema “Black Lives Matter” los incapaces de o los ajenos a competir en igualdad de circunstancias con los más exitosos se revelan iracundos contra el sistema establecido, al tiempo que se valen del tal lema para apagar los reproches íntimos de sus propias conciencias. Y todo esto sobre el falso supuesto de que el color de la piel blanca ha constituido de siempre en los Estados Unidos una ventaja competitiva para poder lucrar beneficios injustificables a costa del dolor y esfuerzo de los demás humanos de piel negra. 

Un tema, por demás, que ha corrido a todo lo largo de la historia como el pretexto emocional prototípico para la anulación desvergonzada de los logros de otros. Y así cubre la envidia de los menos aptos para competir pese a lo feo de sus rostros. 

Los ejemplos de los últimos dos meses en los Estado Unidos con la excusa de la indignación por un vil asesinato de un hombre negro a manos de un policía blanco constituyen así el desahogo de los impotentes para mejorar eficientemente las cosas.

Este lamentable proceder se hizo manifiesto por primera vez bajo el gobierno de Lyndon Johnson entre aquellos que protestaban contra la guerra en Vietnam. De ese cuatrienio se han derivado hasta cierto punto los destrozos de hoy. Porque el Partido Demócrata, aunque fuera por mera inercia histórica, estrenó así el proceso de su definitiva desintegración moral. Y de esa manera, hoy ya no es ni la sombra de lo que había llegado a ser bajo las presidencias de Roosevelt y Truman.

Lamentablemente para mí ese Partido ha llegado al final de su vigencia histórica. Teniendo en cuenta que había sobrevivido a duras penas su previa identificación con los Estados esclavistas del Sur y de las posteriores atrocidades del Kukuxklán hasta la Gran Depresión que hubo de llevar inesperadamente al también demócrata Franklin D. Roosevelt a la presidencia por doce largos años.

Me permito añadir aquí una recomendación de una lectura al punto: en 1943, en plena guerra mundial, un gran economista y sociólogo sueco, Gunnar Myrdal –posteriormente galardonado con el premio nobel de economía junto a F. A. von Hayek–, publicó un análisis para mí genial en torno al problema de la integración de la población de origen africano al resto de la población norteamericana, con el título “An American Dilemma”. Recuerdo que ese mismo año ocurrieron violentos choques callejeros por ambas partes, principalmente en la ciudad de Chicago. Y tal fue el marco social de esa investigación, que todavía hoy me permito recomendárselo a mis lectores.  

El Estado de Derecho ya ha regido en los Estados Unidos por más de dos siglos y así ha logrado montar pieza a pieza el nivel de vida más alto de la historia para todos sus ciudadanos, incluido los descendientes de los esclavos tan explotados antes de la Guerra Civil. Logro ejemplar, por lo cual tantos de otras tierras lo han arriesgado todo en el intento de colarse, legal o ilegalmente, por sus rendijas fronterizas.

Todo esto es precisamente lo que está ahora en entredicho. Unos pocos defendiendo esas verdades que muchos otros ignoran o no entienden.

Y así, el próximo tres de noviembre el pueblo norteamericano, una vez más y por mayoría de sus votantes, habrá de decidir si retiene aquel modelo tan exitoso desde su Independencia a nuestros días o se deja llevar por los vericuetos de la improvisación leguleya del momento presente o de los amotinamientos sangrientos que nosotros más al Sur también conocemos en la Cuba, en la Nicaragua o en la Venezuela de ayer y de hoy.

Veremos…

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