Ojalá lo entendiéramos de una vez por todas: la libertad reside en poder escoger.
Por otra parte, nos mantenemos como mamíferos voraces aunque inteligentes, dotados de esta capacidad precisamente de escoger. Y a tales términos se reduce nuestra entera libertad.
Perdóneme, muy apreciado lector, por esta digresión tan abstracta y filosófica. Pero siento que el mundo a nuestro alrededor se nos encoge cada vez más, y mi instinto esta vez animal se rebela contra tanta ausencia de alternativas so pretexto, dicen, del coronavirus.
En eso no me veo diferente a los jóvenes que ahora en los Estados Unidos derriban alocadamente monumentos históricos que no son de su preferencia. Así como de tantos otros iconoclastas de todo género que en la historia se dedicaron a destruir todo lo logrado por otras generaciones y que a ellos los incomodaban. Pues muchos sí resentimos los logros de otros, en contraste a tantos fracasos que nos son propios.
Y así, a esa flor de piel revivimos a diario nuestra condición prehistórica de animales de presa.
Y de paso también reforzamos esa preferencia despótica que suelen encarnar los más jóvenes y quienes se encuentran todavía vacíos de logros “propios”.
Así nos hemos desarrollado y, por lo tanto, así habremos de morir, a menos que nos volvamos santos.
Pero hoy, encima, ya me siento en lo personal parte de este mundo crecientemente de viejos, a nuestro turno cada vez más impotentes cual leones enjaulados, a quienes no nos resta más que rugir y aparentar que todavía podríamos morder…
Tampoco jamás he creído en la tan llevada y traída igualdad entre los seres humanos salvo con respecto a esa bien intencionada hipótesis de que ciertos derechos nos son de carácter universal e igualmente inviolables por cualquiera autoridad.
Pero, insisto, tampoco quiero identificarme con esa hipocresía de la “fraternidad” universal de la que tantas veces he visto abusada para justificar los más crueles y estúpidos despotismos, de Calígula, por ejemplo, o de un Iván el Terrible hasta José Stalin o Mao Zedong.
Y mucho menos el precio de esa “libertad” de la que nos hemos apropiado convenientemente para engañar, o zaherir y hasta para asesinar a nuestros semejantes. Así nos han sido tantos casos como los de Fidel Castro, muy cercano a mi persona, o de Nicolás Maduro, por suerte mía muy lejano, dado que somos muchísimos los que nos hemos visto obligados al exilio.
Aquí en Guatemala, hoy, tal vez dos figuras intelectuales muy respetadas como las de Lionel Toriello o Raúl de la Horra, me podrían responder: “por fin te confiesas, reaccionario incorregible, y como siempre lo has sido”.
Y, por supuesto, tampoco estaría de acuerdo con ese hipotético aserto de personalidades que aprecio y estimo en gran valía.
Entonces, diría el burlón de Jacques Seidner: ¿estás en contra, o a favor, de los principios de la Revolución Francesa, aquella gesta en torno a la cual fuiste educado y encima aun obnubilado durante tu etapa aún juvenil? ¿Ni siquiera retienes aquella trilogía que nos ha sido civilmente “redentora” de la Igualdad, la Libertad y la Fraternidad?…
Pues, le respondería, tampoco con gran entusiasmo.
Porque hoy entiendo que valieron en cuanto soberanos embustes sobre los que descansaron los más elocuentes hipócritas de aquella era revolucionaria, incluido, un cierto marqués de Sade liberado de la prisión de Bastilla nada menos que un 14 de julio de 1789. Por eso, se le ha podido atribuir a Madame Rolland haber dicho, en el carretón chirriante que la llevaba a la guillotina, “¡Libertad, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.
Tal vez mi escepticismo hacia esos grandes protagonistas de la historia es un reflejo del cinismo generalizado que me circunda hacia todo lo excelso y acerca de tantos otros personajes ejemplares de la historia como Cicerón, San Francisco de Asís o Albert Schweitzer.
En otras palabras, no quiero apropiarme aquí y hoy de aquella ilusión hipócrita de siempre, pues ahora creo, con Terencio, que: “Dado que hombre soy, no tengo nada humano por ajeno”, por lo tanto ni de lo que nos ennoblece ni de lo que nos degrada.
Lo que me empuja a referir todo este mi momentáneo rebelde escepticismo a su raíz teológica: a la creciente apostasía de las masas, para comenzar, de su Fe en la Resurrección de Cristo.
Dejémonos, pues, de engañarnos: nuestras objeciones hodiernas no son más que el desencanto por tantos gestos ilusos de otros en el pasado.
Y en ello me mantengo, que nuestro genuino “pecado original” ha sido, y todavía lo es, e hipotéticamente desde Adán y Eva, la hipocresía. Porque, “La mujer que tú me diste por compañera me dio el fruto prohibido, y lo comí” (Génesis 3:12). Ni tampoco la mujer a su turno dijo la verdad: “La serpiente me engañó, y así yo comí también del fruto prohibido.” (Génesis 3:13).
Entonces amigos, ¿cómo resumo las cosas hoy?
De momento nos hallamos aturdidos por una pandemia planetaria, y me temo que los poderosos, con tal pretexto, nos cercenen de nuevo nuestras alternativas, para así figurar ellos imaginariamente como victoriosos ante el juicio supuesto de la historia.
Y todo eso se me reduce, Presidente Giammattei, a meros sueños, “y los sueños sueños son” según al final nos lo confesara bien contrito el segismundo de Calderón de la Barca en “La vida es sueño”.
Y así he decidido regresar a la fe sencilla de mis abuelos, que se supieron, sin sonrojo alguno, muy pequeños ante la infinidad de nuestro Creador y Redentor. Y también así me hallo ahora, como diría don Amable Sánchez, “del todo sosegado”, pues ya no creo ni en los elogios de nadie como tampoco en sus vituperios.
Y por todo eso, déjenme, señores de la política, a solas con mis alternativas. O sea, con mis libertades del día a día.
Por lo tanto no necesito de ningún otro confinamiento más allá del que por el mero sentido común yo me impongo a mí mismo.
Ojalá lo entendiéramos de una vez por todas: la libertad reside en poder escoger.
Por otra parte, nos mantenemos como mamíferos voraces aunque inteligentes, dotados de esta capacidad precisamente de escoger. Y a tales términos se reduce nuestra entera libertad.
Perdóneme, muy apreciado lector, por esta digresión tan abstracta y filosófica. Pero siento que el mundo a nuestro alrededor se nos encoge cada vez más, y mi instinto esta vez animal se rebela contra tanta ausencia de alternativas so pretexto, dicen, del coronavirus.
En eso no me veo diferente a los jóvenes que ahora en los Estados Unidos derriban alocadamente monumentos históricos que no son de su preferencia. Así como de tantos otros iconoclastas de todo género que en la historia se dedicaron a destruir todo lo logrado por otras generaciones y que a ellos los incomodaban. Pues muchos sí resentimos los logros de otros, en contraste a tantos fracasos que nos son propios.
Y así, a esa flor de piel revivimos a diario nuestra condición prehistórica de animales de presa.
Y de paso también reforzamos esa preferencia despótica que suelen encarnar los más jóvenes y quienes se encuentran todavía vacíos de logros “propios”.
Así nos hemos desarrollado y, por lo tanto, así habremos de morir, a menos que nos volvamos santos.
Pero hoy, encima, ya me siento en lo personal parte de este mundo crecientemente de viejos, a nuestro turno cada vez más impotentes cual leones enjaulados, a quienes no nos resta más que rugir y aparentar que todavía podríamos morder…
Tampoco jamás he creído en la tan llevada y traída igualdad entre los seres humanos salvo con respecto a esa bien intencionada hipótesis de que ciertos derechos nos son de carácter universal e igualmente inviolables por cualquiera autoridad.
Pero, insisto, tampoco quiero identificarme con esa hipocresía de la “fraternidad” universal de la que tantas veces he visto abusada para justificar los más crueles y estúpidos despotismos, de Calígula, por ejemplo, o de un Iván el Terrible hasta José Stalin o Mao Zedong.
Y mucho menos el precio de esa “libertad” de la que nos hemos apropiado convenientemente para engañar, o zaherir y hasta para asesinar a nuestros semejantes. Así nos han sido tantos casos como los de Fidel Castro, muy cercano a mi persona, o de Nicolás Maduro, por suerte mía muy lejano, dado que somos muchísimos los que nos hemos visto obligados al exilio.
Aquí en Guatemala, hoy, tal vez dos figuras intelectuales muy respetadas como las de Lionel Toriello o Raúl de la Horra, me podrían responder: “por fin te confiesas, reaccionario incorregible, y como siempre lo has sido”.
Y, por supuesto, tampoco estaría de acuerdo con ese hipotético aserto de personalidades que aprecio y estimo en gran valía.
Entonces, diría el burlón de Jacques Seidner: ¿estás en contra, o a favor, de los principios de la Revolución Francesa, aquella gesta en torno a la cual fuiste educado y encima aun obnubilado durante tu etapa aún juvenil? ¿Ni siquiera retienes aquella trilogía que nos ha sido civilmente “redentora” de la Igualdad, la Libertad y la Fraternidad?…
Pues, le respondería, tampoco con gran entusiasmo.
Porque hoy entiendo que valieron en cuanto soberanos embustes sobre los que descansaron los más elocuentes hipócritas de aquella era revolucionaria, incluido, un cierto marqués de Sade liberado de la prisión de Bastilla nada menos que un 14 de julio de 1789. Por eso, se le ha podido atribuir a Madame Rolland haber dicho, en el carretón chirriante que la llevaba a la guillotina, “¡Libertad, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.
Tal vez mi escepticismo hacia esos grandes protagonistas de la historia es un reflejo del cinismo generalizado que me circunda hacia todo lo excelso y acerca de tantos otros personajes ejemplares de la historia como Cicerón, San Francisco de Asís o Albert Schweitzer.
En otras palabras, no quiero apropiarme aquí y hoy de aquella ilusión hipócrita de siempre, pues ahora creo, con Terencio, que: “Dado que hombre soy, no tengo nada humano por ajeno”, por lo tanto ni de lo que nos ennoblece ni de lo que nos degrada.
Lo que me empuja a referir todo este mi momentáneo rebelde escepticismo a su raíz teológica: a la creciente apostasía de las masas, para comenzar, de su Fe en la Resurrección de Cristo.
Dejémonos, pues, de engañarnos: nuestras objeciones hodiernas no son más que el desencanto por tantos gestos ilusos de otros en el pasado.
Y en ello me mantengo, que nuestro genuino “pecado original” ha sido, y todavía lo es, e hipotéticamente desde Adán y Eva, la hipocresía. Porque, “La mujer que tú me diste por compañera me dio el fruto prohibido, y lo comí” (Génesis 3:12). Ni tampoco la mujer a su turno dijo la verdad: “La serpiente me engañó, y así yo comí también del fruto prohibido.” (Génesis 3:13).
Entonces amigos, ¿cómo resumo las cosas hoy?
De momento nos hallamos aturdidos por una pandemia planetaria, y me temo que los poderosos, con tal pretexto, nos cercenen de nuevo nuestras alternativas, para así figurar ellos imaginariamente como victoriosos ante el juicio supuesto de la historia.
Y todo eso se me reduce, Presidente Giammattei, a meros sueños, “y los sueños sueños son” según al final nos lo confesara bien contrito el segismundo de Calderón de la Barca en “La vida es sueño”.
Y así he decidido regresar a la fe sencilla de mis abuelos, que se supieron, sin sonrojo alguno, muy pequeños ante la infinidad de nuestro Creador y Redentor. Y también así me hallo ahora, como diría don Amable Sánchez, “del todo sosegado”, pues ya no creo ni en los elogios de nadie como tampoco en sus vituperios.
Y por todo eso, déjenme, señores de la política, a solas con mis alternativas. O sea, con mis libertades del día a día.
Por lo tanto no necesito de ningún otro confinamiento más allá del que por el mero sentido común yo me impongo a mí mismo.