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¿Qué quieren realmente quienes se oponen al socorro, la continuidad de Cayalá?

Warren Orbaugh
12 de octubre, 2020

He notado que el grupo de individuos que pretenden impedir que se continúe con la segunda fase del proyecto de urbanización Cayalá, el Socorro, esgrimen argumentos por demás falaces y contradictorios. Parece ser que esconden sus verdaderas intenciones, pues no se advierte congruencia entre sus acciones y lo que predican. 

Uno de los ataques consiste en afirmar que, así como Cayalá, el Socorro, es una “ciudad” de las élites, sólo para los ricos, donde no hay diversidad de estratos sociales. Habiendo venido este argumento de un colega arquitecto, me sorprendió su inexactitud calumniosa. Siendo él, arquitecto, debería saber que la “ciudad” somos el conjunto de ciudadanos y no los edificios. La arquitectura de la ciudad, o sea los edificios se llama “urbe”. Y Cayalá es un barrio dentro de la urbe y no una “ciudad” fuera de la ciudad. Al lego podrá sorprenderle esta distinción técnica, pero necesaria, para entender lo que significa Cayalá y su prolongación en el Socorro. 

Desde hace mucho no se hacen barrios en Guatemala. Ni la mayoría de los arquitectos ni los estudiantes estudian cómo hacerlos. La planificación urbana modernista zonificó las urbes en zonas unifuncionales.  Las llamadas “urbanizaciones” son solamente caseríos, donde la gente tiene sus habitaciones para dormir. Sus vecinos duermen en construcciones que consisten en más de lo mismo: habitaciones para dormir. A diario, los residentes de estos caseríos salen en sus autos o en el transporte público rumbo a sus trabajos, escuelas o universidades que se encuentran en otro lado. Pierden de dos a cuatro horas de su día viajando de su zona dormitorio a su zona de trabajo, donde viven su vida diaria. A la hora de almuerzo, si tienen suerte, hay algún restaurante o comedor al que pueden ir a pie. Sin embargo, las aceras por las que caminan son estrechas y a menudo deben bajarse a la calle para sortear un poste de conducción de cables de electricidad que está a media acera. A veces lo asalta algún delincuente. Hay quienes, teniendo auto, lo utilizan para ir, lentamente en el tránsito, al lugar donde consume sus alimentos. Su vida consiste en viajar en auto de edificio a edificio. Su experiencia urbana diaria es pobre y ordinaria. 

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Cayalá es un ejemplo de solución a este problema. Cayalá no es un centro comercial, ni una zona dormitorio, ni un caserío, ni una zona financiera, ni una zona deportiva. Es un barrio que combina distintas funciones: habitar, trabajar, dormir y cultivar cuerpo y espíritu. A una distancia caminable uno encuentra de todo: comercios, bancos, restaurantes – desde Mc Donald´s a Montano´s –, cines, áreas deportivas, hoteles, parques, viviendas, etc. La gente que vive en Cayalá pertenece a todos los estratos sociales. Porque vivir no es lo mismo que dormir – que lo hace cada uno en su dormitorio, dondequiera que se encuentre – sino que es utilizar sus horas conscientes para alcanzar sus propios fines. Los ciudadanos que trabajan en Cayalá, desde el jardinero, el mesero, el policía, el tendero, el dependiente, el comerciante, el oficinista, el empresario, el entrenador, hasta quien tiene su dormitorio allí, viven a diario una excelente experiencia urbana. El visitante ocasional, que llega a disfrutar de la arquitectura, parques, plazas y esculturas de Cayalá, también busca la oportunidad, aunque sea por un tiempo reducido, de experimentar vivir en un mundo extraordinario, un mundo que lo saca del mundo ordinario de su rutina diaria. Y esto es más que evidente. Sobre todo, se ve los fines de semana cuando la gente elige ir a pasear a Cayalá. No van a la zona 9, ni a la zona 10, ni a la zona 14, ni a la zona 15, ni a la zona 16 – las cuales no generan críticas a pesar de ser igualmente “elitistas”. Es obvio, pues, que el argumento ad hominem, aquí esgrimido contra el proyecto Cayalá y Socorro no es la verdadera razón detrás de la oposición a éstos.

Otro colega, después de narrar que ante la incertidumbre del nuevo milenio visitó la Habana donde, gracias a sus contactos fue recibido y atendido a cuerpo de rey, atacó la propuesta de ampliación de Cayalá con el argumento de ser un atentado contra la naturaleza – desaparición de árboles y fauna – y que su arquitectura recuerda la arquitectura “fascista” de los años 40. Este ad hominem en realidad se refiere a la arquitectura “clásica”, que no sólo era el lenguaje arquitectónico usado por el alemán Speer, los italianos Giovanni Guerrini, Ernesto Bruno La Padula y Mario Romano, sino también por los arquitectos republicanos argentinos Arturo Ochoa, Ismael G. Chiappori y Pedro Mario Vinent, quienes diseñaron la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Buenos Aires, el capitalista norteamericano John Russel Pope, quien diseñó la Galería Nacional de Arte y el monumento a Jefferson, ambos en Washington DC, y muchos otros que diseñaron casas urbanas (“townhouses”) en Nueva York y Londres. 

El término arquitectura clásica se usa para distinguir el arte más erudito, proporcionado, y mejor acabado, (que eleva el discurso tectónico, al mismo tiempo que atiende a las funciones pragmáticas de cobijo, a una representación tectónica simbólica), del arte menor y simple de la mera construcción, puramente funcional, que se denominaba en tiempo de los romanos, arte proletario. La animadversión contra el clasicismo provino de los artistas comunistas de las vanguardias de los años veinte. Especial importancia tuvo la Casa de la Construcción (Bauhaus), la escuela estatal de Weimar, que promovió una arquitectura y arte proletarios, contra los valores burgueses. Arremetieron contra la arquitectura clásica por considerarla la arquitectura de la burguesía capitalista. Despojaron a la arquitectura de todo ornamento y presentaron como modelo, cajas blancas que deberían ser anónimas. Su desencanto fue mayúsculo cuando el estado Soviético eligió, como lenguaje arquitectónico para sus edificios públicos, el clásico, por considerar que describía mejor la supuesta superioridad de su sistema. 

Si bien, el cinismo de mi colega sorprende, pues su amada Habana – aunque se esté cayendo a pedazos por negligencia y sus ciudadanos vivan en miseria – es una urbe clásica. Su lenguaje es como el de Cayalá. 

Pero no es está su única falacia. Su otro argumento va contra la tala de árboles, que considera excesiva en el proyecto urbano el Socorro. Sin embargo, arremete también contra el proyecto hotelero en Izabal, una torre de cuarenta pisos. Es evidente que la incidencia de la construcción de la torre en la tala de árboles es mínima. ¿Entonces? Me parece que sus racionalizaciones son sólo la fachada que esconde su auténtico motivo detrás. ¡Pero ya se deja entrever!

Dice mi colega, justificándolas, que las críticas son contra el irrespeto al bien común, el absurdo y la fealdad. Examinemos estas críticas empezando por la última. Ni el gusto de mi colega, ni el de persona alguna, es criterio de belleza. El perfectamente puede tener mal gusto. Desde luego su opinión contrasta con el de millones de personas que visitan Cayalá y que se toman fotos con su arquitectura como fondo. El punto es irrelevante, pues son los consumidores, con su patrocinio o no, quienes determinan el éxito de un proyecto. Y la evidencia muestra que le gusta a mucha gente.

Con respecto al segundo punto, ¿qué tiene de absurdo valorar más la vida de los humanos que la de las cucarachas, las ratas, las culebras y los mosquitos? La tala de árboles del proyecto es poca comparada con proyectos similares y deja grandes extensiones de bosque a donde emigra la fauna. Lo que sí es absurdo, es no construir barrios. El proyecto, no sólo proveerá miles de empleos durante la fase de construcción, sino que después durante su funcionamiento. Y ofrecerá la posibilidad de una vida urbana de calidad a muchos, de todos los estratos sociales. A Guatemala le urgen barrios como ese. Absurdo es continuar construyendo “urbanizaciones”, que son caseríos, o “ciudades dormitorio” como suele denominárseles, que obligan al ciudadano a desperdiciar un tercio de su vida haciendo cola en el tránsito.

El tercer punto es el más relevante y el que revela las verdaderas intenciones detrás de las críticas. Quiere suponer que el proyecto es un irrespeto al bien común. Y pretende que creamos que bien común es sinónimo de bien de la mayoría. Y que una vez aceptemos como verdadero ese punto, aceptemos como normal la violación del derecho de propiedad de una minoría por la mayoría. Y esa es la verdadera intención detrás de este juego macabro. Por eso hay grupos internacionales que se han metido a apoyar a quienes se oponen al proyecto. ¿Lo dudas? ¿Has visto a estos opositores oponerse a la tala de arboles para establecer los asentamientos de los invasores de fincas privadas en Guatemala? ¡No! ¡Por supuesto que no! Porque estos grupos apoyan la invasión de la propiedad privada. La justifican. La promueven. Desean que la propiedad esté supeditada a la voluntad de la mayoría – o de la minoría que dice representar a la mayoría. La verdadera intención de estos que anhelan ser dictadores, es decirte como puedes o no usar tu propiedad y obligarte a seguir sus órdenes. Pretenden saber mejor que tú, lo que tú quieres o lo que a ti te conviene.

Pero este último argumento también es falaz. El bien común no es sinónimo del bien de la mayoría. El bien común significa el bien de todos, sin excepción. Y ¿cuál es el único bien común en una sociedad? El único bien común es que se respete el derecho individual de cada asociado. Este principio garantiza la vida en concordia de todos en la sociedad. Te garantiza a ti la libertad de disponer de lo que es tuyo, como consideres conveniente, para poder vivir la vida como la quieras vivir. Te garantiza que no te usen otros como esclavo para alcanzar sus fines. Te garantiza que no termines como los infortunados habitantes de la Habana.

Así que, no te dejes engañar. No apoyes a quienes quieren destruir el derecho de propiedad. Si tienen éxito quienes atentan contra la propiedad privada, las victimas en esta ocasión serán los del proyecto el Socorro, mañana serás tú.

¿Qué quieren realmente quienes se oponen al socorro, la continuidad de Cayalá?

Warren Orbaugh
12 de octubre, 2020

He notado que el grupo de individuos que pretenden impedir que se continúe con la segunda fase del proyecto de urbanización Cayalá, el Socorro, esgrimen argumentos por demás falaces y contradictorios. Parece ser que esconden sus verdaderas intenciones, pues no se advierte congruencia entre sus acciones y lo que predican. 

Uno de los ataques consiste en afirmar que, así como Cayalá, el Socorro, es una “ciudad” de las élites, sólo para los ricos, donde no hay diversidad de estratos sociales. Habiendo venido este argumento de un colega arquitecto, me sorprendió su inexactitud calumniosa. Siendo él, arquitecto, debería saber que la “ciudad” somos el conjunto de ciudadanos y no los edificios. La arquitectura de la ciudad, o sea los edificios se llama “urbe”. Y Cayalá es un barrio dentro de la urbe y no una “ciudad” fuera de la ciudad. Al lego podrá sorprenderle esta distinción técnica, pero necesaria, para entender lo que significa Cayalá y su prolongación en el Socorro. 

Desde hace mucho no se hacen barrios en Guatemala. Ni la mayoría de los arquitectos ni los estudiantes estudian cómo hacerlos. La planificación urbana modernista zonificó las urbes en zonas unifuncionales.  Las llamadas “urbanizaciones” son solamente caseríos, donde la gente tiene sus habitaciones para dormir. Sus vecinos duermen en construcciones que consisten en más de lo mismo: habitaciones para dormir. A diario, los residentes de estos caseríos salen en sus autos o en el transporte público rumbo a sus trabajos, escuelas o universidades que se encuentran en otro lado. Pierden de dos a cuatro horas de su día viajando de su zona dormitorio a su zona de trabajo, donde viven su vida diaria. A la hora de almuerzo, si tienen suerte, hay algún restaurante o comedor al que pueden ir a pie. Sin embargo, las aceras por las que caminan son estrechas y a menudo deben bajarse a la calle para sortear un poste de conducción de cables de electricidad que está a media acera. A veces lo asalta algún delincuente. Hay quienes, teniendo auto, lo utilizan para ir, lentamente en el tránsito, al lugar donde consume sus alimentos. Su vida consiste en viajar en auto de edificio a edificio. Su experiencia urbana diaria es pobre y ordinaria. 

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Cayalá es un ejemplo de solución a este problema. Cayalá no es un centro comercial, ni una zona dormitorio, ni un caserío, ni una zona financiera, ni una zona deportiva. Es un barrio que combina distintas funciones: habitar, trabajar, dormir y cultivar cuerpo y espíritu. A una distancia caminable uno encuentra de todo: comercios, bancos, restaurantes – desde Mc Donald´s a Montano´s –, cines, áreas deportivas, hoteles, parques, viviendas, etc. La gente que vive en Cayalá pertenece a todos los estratos sociales. Porque vivir no es lo mismo que dormir – que lo hace cada uno en su dormitorio, dondequiera que se encuentre – sino que es utilizar sus horas conscientes para alcanzar sus propios fines. Los ciudadanos que trabajan en Cayalá, desde el jardinero, el mesero, el policía, el tendero, el dependiente, el comerciante, el oficinista, el empresario, el entrenador, hasta quien tiene su dormitorio allí, viven a diario una excelente experiencia urbana. El visitante ocasional, que llega a disfrutar de la arquitectura, parques, plazas y esculturas de Cayalá, también busca la oportunidad, aunque sea por un tiempo reducido, de experimentar vivir en un mundo extraordinario, un mundo que lo saca del mundo ordinario de su rutina diaria. Y esto es más que evidente. Sobre todo, se ve los fines de semana cuando la gente elige ir a pasear a Cayalá. No van a la zona 9, ni a la zona 10, ni a la zona 14, ni a la zona 15, ni a la zona 16 – las cuales no generan críticas a pesar de ser igualmente “elitistas”. Es obvio, pues, que el argumento ad hominem, aquí esgrimido contra el proyecto Cayalá y Socorro no es la verdadera razón detrás de la oposición a éstos.

Otro colega, después de narrar que ante la incertidumbre del nuevo milenio visitó la Habana donde, gracias a sus contactos fue recibido y atendido a cuerpo de rey, atacó la propuesta de ampliación de Cayalá con el argumento de ser un atentado contra la naturaleza – desaparición de árboles y fauna – y que su arquitectura recuerda la arquitectura “fascista” de los años 40. Este ad hominem en realidad se refiere a la arquitectura “clásica”, que no sólo era el lenguaje arquitectónico usado por el alemán Speer, los italianos Giovanni Guerrini, Ernesto Bruno La Padula y Mario Romano, sino también por los arquitectos republicanos argentinos Arturo Ochoa, Ismael G. Chiappori y Pedro Mario Vinent, quienes diseñaron la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Buenos Aires, el capitalista norteamericano John Russel Pope, quien diseñó la Galería Nacional de Arte y el monumento a Jefferson, ambos en Washington DC, y muchos otros que diseñaron casas urbanas (“townhouses”) en Nueva York y Londres. 

El término arquitectura clásica se usa para distinguir el arte más erudito, proporcionado, y mejor acabado, (que eleva el discurso tectónico, al mismo tiempo que atiende a las funciones pragmáticas de cobijo, a una representación tectónica simbólica), del arte menor y simple de la mera construcción, puramente funcional, que se denominaba en tiempo de los romanos, arte proletario. La animadversión contra el clasicismo provino de los artistas comunistas de las vanguardias de los años veinte. Especial importancia tuvo la Casa de la Construcción (Bauhaus), la escuela estatal de Weimar, que promovió una arquitectura y arte proletarios, contra los valores burgueses. Arremetieron contra la arquitectura clásica por considerarla la arquitectura de la burguesía capitalista. Despojaron a la arquitectura de todo ornamento y presentaron como modelo, cajas blancas que deberían ser anónimas. Su desencanto fue mayúsculo cuando el estado Soviético eligió, como lenguaje arquitectónico para sus edificios públicos, el clásico, por considerar que describía mejor la supuesta superioridad de su sistema. 

Si bien, el cinismo de mi colega sorprende, pues su amada Habana – aunque se esté cayendo a pedazos por negligencia y sus ciudadanos vivan en miseria – es una urbe clásica. Su lenguaje es como el de Cayalá. 

Pero no es está su única falacia. Su otro argumento va contra la tala de árboles, que considera excesiva en el proyecto urbano el Socorro. Sin embargo, arremete también contra el proyecto hotelero en Izabal, una torre de cuarenta pisos. Es evidente que la incidencia de la construcción de la torre en la tala de árboles es mínima. ¿Entonces? Me parece que sus racionalizaciones son sólo la fachada que esconde su auténtico motivo detrás. ¡Pero ya se deja entrever!

Dice mi colega, justificándolas, que las críticas son contra el irrespeto al bien común, el absurdo y la fealdad. Examinemos estas críticas empezando por la última. Ni el gusto de mi colega, ni el de persona alguna, es criterio de belleza. El perfectamente puede tener mal gusto. Desde luego su opinión contrasta con el de millones de personas que visitan Cayalá y que se toman fotos con su arquitectura como fondo. El punto es irrelevante, pues son los consumidores, con su patrocinio o no, quienes determinan el éxito de un proyecto. Y la evidencia muestra que le gusta a mucha gente.

Con respecto al segundo punto, ¿qué tiene de absurdo valorar más la vida de los humanos que la de las cucarachas, las ratas, las culebras y los mosquitos? La tala de árboles del proyecto es poca comparada con proyectos similares y deja grandes extensiones de bosque a donde emigra la fauna. Lo que sí es absurdo, es no construir barrios. El proyecto, no sólo proveerá miles de empleos durante la fase de construcción, sino que después durante su funcionamiento. Y ofrecerá la posibilidad de una vida urbana de calidad a muchos, de todos los estratos sociales. A Guatemala le urgen barrios como ese. Absurdo es continuar construyendo “urbanizaciones”, que son caseríos, o “ciudades dormitorio” como suele denominárseles, que obligan al ciudadano a desperdiciar un tercio de su vida haciendo cola en el tránsito.

El tercer punto es el más relevante y el que revela las verdaderas intenciones detrás de las críticas. Quiere suponer que el proyecto es un irrespeto al bien común. Y pretende que creamos que bien común es sinónimo de bien de la mayoría. Y que una vez aceptemos como verdadero ese punto, aceptemos como normal la violación del derecho de propiedad de una minoría por la mayoría. Y esa es la verdadera intención detrás de este juego macabro. Por eso hay grupos internacionales que se han metido a apoyar a quienes se oponen al proyecto. ¿Lo dudas? ¿Has visto a estos opositores oponerse a la tala de arboles para establecer los asentamientos de los invasores de fincas privadas en Guatemala? ¡No! ¡Por supuesto que no! Porque estos grupos apoyan la invasión de la propiedad privada. La justifican. La promueven. Desean que la propiedad esté supeditada a la voluntad de la mayoría – o de la minoría que dice representar a la mayoría. La verdadera intención de estos que anhelan ser dictadores, es decirte como puedes o no usar tu propiedad y obligarte a seguir sus órdenes. Pretenden saber mejor que tú, lo que tú quieres o lo que a ti te conviene.

Pero este último argumento también es falaz. El bien común no es sinónimo del bien de la mayoría. El bien común significa el bien de todos, sin excepción. Y ¿cuál es el único bien común en una sociedad? El único bien común es que se respete el derecho individual de cada asociado. Este principio garantiza la vida en concordia de todos en la sociedad. Te garantiza a ti la libertad de disponer de lo que es tuyo, como consideres conveniente, para poder vivir la vida como la quieras vivir. Te garantiza que no te usen otros como esclavo para alcanzar sus fines. Te garantiza que no termines como los infortunados habitantes de la Habana.

Así que, no te dejes engañar. No apoyes a quienes quieren destruir el derecho de propiedad. Si tienen éxito quienes atentan contra la propiedad privada, las victimas en esta ocasión serán los del proyecto el Socorro, mañana serás tú.

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