Por Gonzalo Cabrera
Ahora han cambiado las cosas, poco a poco, a pasos tímidos; aunque no mucho en realidad. Desde que me fui de Guatemala no volví a sentir el mismo aire que giraba en la arboleda de la cumbre María Tecún, azotado en frío, ardiendo en el bosque y observando a la distancia el lago inmenso de Sololá. Me fui de Guatemala en 1994, gobernaba Ramiro de León Carpio, personaje a quien el Congreso de la época le confió la presidencia luego del escándalo de Serrano. Y yo que ilusamente he tenido en el imaginario propio la idea de que en esa época se vivía en una Guatemala dividida. Pues ya no, amigo; la distancia observa con acierto la alternancia de los tiempos. ‘And nothing ‘gainst Time’s scythe can make defence…’
Emigrar fuera de Guatemala le otorga a uno la virtud de aprender a pensar. Sobretodo cuando se vive de manera solitaria, saliendo por las mañanas en la Rue des Batignolles, bajar unas cuadras adelante a la estación de Rome y seguir el trayecto de Boissière, Trocadèro, hasta la hermosa vista de Bir Hakeim. Aquí mi ruta diaria en la que cavilo.
Ya no ocupo mi tiempo en descifrar la belleza de esta ciudad generosa y sufrida, París, sino que descubro en cada esquina la complejidad de los rostros y de la condición de las personas. Veo en las galerías, los bistrots y los museos, sujetos aleccionando a otros sobre el arte y los procesos políticos históricos. Las guerras napoleónicas, la obra de Renoir y Cézanne, las críticas que lanzan al sistema de gobierno norteamericano y la amplia gama de anécdotas relacionadas con los amoríos y las trampas de Jack Kennedy. Cautiva mi mente observar a las personas abarcar estos temas, ya que la arrogancia sobresale en las palabras y en el ego. Somos tan arrogantes los seres humanos, que hacemos propios los sucesos que nunca vivimos y adornamos con nuestro ingenio aquellas fábulas que seguramente ocurrieron de manera diferente. Pero así somos, amigo. Así encontramos en nosotros el sentido de entender la vida.
Como migrante te lo digo, vivir fuera de Guatemala no es fácil. Aquí el clima es duro e imponente. Los días largos y la soledad inmensa. Imagínate lo que habrán vivido aquellos hombres y mujeres valientes que emigraron a nuestro continente para alcanzar la mal llamada paz de las Américas, a principios del siglo XX.
Sobre todo quienes llegaron al paraíso americano navegando en vistas a la Gran Manzana, la capital del mundo, a ese crisol de culturas que es la ciudad de Nueva York. Imagina, amigo mío, que arrivando en las filas de Ellis Island uno podía identificar la nacionalidad de las personas con tan solo observar la forma en que vestían. En base a las prendas uno podía identificar al italiano, al irlandés, al nórdico, al alemán. ¿Cómo se supone que hoy en día, en plena fila de migración en Charles de Gaulle, identifiquemos nosotros la nacionalidad de los otros cuando todos vestimos igual? Esos son los cambios en el tiempo, amigo. Ellis Island ha quedado ya muy lejos.
Hace algunos días leí en los diarios sobre un migrante latino que le estrechó su mano a Robert Kennedy justo antes que a este lo asesinaran en la cocina del Hotel Ambassador. Contaba el migrante, con tristeza, que él tuvo la culpa de que las balas hayan alcanzado a aquel icónico político. Pero sobretodo lamentó el haberle dado la mano, ya que si él se hubiese hecho a un lado Bobby habría salido con prontitud de la cocina y la historia hubiese sido otra. Pero en esta vida no existen los hubiera, y es así la forma en que construimos nuestro camino.
No pasará mucho tiempo en lo que vuelvo a Guatemala y ver con mis ojos todo lo que ocurre allá, que me entretiene enormemente a la distancia. Tampoco tardaremos en estar sentados en algún café o bar de la Séptima Avenida, compartiendo lo que la hazaña nos ha enseñado a lo largo de los años. Sólo hay un miedo que me acecha y me consume, el de pisar de nuevo las calles y avenidas con una mente de foráneo. Sentirse forastero y ver con ojos diferentes la belleza que despierta el pavimento mojado en una tarde de lluvia en la Ciudad de Guatemala. Espero sentir que pertenezco, que siempre estuve aquí.
República es ajena a la opinión expresada en este artículo
Por Gonzalo Cabrera
Ahora han cambiado las cosas, poco a poco, a pasos tímidos; aunque no mucho en realidad. Desde que me fui de Guatemala no volví a sentir el mismo aire que giraba en la arboleda de la cumbre María Tecún, azotado en frío, ardiendo en el bosque y observando a la distancia el lago inmenso de Sololá. Me fui de Guatemala en 1994, gobernaba Ramiro de León Carpio, personaje a quien el Congreso de la época le confió la presidencia luego del escándalo de Serrano. Y yo que ilusamente he tenido en el imaginario propio la idea de que en esa época se vivía en una Guatemala dividida. Pues ya no, amigo; la distancia observa con acierto la alternancia de los tiempos. ‘And nothing ‘gainst Time’s scythe can make defence…’
Emigrar fuera de Guatemala le otorga a uno la virtud de aprender a pensar. Sobretodo cuando se vive de manera solitaria, saliendo por las mañanas en la Rue des Batignolles, bajar unas cuadras adelante a la estación de Rome y seguir el trayecto de Boissière, Trocadèro, hasta la hermosa vista de Bir Hakeim. Aquí mi ruta diaria en la que cavilo.
Ya no ocupo mi tiempo en descifrar la belleza de esta ciudad generosa y sufrida, París, sino que descubro en cada esquina la complejidad de los rostros y de la condición de las personas. Veo en las galerías, los bistrots y los museos, sujetos aleccionando a otros sobre el arte y los procesos políticos históricos. Las guerras napoleónicas, la obra de Renoir y Cézanne, las críticas que lanzan al sistema de gobierno norteamericano y la amplia gama de anécdotas relacionadas con los amoríos y las trampas de Jack Kennedy. Cautiva mi mente observar a las personas abarcar estos temas, ya que la arrogancia sobresale en las palabras y en el ego. Somos tan arrogantes los seres humanos, que hacemos propios los sucesos que nunca vivimos y adornamos con nuestro ingenio aquellas fábulas que seguramente ocurrieron de manera diferente. Pero así somos, amigo. Así encontramos en nosotros el sentido de entender la vida.
Como migrante te lo digo, vivir fuera de Guatemala no es fácil. Aquí el clima es duro e imponente. Los días largos y la soledad inmensa. Imagínate lo que habrán vivido aquellos hombres y mujeres valientes que emigraron a nuestro continente para alcanzar la mal llamada paz de las Américas, a principios del siglo XX.
Sobre todo quienes llegaron al paraíso americano navegando en vistas a la Gran Manzana, la capital del mundo, a ese crisol de culturas que es la ciudad de Nueva York. Imagina, amigo mío, que arrivando en las filas de Ellis Island uno podía identificar la nacionalidad de las personas con tan solo observar la forma en que vestían. En base a las prendas uno podía identificar al italiano, al irlandés, al nórdico, al alemán. ¿Cómo se supone que hoy en día, en plena fila de migración en Charles de Gaulle, identifiquemos nosotros la nacionalidad de los otros cuando todos vestimos igual? Esos son los cambios en el tiempo, amigo. Ellis Island ha quedado ya muy lejos.
Hace algunos días leí en los diarios sobre un migrante latino que le estrechó su mano a Robert Kennedy justo antes que a este lo asesinaran en la cocina del Hotel Ambassador. Contaba el migrante, con tristeza, que él tuvo la culpa de que las balas hayan alcanzado a aquel icónico político. Pero sobretodo lamentó el haberle dado la mano, ya que si él se hubiese hecho a un lado Bobby habría salido con prontitud de la cocina y la historia hubiese sido otra. Pero en esta vida no existen los hubiera, y es así la forma en que construimos nuestro camino.
No pasará mucho tiempo en lo que vuelvo a Guatemala y ver con mis ojos todo lo que ocurre allá, que me entretiene enormemente a la distancia. Tampoco tardaremos en estar sentados en algún café o bar de la Séptima Avenida, compartiendo lo que la hazaña nos ha enseñado a lo largo de los años. Sólo hay un miedo que me acecha y me consume, el de pisar de nuevo las calles y avenidas con una mente de foráneo. Sentirse forastero y ver con ojos diferentes la belleza que despierta el pavimento mojado en una tarde de lluvia en la Ciudad de Guatemala. Espero sentir que pertenezco, que siempre estuve aquí.
República es ajena a la opinión expresada en este artículo