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Historias Urbanas | Ceremonia

Redacción República
18 de octubre, 2020

Ceremonia, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

A la memoria de Luis Ortiz Archila

La corteza del pino está repleta de machetazos. Una mariposa nocturna se fatiga, tratando de despegarse de la resina. Piensa en lo que va a demorar su incorporación al ámbar e imagina al ser gomoso, provisto de tentáculos, que la estudiará dentro de miles de años. La Tierra será un planeta frío y deshabitado en permanente rotación alrededor de la enana blanca que sustituyó al resplandor del Sol.

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Pone la caja de zapatos a la par del árbol.

—Aquí llegamos.

Dejará de cavar cuando las rodillas quepan dentro del foso. Lo quiere hondo para que la lluvia no lo vacíe. Cuida de no lastimar las raíces con la pala. Si no, le causará heridas que servirán de refugio y alimento a las gallinas ciegas. Suerte que el gorgojo de pino no llega hasta acá. Se acuerda de la plaga que aniquiló grandes extensiones de los bosques allá por Huehuetenango.

—¿Qué anda haciendo?

Es uno de los campesinos de los alrededores. Botas de hule, pantalón de lona, camisa de manga larga y machete al cinto. No aparenta su edad. El vapor acompaña su respirar.

Las manos le duelen al sacar una piedra más grande de lo previsto.

—¿Qué es lo que trae ahí?

Señala la caja.

Poca gente atraviesa el paraje. Es el sitio perfecto para garantizarse alguna soledad. Y como sucede con los planes que se meditan demasiado, tiene que vérselas con un preguntón.

—Vea si quiere.

Dentro yace un loro tieso. Aún reluce el verdor de sus plumas.

—Bertoldo se llamaba. Se me murió anoche. Vengo a regresarlo acá, a la naturaleza. 

Intenta bromear.

—Tampoco iba a andar enterrando un par de zapatos.

—¿Y ya le pidió permiso al dueño del monte?

El dueño del monte. Conoce esa historia. Se refiere a un ser albino y gigantesco, carente de cuello, que recorre los bosques del área. Su temperamento es pacífico y asustadizo —huye de las personas que se lo encuentran cerro adentro, a la orilla de los arroyos donde busca cangrejos para alimentarse—, pero se vuelve una fiera protectora durante la época de veda.

Recuerda al cazador desobediente que mató a su esposa e hijos al confundirlos con venados. Los lugareños le rezan pidiéndole lluvias y cosechas abundantes.

La ubicación de los sitios donde le prenden candelas y queman incienso sigue en secreto. No lo supieron los frailes dominicos y tampoco los pastores evangélicos.

—No, todavía no le he pedido permiso al dueño del monte. Mire, no creo que se moleste. Procuro no tocar el árbol. Y vengo a devolverle algo que tomé prestado.

—Debiera pedirle, por si acaso.

El recelo se ablanda.

—Por aquello de las dudas —se dice.

El dueño del monte estará más ocupado con las explosiones que desbaratan la ladera este del cerro. Acaba de oír una. El eco la propagó en dirección al sur, donde las nubes, húmedas de tan cerca, rodean la cumbre de las montañas.

Van a ampliar la carretera, un hilo rocoso ante el cual sucumben los jeeps de doble tracción en toda época del año.

—Está bien, le voy a pedir permiso al dueño del cerro.

El campesino inclina la cabeza.

—Dios lo bendiga.

«Que Tzultak’a esté contigo», murmura al verlo alejarse.

Después sigue abriendo el agujero.

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Pone la caja de zapatos a la par del árbol.

—Aquí llegamos.

Dejará de cavar cuando las rodillas quepan dentro del foso. Lo quiere hondo para que la lluvia no lo vacíe. Cuida de no lastimar las raíces con la pala. Si no, le causará heridas que servirán de refugio y alimento a las gallinas ciegas. Suerte que el gorgojo de pino no llega hasta acá. Se acuerda de la plaga que aniquiló grandes extensiones de los bosques allá por Huehuetenango.

—¿Qué anda haciendo?

Es uno de los campesinos de los alrededores. Botas de hule, pantalón de lona, camisa de manga larga y machete al cinto. No aparenta su edad. El vapor acompaña su respirar.

Las manos le duelen al sacar una piedra más grande de lo previsto.

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Señala la caja.

Poca gente atraviesa el paraje. Es el sitio perfecto para garantizarse alguna soledad. Y como sucede con los planes que se meditan demasiado, tiene que vérselas con un preguntón.

—Vea si quiere.

Dentro yace un loro tieso. Aún reluce el verdor de sus plumas.

—Bertoldo se llamaba. Se me murió anoche. Vengo a regresarlo acá, a la naturaleza. 

Intenta bromear.

—Tampoco iba a andar enterrando un par de zapatos.

—¿Y ya le pidió permiso al dueño del monte?

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Recuerda al cazador desobediente que mató a su esposa e hijos al confundirlos con venados. Los lugareños le rezan pidiéndole lluvias y cosechas abundantes.

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—No, todavía no le he pedido permiso al dueño del monte. Mire, no creo que se moleste. Procuro no tocar el árbol. Y vengo a devolverle algo que tomé prestado.

—Debiera pedirle, por si acaso.

El recelo se ablanda.

—Por aquello de las dudas —se dice.

El dueño del monte estará más ocupado con las explosiones que desbaratan la ladera este del cerro. Acaba de oír una. El eco la propagó en dirección al sur, donde las nubes, húmedas de tan cerca, rodean la cumbre de las montañas.

Van a ampliar la carretera, un hilo rocoso ante el cual sucumben los jeeps de doble tracción en toda época del año.

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Después sigue abriendo el agujero.

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