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Drama del hombre de hábitos

Redacción República
16 de febrero, 2019

Drama del hombre de hábitos, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Desde acá domino buena parte del comedor. A esta hora hay poca gente; la mayoría viene con sus loncheras, o entra con la comida que ordenó por teléfono –o fue a comprar a la calle– desde la una de la tarde.

No me gusta que compartan mi lugar. Dejo que se lleven las sillas para completar el número de comensales en las mesas cercanas, pero nada de que se sienten a la par mía.

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No quiero escuchar confidencias, enterarme que tal compañera está que se cae de tan buena que es, o explicar, las veces que sean necesarias, por qué le voy al AEK de Atenas en vez del Barcelona, el Real Madrid, Municipal y Comunicaciones.

También lo hago por pudor: no sé usar los cubiertos para cortar la carne de pollo y no voy a dar el espectáculo de comer con las manos ante personas que ni conozco.

Así que entiendo muy bien el drama del hombre de hábitos. Es otro solitario; suele enfrascarse en consultas a su computadora portátil mientras su tenedor juega entre los fideos, el arroz y la ensalada que acompañan el plato fuerte del día. Lleva bufanda aunque apriete el calor y no se corta el pelo desde hace tiempo.

El hombre de hábitos solía ocupar la mesa a la par del mostrador donde se sirve la comida. Escribo solía y lo subrayo pues la mesa, su mesa –es curiosa la pertenencia que se llega a sentir ante el mobiliario utilizado en la oficina: se llega a decir mi escritorio, mi teléfono, mi gaveta como si fuéramos a llevarlos a casa el día que sucumbamos al recorte de personal– la incorporan, desde hace un par de semanas, para ampliar el espacio donde almuerzan los albañiles contratados para completar el tercer piso del edificio.

Desterrado, el hombre de hábitos se resignó a ocupar otro sitio a corta distancia del mío. No es la primera vez que le alteran sus costumbres. Me fijé que siempre busca ser el tercero en ocupar sitio en la cola para recibir su bandeja, platos y cubiertos.

No el segundo, o el cuarto o el quinto: el tercero. Lo comprobé el día que me le adelanté, tal era mi prisa por capturar el mejor cuadril de pollo bañado en salsa de queso. Vi de reojo que alzó los brazos cual Moisés a punto de estrellar las tablas de la ley contra el suelo. Desde esa tarde me dediqué a observarlo y a estudiarlo para comprender, en lo que estuviera a mi alcance, por qué se comporta así.

Aunque llegó a salir más temprano, siempre encontró una gorra o un termo colocado encima de su mesa, señal de que ya era terreno apartado. Dejó de consultar su computadora con la asiduidad del que quiere que todos pasen de largo, delante suyo, y nadie se detenga a preguntarle la hora. Ahora su tenedor hurga con frenesí entre el plato de acompañamiento.

Creo que si existiera, y lo tuviera a la mano, utilizaría el gas de la risa creado por el Joker según declara el primer número de la revista Batman (verano de 1940). Así dejaría tiesos a los invasores y volvería a disponer de su mesa y su silla para él solito.

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No me gusta que compartan mi lugar. Dejo que se lleven las sillas para completar el número de comensales en las mesas cercanas, pero nada de que se sienten a la par mía.

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No quiero escuchar confidencias, enterarme que tal compañera está que se cae de tan buena que es, o explicar, las veces que sean necesarias, por qué le voy al AEK de Atenas en vez del Barcelona, el Real Madrid, Municipal y Comunicaciones.

También lo hago por pudor: no sé usar los cubiertos para cortar la carne de pollo y no voy a dar el espectáculo de comer con las manos ante personas que ni conozco.

Así que entiendo muy bien el drama del hombre de hábitos. Es otro solitario; suele enfrascarse en consultas a su computadora portátil mientras su tenedor juega entre los fideos, el arroz y la ensalada que acompañan el plato fuerte del día. Lleva bufanda aunque apriete el calor y no se corta el pelo desde hace tiempo.

El hombre de hábitos solía ocupar la mesa a la par del mostrador donde se sirve la comida. Escribo solía y lo subrayo pues la mesa, su mesa –es curiosa la pertenencia que se llega a sentir ante el mobiliario utilizado en la oficina: se llega a decir mi escritorio, mi teléfono, mi gaveta como si fuéramos a llevarlos a casa el día que sucumbamos al recorte de personal– la incorporan, desde hace un par de semanas, para ampliar el espacio donde almuerzan los albañiles contratados para completar el tercer piso del edificio.

Desterrado, el hombre de hábitos se resignó a ocupar otro sitio a corta distancia del mío. No es la primera vez que le alteran sus costumbres. Me fijé que siempre busca ser el tercero en ocupar sitio en la cola para recibir su bandeja, platos y cubiertos.

No el segundo, o el cuarto o el quinto: el tercero. Lo comprobé el día que me le adelanté, tal era mi prisa por capturar el mejor cuadril de pollo bañado en salsa de queso. Vi de reojo que alzó los brazos cual Moisés a punto de estrellar las tablas de la ley contra el suelo. Desde esa tarde me dediqué a observarlo y a estudiarlo para comprender, en lo que estuviera a mi alcance, por qué se comporta así.

Aunque llegó a salir más temprano, siempre encontró una gorra o un termo colocado encima de su mesa, señal de que ya era terreno apartado. Dejó de consultar su computadora con la asiduidad del que quiere que todos pasen de largo, delante suyo, y nadie se detenga a preguntarle la hora. Ahora su tenedor hurga con frenesí entre el plato de acompañamiento.

Creo que si existiera, y lo tuviera a la mano, utilizaría el gas de la risa creado por el Joker según declara el primer número de la revista Batman (verano de 1940). Así dejaría tiesos a los invasores y volvería a disponer de su mesa y su silla para él solito.

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