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Abrirse paso entre los centinelas

Redacción República
03 de noviembre, 2019

Abrirse paso entre los centinelas, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Prefiero colocarme a medio Transmetro. Me evito la incomodidad de ir parado entre los asientos, sintiendo que la mochila a la espalda del otro se me clava entre las vértebras. Y puedo acomodarme para leer.

El problema es abrirse paso entre los pasajeros.

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Hagan de cuenta que me toca salir al ruedo para enfrentar capote en mano a un toro bravo, o subir al cuadrilátero para enfrentarme a un rival que me dobla la estatura y triplica el peso.

Miro para los dos lados, respiro hondo y busco el lugar menos amontonado, donde sea más fácil deslizarse y no se me pase la estación.

En ocasiones hay que abrirse paso entre los costales, los bultos de ropa y los maniquíes que suben los vendedores callejeros con la intención de ahorrarse el pago del taxi.

Otras se tropieza con la gente que prefiere sentarse encima de sus maletas o en el puro suelo.

El inconveniente adquiere matices de guerra declarada si por poco y se machuca las manitas de un niño: todo padre que se precie de serlo debe salir en defensa de su prole.

Al llegar frente a la puerta todavía queda un último obstáculo por superar: caminar entre los centinelas.

Así les digo a los que se paran a la par de cada panel y no se mueven de ahí hasta que se van, sea a mitad de trayecto, sea en la última parada.

Resisten los empujones, tampoco hacen caso de los «compermiso, compermiso» y se enojan si alguien, en su prisa por salir –o con toda intención– los pasa pisoteando.

Sólo en un par de ocasiones, muy espaciadas, llegué a ver que se bajen para facilitar la salida y la entrada a los demás pasajeros.

Ahí permanecen en sus puestos, como si les ordenaran no moverse bajo pena de encierro en el calabozo por tres días, o la revocación del permiso de salida que les corresponde, hasta que venga el relevo.

Semejan las guardias de honor permanentes colocadas ante el mausoleo que resguarda los restos del venerado líder máximo, o el monumento edificado a la memoria de los heroicos padres de la patria.

Solo se permiten cabecear en la madrugada: cada vez hay que levantarse más temprano para medio bañarse, comer algo e irse antes que empiece el tráfico pesado.

Y de ahí no se mueven así los empujen todos los que necesitan bajarse en ese preciso momento.

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Prefiero colocarme a medio Transmetro. Me evito la incomodidad de ir parado entre los asientos, sintiendo que la mochila a la espalda del otro se me clava entre las vértebras. Y puedo acomodarme para leer.

El problema es abrirse paso entre los pasajeros.

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Miro para los dos lados, respiro hondo y busco el lugar menos amontonado, donde sea más fácil deslizarse y no se me pase la estación.

En ocasiones hay que abrirse paso entre los costales, los bultos de ropa y los maniquíes que suben los vendedores callejeros con la intención de ahorrarse el pago del taxi.

Otras se tropieza con la gente que prefiere sentarse encima de sus maletas o en el puro suelo.

El inconveniente adquiere matices de guerra declarada si por poco y se machuca las manitas de un niño: todo padre que se precie de serlo debe salir en defensa de su prole.

Al llegar frente a la puerta todavía queda un último obstáculo por superar: caminar entre los centinelas.

Así les digo a los que se paran a la par de cada panel y no se mueven de ahí hasta que se van, sea a mitad de trayecto, sea en la última parada.

Resisten los empujones, tampoco hacen caso de los «compermiso, compermiso» y se enojan si alguien, en su prisa por salir –o con toda intención– los pasa pisoteando.

Sólo en un par de ocasiones, muy espaciadas, llegué a ver que se bajen para facilitar la salida y la entrada a los demás pasajeros.

Ahí permanecen en sus puestos, como si les ordenaran no moverse bajo pena de encierro en el calabozo por tres días, o la revocación del permiso de salida que les corresponde, hasta que venga el relevo.

Semejan las guardias de honor permanentes colocadas ante el mausoleo que resguarda los restos del venerado líder máximo, o el monumento edificado a la memoria de los heroicos padres de la patria.

Solo se permiten cabecear en la madrugada: cada vez hay que levantarse más temprano para medio bañarse, comer algo e irse antes que empiece el tráfico pesado.

Y de ahí no se mueven así los empujen todos los que necesitan bajarse en ese preciso momento.

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