La artista no solo pinta lo que ve, sino lo que recuerda, lo que extraña y lo que necesita decir. Nacida en Guatemala, criada en México y formada en Colombia, ha vivido entre países, geografías y afectos. Por eso, no sorprende que su obra sea una búsqueda constante de identidad, arraigo y lenguaje propio.
“Cuando uno migra, no se siente de ningún lado”. Esa sensación de extranjería permanente, dice, ha sido una de sus mayores fuentes de inspiración. La pintura, lejos de ser solo una práctica estética, ha sido su medio para adaptarse, reconstruirse y resistir. La soledad del cambio —al llegar a Bogotá, al regresar a Guatemala ya como adulta— la llevó siempre a encontrar un espejo y una válvula de escape en el lienzo.
Su más reciente serie, Migrantes, expuesta durante junio en la Galería Fundación Rozas-Botrán, recoge precisamente ese tránsito. Betancourt toma como referencia fotografías reales de migrantes forzosos —personas desplazadas por crisis sociales, económicas o políticas— y los reubica en paisajes construidos a partir de su experiencia, memoria o imaginación. A menudo están de espaldas, sin rostro, porque podría ser cualquiera de nosotros. Son figuras anónimas, universales, que cargan historias comunes y silenciosas.
“Los migrantes de mis cuadros caminan hacia lugares agradables. No retrato el dolor explícito, sino la esperanza, el deseo de llegar a un sitio donde se pueda estar mejor”, explica.
En algunas obras, los fondos son mapas reales; en otras, fragmentos de paisajes rurales o urbanos que remiten a Colombia, Guatemala u otros lugares lejanos. En una pieza, unos padres quedan mirando hacia el horizonte tras la partida de sus hijos: una escena tejida, literalmente, sobre tela. En otra, se alude al éxodo del campo a la ciudad, usando como soporte visual cartografías de Ciudad de Guatemala.
El trazo suelto, los colores vibrantes y las texturas son parte de su sello, pero también lo es su fidelidad a la pintura como medio. Aunque reconoce que las tendencias actuales valoran lo conceptual, ella ha decidido seguir apostando por el óleo, el acrílico y la pincelada como una forma de vida. La historia del arte —que también enseña con pasión— es su ancla teórica, pero nunca frena su impulso creativo. Todo lo contrario, lo alimenta.
Patricia Betancourt pinta desde el recuerdo, el movimiento y la convicción de que el arte puede ser un refugio. Migrantes es su forma de decir: aquí estamos, caminamos, pertenecemos.
La artista no solo pinta lo que ve, sino lo que recuerda, lo que extraña y lo que necesita decir. Nacida en Guatemala, criada en México y formada en Colombia, ha vivido entre países, geografías y afectos. Por eso, no sorprende que su obra sea una búsqueda constante de identidad, arraigo y lenguaje propio.
“Cuando uno migra, no se siente de ningún lado”. Esa sensación de extranjería permanente, dice, ha sido una de sus mayores fuentes de inspiración. La pintura, lejos de ser solo una práctica estética, ha sido su medio para adaptarse, reconstruirse y resistir. La soledad del cambio —al llegar a Bogotá, al regresar a Guatemala ya como adulta— la llevó siempre a encontrar un espejo y una válvula de escape en el lienzo.
Su más reciente serie, Migrantes, expuesta durante junio en la Galería Fundación Rozas-Botrán, recoge precisamente ese tránsito. Betancourt toma como referencia fotografías reales de migrantes forzosos —personas desplazadas por crisis sociales, económicas o políticas— y los reubica en paisajes construidos a partir de su experiencia, memoria o imaginación. A menudo están de espaldas, sin rostro, porque podría ser cualquiera de nosotros. Son figuras anónimas, universales, que cargan historias comunes y silenciosas.
“Los migrantes de mis cuadros caminan hacia lugares agradables. No retrato el dolor explícito, sino la esperanza, el deseo de llegar a un sitio donde se pueda estar mejor”, explica.
En algunas obras, los fondos son mapas reales; en otras, fragmentos de paisajes rurales o urbanos que remiten a Colombia, Guatemala u otros lugares lejanos. En una pieza, unos padres quedan mirando hacia el horizonte tras la partida de sus hijos: una escena tejida, literalmente, sobre tela. En otra, se alude al éxodo del campo a la ciudad, usando como soporte visual cartografías de Ciudad de Guatemala.
El trazo suelto, los colores vibrantes y las texturas son parte de su sello, pero también lo es su fidelidad a la pintura como medio. Aunque reconoce que las tendencias actuales valoran lo conceptual, ella ha decidido seguir apostando por el óleo, el acrílico y la pincelada como una forma de vida. La historia del arte —que también enseña con pasión— es su ancla teórica, pero nunca frena su impulso creativo. Todo lo contrario, lo alimenta.
Patricia Betancourt pinta desde el recuerdo, el movimiento y la convicción de que el arte puede ser un refugio. Migrantes es su forma de decir: aquí estamos, caminamos, pertenecemos.