Pablo Iriarte no solo es actor de teatro y locutor; también es doctor en Comunicación, egresado de la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC). Lleva 25 años dedicado a la actuación y 18 encarnando a Santa Claus, un personaje que llegó a su vida casi por casualidad y que, con el paso del tiempo, se volvió una presencia inevitable cada diciembre.
Aunque nunca creció con la ilusión de escribirle a Santa para pedir un regalo —porque desde niño supo que los obsequios venían de sus padres—, hoy ese personaje lo atraviesa de una forma profunda y silenciosa. Desde el traje rojo, Pablo no solo reparte sonrisas: también sostiene miradas cargadas de tristeza, escucha deseos que no siempre pueden cumplirse y acompaña a niños en momentos difíciles. Santa, confiesa, no se queda en diciembre; lo sigue, lo transforma y le recuerda, año tras año, que la magia también puede doler.
¿Cómo combinaste el teatro con interpretar a Santa Claus?
—Tengo 25 años dedicándome a la actuación y también a la locución profesional. Y así, sin buscarlo, todo empezó.
¿Cómo surgió tu primera oportunidad para interpretar a Santa Claus?
—Ni yo sabía. No era un deseo mío. Con el teatro uno conoce a muchísima gente, hacés una obra y te conectás con el elenco de otros grupos… se va formando una telaraña de contactos. Conocí a unos amigos que trabajaban como estatuas vivientes y en shows temáticos, allá por 2006–2007. Estaban en Interfer y necesitaban un Santa; me dijeron: “Mirá, vení, hagámosle”. Y fui, sin tener idea de nada. Me empezó a gustar. Sobre todo la reacción de la gente. Yo de niño veía a Santa como se ve a Mickey Mouse: “qué bonito”, y ya. Pero me sorprendió la reacción del niño… y con los años, la del adulto. Me puse a investigar académicamente el personaje: por qué existe, cómo perfeccionarlo, qué significa representarlo. Desde 2007 me puse por primera vez un traje —no este, pero uno— y año con año fui aprendiendo. La gente cambia, las épocas cambian. Hay que saber cómo no asustar a un niño ni incomodar a un adulto. Así nació todo, sin planearlo.
¿Cómo eran tus Navidades de niño?
—Eran simples: quemar cohetes en la cuadra, el estreno… aunque yo no entendía bien su significado. Hoy ya sé, y ahora mejor ahorro (ríe). ¿Tus papás te inculcaron la idea de Santa? —No. Yo disfrutaba ver caricaturas en canales nacionales, porque cable no tenía: duendes, Frosty, Santa… esa fantasía me encantaba. Pero no sentía ese deseo de “quiero conocerlo” o “quiero ser él”. Mis papás tampoco me negaron su existencia. Recuerdo que mi papá una vez pasó por la ventana imitando a Santa, hizo el “jojojo”, y al regresar ya estaban los regalos en el árbol. Ya de adulto pienso: ¡qué bonito detalle! Pero nunca tuve la ilusión de escribir una carta o esperarlo como tal. Sabía que los regalos venían de mis papás.
¿Alguna vez tuviste conflicto con amigos por creer o no creer en Santa?
—Nunca. En mi época —los ochenta— simplemente no se discutía. Se hablaba más de posadas que de Santa. Era algo normal, sin drama.
¿Qué edad tenías cuando lo interpretaste por primera vez?
—Tengo 46 y llevo 18 años de hacerlo. Así que tenía alrededor de 28 años.
¿Cómo fue esa primera experiencia?
—Linda. Éramos tres Santas. Ver la reacción de la gente era increíble. Mi estilo siempre ha sido el Santa inglés, por eso uso el traje abierto. Con los años fui puliendo detalles, pero desde ese primer año supe que había algo especial. Después me volvieron a llamar, luego vinieron desfiles… y así fue creciendo.
¿Recuerdas alguna anécdota con niños que te haya marcado?
—Muchas. Por ejemplo, cuando se acercan y dicen: “Ojalá Santa me lleve un regalo”, y detrás de eso hay algo más profundo. He escuchado: “Santa, mis papás no te leen porque nunca llegas”, “Ojalá mi papá compre el arbolito”, “Ojalá mi hermanita se mejore” o “solo quiero que mis papás ya no peleen”. En hospitales es aún más fuerte: niños con cables, tratamientos, y uno debe mantener la compostura. Te ven como Santa, no como Pablo. Y uno se quiebra por dentro, pero después, cuando ya me quito todo, sí lloro. Hay encuentros que te marcan para siempre.
¿Cómo logras mantenerte firme en situaciones tan emocionales?
—Respirar. Recordar que soy el personaje. Lo aprendí también en teatro, cuando trabajamos con niños con VIH. Tienes que sostenerte porque ellos ven a Santa, no a la persona detrás. Después ya viene el desahogo, la oración, pedir por ellos. Este personaje no solo da alegría: también acompaña en momentos muy duros.
¿De qué manera tu formación actoral influye en la forma en que construyes y sostienes al personaje de Santa Claus?
—Muchísimo. Me da herramientas para improvisar, para responder con sentido cuando alguien llega triste, cuando un niño te confía algo delicado. Santa no puede despedirse diciendo “qué mal”, sino contener, animar, acompañar. La actuación me ayuda a leer a la gente, a sostener la escena y a improvisar con cariño.
¿Qué tipo de reacciones has encontrado en los adultos y hay alguna experiencia en particular que se te haya quedado grabada?
—Varias. Una vez un señor grande, muy corpulento, llegó diciendo que todos se iban a reír de él por su peso. Le contesté: “¿Y qué tiene de malo tu cuerpo? ¿Cómo que está mal? Mírame a mí”. Y se relajó. Se sentó. Jugamos. Y me encantó ver a ese adulto convertirse en niño. Eso pasa mucho: hombres y mujeres que nunca tuvieron a Santa en su infancia, y ahora lo viven por primera vez y se emocionan.
¿Siempre sabes qué vas a hacer en cada evento?
—Más o menos. Pregunto dónde será, si habrá música, si habrá niños, adultos, adolescentes… y con eso preparo el enfoque. Pero no me gusta que intervengan: “Déjenme llevar, yo me encargo”. Improviso según el público.
¿Quién es Pablo Iriarte cuando se quita el traje rojo de Santa Claus y a qué dedica su tiempo fuera de la temporada navideña?
—Estudio, investigo, asesoro tesis, doy clases de teatro, de expresión artística, de locución para niños. Trabajo mucho en Escenarte, en zona 14. Afortunadamente, los cursos terminan en la primera semana de diciembre y no chocan con la temporada fuerte.
Pablo Iriarte no solo es actor de teatro y locutor; también es doctor en Comunicación, egresado de la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC). Lleva 25 años dedicado a la actuación y 18 encarnando a Santa Claus, un personaje que llegó a su vida casi por casualidad y que, con el paso del tiempo, se volvió una presencia inevitable cada diciembre.
Aunque nunca creció con la ilusión de escribirle a Santa para pedir un regalo —porque desde niño supo que los obsequios venían de sus padres—, hoy ese personaje lo atraviesa de una forma profunda y silenciosa. Desde el traje rojo, Pablo no solo reparte sonrisas: también sostiene miradas cargadas de tristeza, escucha deseos que no siempre pueden cumplirse y acompaña a niños en momentos difíciles. Santa, confiesa, no se queda en diciembre; lo sigue, lo transforma y le recuerda, año tras año, que la magia también puede doler.
¿Cómo combinaste el teatro con interpretar a Santa Claus?
—Tengo 25 años dedicándome a la actuación y también a la locución profesional. Y así, sin buscarlo, todo empezó.
¿Cómo surgió tu primera oportunidad para interpretar a Santa Claus?
—Ni yo sabía. No era un deseo mío. Con el teatro uno conoce a muchísima gente, hacés una obra y te conectás con el elenco de otros grupos… se va formando una telaraña de contactos. Conocí a unos amigos que trabajaban como estatuas vivientes y en shows temáticos, allá por 2006–2007. Estaban en Interfer y necesitaban un Santa; me dijeron: “Mirá, vení, hagámosle”. Y fui, sin tener idea de nada. Me empezó a gustar. Sobre todo la reacción de la gente. Yo de niño veía a Santa como se ve a Mickey Mouse: “qué bonito”, y ya. Pero me sorprendió la reacción del niño… y con los años, la del adulto. Me puse a investigar académicamente el personaje: por qué existe, cómo perfeccionarlo, qué significa representarlo. Desde 2007 me puse por primera vez un traje —no este, pero uno— y año con año fui aprendiendo. La gente cambia, las épocas cambian. Hay que saber cómo no asustar a un niño ni incomodar a un adulto. Así nació todo, sin planearlo.
¿Cómo eran tus Navidades de niño?
—Eran simples: quemar cohetes en la cuadra, el estreno… aunque yo no entendía bien su significado. Hoy ya sé, y ahora mejor ahorro (ríe). ¿Tus papás te inculcaron la idea de Santa? —No. Yo disfrutaba ver caricaturas en canales nacionales, porque cable no tenía: duendes, Frosty, Santa… esa fantasía me encantaba. Pero no sentía ese deseo de “quiero conocerlo” o “quiero ser él”. Mis papás tampoco me negaron su existencia. Recuerdo que mi papá una vez pasó por la ventana imitando a Santa, hizo el “jojojo”, y al regresar ya estaban los regalos en el árbol. Ya de adulto pienso: ¡qué bonito detalle! Pero nunca tuve la ilusión de escribir una carta o esperarlo como tal. Sabía que los regalos venían de mis papás.
¿Alguna vez tuviste conflicto con amigos por creer o no creer en Santa?
—Nunca. En mi época —los ochenta— simplemente no se discutía. Se hablaba más de posadas que de Santa. Era algo normal, sin drama.
¿Qué edad tenías cuando lo interpretaste por primera vez?
—Tengo 46 y llevo 18 años de hacerlo. Así que tenía alrededor de 28 años.
¿Cómo fue esa primera experiencia?
—Linda. Éramos tres Santas. Ver la reacción de la gente era increíble. Mi estilo siempre ha sido el Santa inglés, por eso uso el traje abierto. Con los años fui puliendo detalles, pero desde ese primer año supe que había algo especial. Después me volvieron a llamar, luego vinieron desfiles… y así fue creciendo.
¿Recuerdas alguna anécdota con niños que te haya marcado?
—Muchas. Por ejemplo, cuando se acercan y dicen: “Ojalá Santa me lleve un regalo”, y detrás de eso hay algo más profundo. He escuchado: “Santa, mis papás no te leen porque nunca llegas”, “Ojalá mi papá compre el arbolito”, “Ojalá mi hermanita se mejore” o “solo quiero que mis papás ya no peleen”. En hospitales es aún más fuerte: niños con cables, tratamientos, y uno debe mantener la compostura. Te ven como Santa, no como Pablo. Y uno se quiebra por dentro, pero después, cuando ya me quito todo, sí lloro. Hay encuentros que te marcan para siempre.
¿Cómo logras mantenerte firme en situaciones tan emocionales?
—Respirar. Recordar que soy el personaje. Lo aprendí también en teatro, cuando trabajamos con niños con VIH. Tienes que sostenerte porque ellos ven a Santa, no a la persona detrás. Después ya viene el desahogo, la oración, pedir por ellos. Este personaje no solo da alegría: también acompaña en momentos muy duros.
¿De qué manera tu formación actoral influye en la forma en que construyes y sostienes al personaje de Santa Claus?
—Muchísimo. Me da herramientas para improvisar, para responder con sentido cuando alguien llega triste, cuando un niño te confía algo delicado. Santa no puede despedirse diciendo “qué mal”, sino contener, animar, acompañar. La actuación me ayuda a leer a la gente, a sostener la escena y a improvisar con cariño.
¿Qué tipo de reacciones has encontrado en los adultos y hay alguna experiencia en particular que se te haya quedado grabada?
—Varias. Una vez un señor grande, muy corpulento, llegó diciendo que todos se iban a reír de él por su peso. Le contesté: “¿Y qué tiene de malo tu cuerpo? ¿Cómo que está mal? Mírame a mí”. Y se relajó. Se sentó. Jugamos. Y me encantó ver a ese adulto convertirse en niño. Eso pasa mucho: hombres y mujeres que nunca tuvieron a Santa en su infancia, y ahora lo viven por primera vez y se emocionan.
¿Siempre sabes qué vas a hacer en cada evento?
—Más o menos. Pregunto dónde será, si habrá música, si habrá niños, adultos, adolescentes… y con eso preparo el enfoque. Pero no me gusta que intervengan: “Déjenme llevar, yo me encargo”. Improviso según el público.
¿Quién es Pablo Iriarte cuando se quita el traje rojo de Santa Claus y a qué dedica su tiempo fuera de la temporada navideña?
—Estudio, investigo, asesoro tesis, doy clases de teatro, de expresión artística, de locución para niños. Trabajo mucho en Escenarte, en zona 14. Afortunadamente, los cursos terminan en la primera semana de diciembre y no chocan con la temporada fuerte.
EL TIPO DE CAMBIO DE HOY ES DE: