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No es furia, es agotamiento colectivo

.
Alicia Utrera
05 de octubre, 2025

El semáforo sigue en rojo en la zona 9, una cámara capta a un automovilista que embiste varias veces a un motorista. La ciudad no se detiene, pero el video abre una pregunta incómoda: ¿qué tan agotada está la salud mental colectiva?.

“Salud mental es armonía con uno mismo, con los demás y con la naturaleza”, menciona Marco Antonio Garavito, director de la Liga Guatemalteca de Higiene Mental. Insiste en que es un fenómeno relacional: no se construye —ni se deteriora— en soledad, sino en la fricción diaria con familia, trabajo, barrio y ciudad. Cuando esas relaciones se vacían de respeto y empatía, aparece la agresividad como reflejo.

La capital impone un laboratorio cotidiano de estrés. La evidencia regional muestra que la demora por congestión, más que el tiempo de viaje “libre”, se asocia con mayor probabilidad de síntomas depresivos en once ciudades latinoamericanas; además, un mejor acceso a transporte formal se vincula con menos depresión que conducir a diario. La conclusión abre una ventana de política pública: aliviar atascos y mejorar cobertura de transporte puede traducirse en beneficios de salud mental, no solo de movilidad.

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La psicóloga clínica, Carolina Solís, lo describe así: “El tránsito es un disparador sostenido: ruido, imprevisibilidad, riesgo. Si la activación no se regula, sube la irritabilidad, se altera el sueño y la gente responde con furia a estímulos mínimos”. En su experiencia, el malestar se exacerba  cuando fuera del volante también faltan espacios de escucha, rutinas de descanso y redes de apoyo.

En el otro extremo, María Elena Rojas, conduce menos desde que su empresa adoptó teletrabajo parcial. “Antes llegaba drenada y discutía en casa por cualquier cosa. Con tres días de home office duermo mejor y manejo con más paciencia”. Su relato coincide con la literatura: condiciones de viaje menos inciertas y trayectos menos congestionados reducen el desgaste emocional.

Un país en alerta: salud mental bajo presión

Guatemala arrastra alarmas propias. Entre enero y julio de 2023, un estudio reveló que 34178 personas recibieron diagnóstico de trastornos mentales y del comportamiento; cerca de 40 % era menor de 19 años.

Depresión, ansiedad y problemas por uso de sustancias, ocupan los primeros lugares. En la carga de enfermedad, los trastornos mentales, neurológicos, por consumo de sustancias y el suicidio concentran cerca de 17 % de los AVAD (Años de Vida Ajustados por Discapacidad) y 35 % de los AVD ( Años Vividos con Discapacidad), según el perfil país de la OPS.

Garavito sitúa la frustración como antesala de la violencia. En una sociedad donde conviven problemas económicos, trayectos extensos, servicios públicos insuficientes e inseguridad, el umbral de reactividad baja y la agresividad aflora: contra otros —en la vía, en casa, en el trabajo— y contra uno mismo —alcohol, drogas, descuidos extremos—.

No todo es patología clínica, advierte; hay sufrimiento psicosocial que exige prevención, tejido comunitario y respuestas de proximidad. Los datos dentro del sistema refuerzan el cuadro. Durante la pandemia, el estudio HÉROES, realizado en el sistema de salud de Guatemala, reportó prevalencias altas de malestar psicológico y síntomas depresivos, señalando exposición prolongada al estrés y necesidad de apoyos breves accesibles. El hallazgo no se limita a hospitales: retrata qué ocurre cuando la presión se vuelve estado permanente.

La salud mental se construye en red

Si la salud mental depende de nuestras relaciones, entonces la solución también debe ser colectiva. La prevención ya no es solo una idea general: se convierte en acciones concretas. Por ejemplo, enseñar a manejar las emociones en escuelas y empresas, contar con protocolos para actuar ante crisis, y ofrecer atención psicológica breve y efectiva cerca de donde vive y trabaja la gente, opinan expertos.

También se trata de organizar mejor los horarios laborales, promover modalidades híbridas para evitar aglomeraciones, y mejorar la movilidad con transporte digno, aceras seguras y carriles confiables. Estudios urbanos muestran que reducir los tiempos de espera y facilitar el acceso a servicios tiene un impacto directo en el bienestar emocional de las personas, agregan.

En muchos países de la región, el sistema de salud sigue centrado en lo clínico y en el gasto hospitalario, mientras que la inversión en prevención y apoyo comunitario es mínima. Cambiar esa mirada —sin dejar de lado lo médico— significa entender que intervenir a tiempo y estar cerca de la gente puede evitar sufrimiento y gastos mayores en el futuro.

El video viral de la zona 9 no reveló un problema nuevo: lo resumió. Cuando el respeto se pierde y la ciudad genera más estrés que protección, la violencia encuentra espacio para crecer.

Cuidar la salud mental no es solo responsabilidad individual. Es una tarea colectiva que requiere redes de apoyo, tiempo para descansar, sistemas que respondan a tiempo y una movilidad urbana que no robe horas de vida. En palabras de Garavito, “el horizonte sigue siendo exigente y simple a la vez, hay que recuperar la armonía con uno mismo, con los demás y con el entorno”.

No es furia, es agotamiento colectivo

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Alicia Utrera
05 de octubre, 2025

El semáforo sigue en rojo en la zona 9, una cámara capta a un automovilista que embiste varias veces a un motorista. La ciudad no se detiene, pero el video abre una pregunta incómoda: ¿qué tan agotada está la salud mental colectiva?.

“Salud mental es armonía con uno mismo, con los demás y con la naturaleza”, menciona Marco Antonio Garavito, director de la Liga Guatemalteca de Higiene Mental. Insiste en que es un fenómeno relacional: no se construye —ni se deteriora— en soledad, sino en la fricción diaria con familia, trabajo, barrio y ciudad. Cuando esas relaciones se vacían de respeto y empatía, aparece la agresividad como reflejo.

La capital impone un laboratorio cotidiano de estrés. La evidencia regional muestra que la demora por congestión, más que el tiempo de viaje “libre”, se asocia con mayor probabilidad de síntomas depresivos en once ciudades latinoamericanas; además, un mejor acceso a transporte formal se vincula con menos depresión que conducir a diario. La conclusión abre una ventana de política pública: aliviar atascos y mejorar cobertura de transporte puede traducirse en beneficios de salud mental, no solo de movilidad.

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La psicóloga clínica, Carolina Solís, lo describe así: “El tránsito es un disparador sostenido: ruido, imprevisibilidad, riesgo. Si la activación no se regula, sube la irritabilidad, se altera el sueño y la gente responde con furia a estímulos mínimos”. En su experiencia, el malestar se exacerba  cuando fuera del volante también faltan espacios de escucha, rutinas de descanso y redes de apoyo.

En el otro extremo, María Elena Rojas, conduce menos desde que su empresa adoptó teletrabajo parcial. “Antes llegaba drenada y discutía en casa por cualquier cosa. Con tres días de home office duermo mejor y manejo con más paciencia”. Su relato coincide con la literatura: condiciones de viaje menos inciertas y trayectos menos congestionados reducen el desgaste emocional.

Un país en alerta: salud mental bajo presión

Guatemala arrastra alarmas propias. Entre enero y julio de 2023, un estudio reveló que 34178 personas recibieron diagnóstico de trastornos mentales y del comportamiento; cerca de 40 % era menor de 19 años.

Depresión, ansiedad y problemas por uso de sustancias, ocupan los primeros lugares. En la carga de enfermedad, los trastornos mentales, neurológicos, por consumo de sustancias y el suicidio concentran cerca de 17 % de los AVAD (Años de Vida Ajustados por Discapacidad) y 35 % de los AVD ( Años Vividos con Discapacidad), según el perfil país de la OPS.

Garavito sitúa la frustración como antesala de la violencia. En una sociedad donde conviven problemas económicos, trayectos extensos, servicios públicos insuficientes e inseguridad, el umbral de reactividad baja y la agresividad aflora: contra otros —en la vía, en casa, en el trabajo— y contra uno mismo —alcohol, drogas, descuidos extremos—.

No todo es patología clínica, advierte; hay sufrimiento psicosocial que exige prevención, tejido comunitario y respuestas de proximidad. Los datos dentro del sistema refuerzan el cuadro. Durante la pandemia, el estudio HÉROES, realizado en el sistema de salud de Guatemala, reportó prevalencias altas de malestar psicológico y síntomas depresivos, señalando exposición prolongada al estrés y necesidad de apoyos breves accesibles. El hallazgo no se limita a hospitales: retrata qué ocurre cuando la presión se vuelve estado permanente.

La salud mental se construye en red

Si la salud mental depende de nuestras relaciones, entonces la solución también debe ser colectiva. La prevención ya no es solo una idea general: se convierte en acciones concretas. Por ejemplo, enseñar a manejar las emociones en escuelas y empresas, contar con protocolos para actuar ante crisis, y ofrecer atención psicológica breve y efectiva cerca de donde vive y trabaja la gente, opinan expertos.

También se trata de organizar mejor los horarios laborales, promover modalidades híbridas para evitar aglomeraciones, y mejorar la movilidad con transporte digno, aceras seguras y carriles confiables. Estudios urbanos muestran que reducir los tiempos de espera y facilitar el acceso a servicios tiene un impacto directo en el bienestar emocional de las personas, agregan.

En muchos países de la región, el sistema de salud sigue centrado en lo clínico y en el gasto hospitalario, mientras que la inversión en prevención y apoyo comunitario es mínima. Cambiar esa mirada —sin dejar de lado lo médico— significa entender que intervenir a tiempo y estar cerca de la gente puede evitar sufrimiento y gastos mayores en el futuro.

El video viral de la zona 9 no reveló un problema nuevo: lo resumió. Cuando el respeto se pierde y la ciudad genera más estrés que protección, la violencia encuentra espacio para crecer.

Cuidar la salud mental no es solo responsabilidad individual. Es una tarea colectiva que requiere redes de apoyo, tiempo para descansar, sistemas que respondan a tiempo y una movilidad urbana que no robe horas de vida. En palabras de Garavito, “el horizonte sigue siendo exigente y simple a la vez, hay que recuperar la armonía con uno mismo, con los demás y con el entorno”.

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