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India 1997: crónica de un desconcierto feliz

.
Marcos Jacobo Suárez Sipmann
21 de septiembre, 2025

Llegué a India pensando en contar historias, pero pronto descubrí que era ella quien escribiría la mía. Calles ensordecedoras, colores desbordantes, calor sofocante, multitudes y mercados caóticos me pusieron a prueba a cada instante. Fue un viaje intenso, tan desafiante como fascinante, que terminó convirtiéndose en la gran aventura de mi vida.

La agencia de prensa nos envió a Isabel, mi compañera de proyecto, y a mí a cubrir los 50 años de independencia. Tras las primeras dificultades de adaptación, llegó un tiempo de sorpresa y entusiasmo. Nos sostuvo siempre el humor compartido y el deseo de descubrir el subcontinente.

Aterrizamos en mayo en Nueva Delhi, entre retratos de Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru que evocaban la independencia del Reino Unido. Pero la partición de 1947 dejó un millón de muertos y millones de desplazados. Hoy, India y Pakistán, ambos convertidos en potencias nucleares, aún se disputan Cachemira.

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Los discursos oficiales hablaban de democracia consolidada y progreso económico. Para escuchar la otra versión bastaba charlar con un taxista: “Independencia significa que podemos elegir a nuestros políticos… pero todos roban”.

El primer ministro I. K Gujral encabezaba un gobierno de coalición con apoyo externo del Partido del Congreso. Su política exterior, la Doctrina Gujral, buscaba mejorar las relaciones con los vecinos de Asia Meridional.

En julio asumió K. R. Narayanan, el primer presidente dalit (intocable). Un hecho histórico en una república marcada por una sociedad de castas. Un sistema de cuotas buscaba reparar siglos de exclusión. Esto provocaba tensiones con otras castas que se sentían desplazadas.

En la Vieja Delhi reinaba el caos: mercados atiborrados, mendigos, encantadores de serpientes, monos y, sobre todo, vacas famélicas que detenían el tráfico con su calma sagrada. Los rickshaws, rápidos y baratos, eran traqueteo, humo y regateo constante, más que transporte, una inmersión cultural que siempre nos hacía reír. El Estado se imponía en monumentos como el Rajpath, la gran avenida ceremonial heredada del poder británico. Allí, cada 26 de enero, tanques, soldados y bailarines desfilaban en el Día de la República.

.

Los edificios coloniales se alzaban como recordatorio de que la historia nunca desaparece del todo. En Connaught Place visitamos librerías donde se podía encontrar desde Tagore hasta Naipaul. Mientras explorábamos la capital, conversamos con miembros del gabinete y analizamos la estructura empresarial. Uno de los ministros a los que entrevisté era dalit.

Nos desplazamos al joven estado de Haryana, vecino de Delhi. En 1997 era ya un polo industrial emergente. La ciudad de Gurgaon se perfilaba como centro de negocios.

Hubo momentos para el ocio que aprovechamos a fondo. A orillas del Yamuna, en Agra (estado de Uttar Pradesh), visitamos el Fuerte Rojo y el Taj Mahal, que, más que un monumento al amor, recuerda que la historia india está entrelazada con el islam, el mestizaje y las dinastías mogolas.

En Jaipur, la “ciudad rosa”, admiramos el Hawa Mahal, el Palacio de los Vientos. Levantado en 1799, su fachada de panal rosa con más de 900 ventanas permitía a las mujeres del harén observar la vida urbana sin ser vistas. Con su código de honor, sus fortalezas y palacios, los rajputs marcaron la historia de Rajastán. Muchos rajás cedieron voluntariamente sus privilegios para integrarse a la India contemporánea, en un mosaico de pactos, tensiones y acuerdos, donde el romanticismo de los elefantes decorados ocultaba las luchas de poder.

En Varanasi fuimos testigos del profundo peso de la religión hindú. La antigua Benares, considerada ciudad santa y la más antigua habitada de India, se extiende a orillas del Ganges, el gran río sagrado. Navegamos en barca de madrugada para contemplar el amanecer, entre ghats con piras de cremación, peregrinos en sus baños rituales y templos que resonaban con mantras.

Resultó chocante constatar la incesante discriminación hacia la mujer. Aunque la Constitución garantizaba igualdad, los avances eran lentos: matrimonios concertados, dotes, desigualdad laboral y violencia doméstica seguían presentes. Presenciamos parte de una de esas bodas: días de festejos, banquetes interminables y un colorido que transformaba la ceremonia en un verdadero teatro.

En la capital celebramos el gran día. El 15 de agosto de 1947 Nehru había proclamado la independencia. Sus palabras imperecederas: “En el toque de la hora de medianoche, cuando el mundo duerme, India despertará a la vida y a la libertad”.

Fuimos “invitados de honor” del Ministerio de Asuntos Exteriores a una recepción en el emblemático Hotel The Ashok. En el salón de banquetes nos sentimos pequeños y, a la vez, privilegiados. Tras la cena, salimos a la terraza para contemplar cómo los fuegos artificiales iluminaban Delhi, el cierre perfecto de una velada que jamás olvidaré.

En Bombay —oficialmente Mumbai— exploramos el centro financiero de la capital de Maharashtra. Dialogamos con C. Rangarajan, gobernador del Reserve Bank, con el presidente de la Bolsa y con numerosos banqueros y empresarios. También conocimos a Nani Palkhivala, brillante jurista, orador y exembajador en EE. UU., defensor de la Constitución y la economía liberal, quien me obsequió algunos de sus libros dedicados.

.

Hablamos con Naresh Goyal, fundador de Jet Airways, y entrevistamos a Y.S.R. Prasad, pionero en reactores atómicos, y al Dr. Chidambaram, director del programa nuclear civil y militar. Nos trasladamos a Pune, donde la fábrica Bajaj Auto, bajo Rahul Bajaj, impulsaba la movilidad de las clases media y rural. Entre rascacielos y barrios marginales, se veía la dualidad del país: democracia y progreso, pero con pobreza persistente.

La agencia nos hospedó en el icónico hotel Taj Mahal. Allí nos hablaron de la historia del establecimiento. Incluso nos mostraron las suites que ocuparon los Beatles cuando visitaron el país.   

El torbellino inabarcable de Bombay desplegaba su doble cara. La riqueza colonial en la Puerta de la India, la estación Victoria Terminus con su arquitectura gótica y el Marine Drive: único lugar de reunión sin jerarquías para mirar el mar. Y, al mismo tiempo, infinitas barriadas pobres sin servicios básicos y un hedor insoportable. 

En septiembre estallaba un fervor colectivo durante el Ganpati Festival, celebración dedicada al dios elefante Ganesha, señor de la sabiduría. Las calles se llenaron de procesiones con enormes figuras pintadas de colores. 

No olvidamos Bollywood, la gigantesca industria cinematográfica en hindi, aunque gran parte del cine popular del subcontinente se hace en maratí, tamil, telugu, bengalí, canarés y malayalam. Fuimos al cine: tres horas de melodrama, canciones, acción y comedia, aunque para nosotros lo más fascinante fue observar al público aplaudir, gritar y bailar en la sala. Trasladarnos en ferry a la isla de Elefanta nos dio un respiro, entre cavernas talladas y colosales estatuas de Shiva de más de mil años, donde el tiempo parecía detenido.

En otra excursión disfrutamos de las playas de Goa, menos turísticas entonces, donde la huella portuguesa se percibía en iglesias, basílicas, nombres de calles y cocina. Nuestra siguiente etapa nos llevó a la pujante Hyderabad, con su herencia musulmana mostró la fortaleza de Golconda y la visión empresarial de Chandrababu Naidu, chief minister de Andhra Pradesh, impulsor de la tecnología y la informatización que consolidó "Cyberabad".

En Madrás (hoy Chennai), capital de Tamil Nadu, descubrimos el sur de India: orgulloso de su lengua, cultura y dioses, con una comida aún más picante que la del norte. Mientras el norte es mayoritariamente aria, el sur es dravidiano, con tensiones latentes: “nos gobiernan en hindi, pero soñamos en tamil”, nos confesaron.

.

Cuando llegamos a Bangalore, capital de Karnataka, ya se hablaba del “Silicon Valley de la India”. El chief minister J. H. Patel nos contó que bajo su liderazgo se logró atraer empresas como Infosys y Wipro, cuyos ejecutivos también entrevistamos. Presenciamos la transformación de un país agrícola en potencia tecnológica, un cambio de paradigma matizado por la persistente pobreza.

En tren nos trasladamos a Mysore. El vagón era un microcosmos: familias compartiendo fruta, vendedores, estudiantes y viajeros que nos preguntaban de dónde veníamos con naturalidad. La “capital del sur”, con su imponente palacio, herencia de los maharajás, nos recibió con un aire más calmado que el frenesí de Bangalore.

India revela una diversidad religiosa asombrosa. Los dioses del hinduismo —mayoritario— se multiplican en templos y calles; Vishnu, Shiva, Durga… y Hanuman, el dios mono, símbolo de fuerza y mi favorito. Hinduismo y budismo comparten orígenes comunes. Los musulmanes, con más de 200 millones hoy, constituyen la segunda comunidad más grande del mundo. Al norte, los sijs se distinguen por su porte, turbantes impecables y barba larga, combinando devoción religiosa con valentía marcial. Los cristianos, alrededor de 20 millones, se concentran en Kerala, Tamil Nadu y Goa. En Bombay conocimos a los parsis, descendientes de zoroastrianos que huyeron de Persia hace siglos.

Es imposible resumir India. Durante nuestra estancia compré tantos libros que en Madrás decidí enviarlos a casa por barco. Cincuenta años después de la independencia, encontramos un país debatiéndose entre actualidad y tradición, esperanza y frustración, diversidad y fragmentación. Aquel aniversario era, y sigue siendo, un proceso vivo, inmenso, contradictorio y fascinante… como la propia India.

 

 

India 1997: crónica de un desconcierto feliz

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Marcos Jacobo Suárez Sipmann
21 de septiembre, 2025

Llegué a India pensando en contar historias, pero pronto descubrí que era ella quien escribiría la mía. Calles ensordecedoras, colores desbordantes, calor sofocante, multitudes y mercados caóticos me pusieron a prueba a cada instante. Fue un viaje intenso, tan desafiante como fascinante, que terminó convirtiéndose en la gran aventura de mi vida.

La agencia de prensa nos envió a Isabel, mi compañera de proyecto, y a mí a cubrir los 50 años de independencia. Tras las primeras dificultades de adaptación, llegó un tiempo de sorpresa y entusiasmo. Nos sostuvo siempre el humor compartido y el deseo de descubrir el subcontinente.

Aterrizamos en mayo en Nueva Delhi, entre retratos de Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru que evocaban la independencia del Reino Unido. Pero la partición de 1947 dejó un millón de muertos y millones de desplazados. Hoy, India y Pakistán, ambos convertidos en potencias nucleares, aún se disputan Cachemira.

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Los discursos oficiales hablaban de democracia consolidada y progreso económico. Para escuchar la otra versión bastaba charlar con un taxista: “Independencia significa que podemos elegir a nuestros políticos… pero todos roban”.

El primer ministro I. K Gujral encabezaba un gobierno de coalición con apoyo externo del Partido del Congreso. Su política exterior, la Doctrina Gujral, buscaba mejorar las relaciones con los vecinos de Asia Meridional.

En julio asumió K. R. Narayanan, el primer presidente dalit (intocable). Un hecho histórico en una república marcada por una sociedad de castas. Un sistema de cuotas buscaba reparar siglos de exclusión. Esto provocaba tensiones con otras castas que se sentían desplazadas.

En la Vieja Delhi reinaba el caos: mercados atiborrados, mendigos, encantadores de serpientes, monos y, sobre todo, vacas famélicas que detenían el tráfico con su calma sagrada. Los rickshaws, rápidos y baratos, eran traqueteo, humo y regateo constante, más que transporte, una inmersión cultural que siempre nos hacía reír. El Estado se imponía en monumentos como el Rajpath, la gran avenida ceremonial heredada del poder británico. Allí, cada 26 de enero, tanques, soldados y bailarines desfilaban en el Día de la República.

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Los edificios coloniales se alzaban como recordatorio de que la historia nunca desaparece del todo. En Connaught Place visitamos librerías donde se podía encontrar desde Tagore hasta Naipaul. Mientras explorábamos la capital, conversamos con miembros del gabinete y analizamos la estructura empresarial. Uno de los ministros a los que entrevisté era dalit.

Nos desplazamos al joven estado de Haryana, vecino de Delhi. En 1997 era ya un polo industrial emergente. La ciudad de Gurgaon se perfilaba como centro de negocios.

Hubo momentos para el ocio que aprovechamos a fondo. A orillas del Yamuna, en Agra (estado de Uttar Pradesh), visitamos el Fuerte Rojo y el Taj Mahal, que, más que un monumento al amor, recuerda que la historia india está entrelazada con el islam, el mestizaje y las dinastías mogolas.

En Jaipur, la “ciudad rosa”, admiramos el Hawa Mahal, el Palacio de los Vientos. Levantado en 1799, su fachada de panal rosa con más de 900 ventanas permitía a las mujeres del harén observar la vida urbana sin ser vistas. Con su código de honor, sus fortalezas y palacios, los rajputs marcaron la historia de Rajastán. Muchos rajás cedieron voluntariamente sus privilegios para integrarse a la India contemporánea, en un mosaico de pactos, tensiones y acuerdos, donde el romanticismo de los elefantes decorados ocultaba las luchas de poder.

En Varanasi fuimos testigos del profundo peso de la religión hindú. La antigua Benares, considerada ciudad santa y la más antigua habitada de India, se extiende a orillas del Ganges, el gran río sagrado. Navegamos en barca de madrugada para contemplar el amanecer, entre ghats con piras de cremación, peregrinos en sus baños rituales y templos que resonaban con mantras.

Resultó chocante constatar la incesante discriminación hacia la mujer. Aunque la Constitución garantizaba igualdad, los avances eran lentos: matrimonios concertados, dotes, desigualdad laboral y violencia doméstica seguían presentes. Presenciamos parte de una de esas bodas: días de festejos, banquetes interminables y un colorido que transformaba la ceremonia en un verdadero teatro.

En la capital celebramos el gran día. El 15 de agosto de 1947 Nehru había proclamado la independencia. Sus palabras imperecederas: “En el toque de la hora de medianoche, cuando el mundo duerme, India despertará a la vida y a la libertad”.

Fuimos “invitados de honor” del Ministerio de Asuntos Exteriores a una recepción en el emblemático Hotel The Ashok. En el salón de banquetes nos sentimos pequeños y, a la vez, privilegiados. Tras la cena, salimos a la terraza para contemplar cómo los fuegos artificiales iluminaban Delhi, el cierre perfecto de una velada que jamás olvidaré.

En Bombay —oficialmente Mumbai— exploramos el centro financiero de la capital de Maharashtra. Dialogamos con C. Rangarajan, gobernador del Reserve Bank, con el presidente de la Bolsa y con numerosos banqueros y empresarios. También conocimos a Nani Palkhivala, brillante jurista, orador y exembajador en EE. UU., defensor de la Constitución y la economía liberal, quien me obsequió algunos de sus libros dedicados.

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Hablamos con Naresh Goyal, fundador de Jet Airways, y entrevistamos a Y.S.R. Prasad, pionero en reactores atómicos, y al Dr. Chidambaram, director del programa nuclear civil y militar. Nos trasladamos a Pune, donde la fábrica Bajaj Auto, bajo Rahul Bajaj, impulsaba la movilidad de las clases media y rural. Entre rascacielos y barrios marginales, se veía la dualidad del país: democracia y progreso, pero con pobreza persistente.

La agencia nos hospedó en el icónico hotel Taj Mahal. Allí nos hablaron de la historia del establecimiento. Incluso nos mostraron las suites que ocuparon los Beatles cuando visitaron el país.   

El torbellino inabarcable de Bombay desplegaba su doble cara. La riqueza colonial en la Puerta de la India, la estación Victoria Terminus con su arquitectura gótica y el Marine Drive: único lugar de reunión sin jerarquías para mirar el mar. Y, al mismo tiempo, infinitas barriadas pobres sin servicios básicos y un hedor insoportable. 

En septiembre estallaba un fervor colectivo durante el Ganpati Festival, celebración dedicada al dios elefante Ganesha, señor de la sabiduría. Las calles se llenaron de procesiones con enormes figuras pintadas de colores. 

No olvidamos Bollywood, la gigantesca industria cinematográfica en hindi, aunque gran parte del cine popular del subcontinente se hace en maratí, tamil, telugu, bengalí, canarés y malayalam. Fuimos al cine: tres horas de melodrama, canciones, acción y comedia, aunque para nosotros lo más fascinante fue observar al público aplaudir, gritar y bailar en la sala. Trasladarnos en ferry a la isla de Elefanta nos dio un respiro, entre cavernas talladas y colosales estatuas de Shiva de más de mil años, donde el tiempo parecía detenido.

En otra excursión disfrutamos de las playas de Goa, menos turísticas entonces, donde la huella portuguesa se percibía en iglesias, basílicas, nombres de calles y cocina. Nuestra siguiente etapa nos llevó a la pujante Hyderabad, con su herencia musulmana mostró la fortaleza de Golconda y la visión empresarial de Chandrababu Naidu, chief minister de Andhra Pradesh, impulsor de la tecnología y la informatización que consolidó "Cyberabad".

En Madrás (hoy Chennai), capital de Tamil Nadu, descubrimos el sur de India: orgulloso de su lengua, cultura y dioses, con una comida aún más picante que la del norte. Mientras el norte es mayoritariamente aria, el sur es dravidiano, con tensiones latentes: “nos gobiernan en hindi, pero soñamos en tamil”, nos confesaron.

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Cuando llegamos a Bangalore, capital de Karnataka, ya se hablaba del “Silicon Valley de la India”. El chief minister J. H. Patel nos contó que bajo su liderazgo se logró atraer empresas como Infosys y Wipro, cuyos ejecutivos también entrevistamos. Presenciamos la transformación de un país agrícola en potencia tecnológica, un cambio de paradigma matizado por la persistente pobreza.

En tren nos trasladamos a Mysore. El vagón era un microcosmos: familias compartiendo fruta, vendedores, estudiantes y viajeros que nos preguntaban de dónde veníamos con naturalidad. La “capital del sur”, con su imponente palacio, herencia de los maharajás, nos recibió con un aire más calmado que el frenesí de Bangalore.

India revela una diversidad religiosa asombrosa. Los dioses del hinduismo —mayoritario— se multiplican en templos y calles; Vishnu, Shiva, Durga… y Hanuman, el dios mono, símbolo de fuerza y mi favorito. Hinduismo y budismo comparten orígenes comunes. Los musulmanes, con más de 200 millones hoy, constituyen la segunda comunidad más grande del mundo. Al norte, los sijs se distinguen por su porte, turbantes impecables y barba larga, combinando devoción religiosa con valentía marcial. Los cristianos, alrededor de 20 millones, se concentran en Kerala, Tamil Nadu y Goa. En Bombay conocimos a los parsis, descendientes de zoroastrianos que huyeron de Persia hace siglos.

Es imposible resumir India. Durante nuestra estancia compré tantos libros que en Madrás decidí enviarlos a casa por barco. Cincuenta años después de la independencia, encontramos un país debatiéndose entre actualidad y tradición, esperanza y frustración, diversidad y fragmentación. Aquel aniversario era, y sigue siendo, un proceso vivo, inmenso, contradictorio y fascinante… como la propia India.

 

 

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