El ambiente que rodea a Federico Cordero está marcado por el fútbol. Basta mirar hacia el jardín para descubrirlo: dos porterías cuentan su historia. La más pequeña, vencida por el tiempo, es aquella que le permitió soñar con partidos reales. Otra más grande, instalada después, refleja la seriedad de sus entrenamientos. Ese escenario lo ha visto transformarse, hasta llegar al día en que, con solo 15 años, debutó en la Liga Mayor de Guatemala.
Adentro, en una mesa, se apilan camisetas de diferentes tallas. Algunas tan diminutas que le hacen recordar a cuando apenas tenía fuerza para empujar la pelota. Son parte de una colección que lo acompaña desde siempre. La escena completa no deja duda: es una casa que respira fútbol.
Durante la conversación, Federico sonríe todo el tiempo, pero mueve sus manos de manera inquieta, como si en cualquier momento fuera a tomar una pelota. Los nervios lo acompañan, pero nunca le roban la claridad con la que habla de su objetivo: ser futbolista profesional.
El recuerdo de sus inicios es inmediato. Desde los dos años jugaba con el balón: “De chiquito lo que quería era jugar fútbol, era mi sueño”, afirma, sin perder la sonrisa. Ese sueño lo llevó a una academia de fútbol, donde Paulo César Motta —experimentado guardameta guatemalteco— lo invitó a unas pruebas para integrarse a la sub-15 de Aurora. En 2023, comenzó un camino que pronto se aceleraría.
“Nunca pensé que esto iba a pasar tan rápido”, admite sobre su salto al primer equipo. Lo soñaba, pero no lo veía posible tan pronto. Desde entonces todo corrió con la velocidad de un contragolpe.
El técnico costarricense, Saúl Phillips, juega un papel importante. No solo lo hizo debutar, también ha sido un acompañamiento dentro y fuera de la cancha para acoplarse con confianza al camerino mayor y no sentirse como un desconocido.
La escena que cualquier niño imagina, pero pocos viven tan temprano, llegó el 7 de septiembre: con 15 años y 13 días, su nombre quedó en la historia del fútbol nacional como uno de los debuts más jóvenes en la historia. Aunque había calentado, no estaba seguro de si entraría.
Cuando su técnico le dio la señal, la adrenalina tomó el mando. “Estaba nervioso, pero feliz también”, recuerda. Entró en el minuto 90+2, consciente de que podía ser un instante fugaz pero eterno.
Había pensado en qué pasaría si recibía la pelota, pero cuando la tuvo, en su mente solo existía el partido. La magnitud del momento lo golpeó después. Sus compañeros lo rodearon con felicitaciones. “Somos un grupo muy unido”, repite, agradecido.
En las gradas lo observaban sus abuelos, Horacio Cordero y Omar “Bocha” Sanzogni. Dos nombres que pesan en el fútbol guatemalteco. Horacio levantó títulos con Municipal desde el banquillo y dejó huella como formador de varias generaciones; Omar “Bocha” fue un volante fino que vistió la camiseta de Aurora y de otros clubes con jerarquía. Federico sabe que esa historia lo precede, y que cada paso suyo inevitablemente se mira a la luz de ese pasado.
Él asume con orgullo portar esos apellidos. Es motivo de alegría, no de presión. “Ellos tienen su historia, yo quiero hacer la mía”, dice. Y mientras habla de ellos, suele buscar con la mirada a su padre como si buscara su complicidad silenciosa.
El fútbol, en su vida, no es solo pasión; es también herencia. Con su papá conversa después de cada partido. Si juega mal, recibe correcciones; si juega bien, reconocimiento. A la exigencia se suman los valores que considera su guía: respeto, responsabilidad y disciplina de llegar siempre puntual a los entrenos.
Incluso la posición que ocupa en la cancha parece heredada por la familia. Desde niño lo ubicaron en el mediocentro ofensivo, “Me gusta jugar ahí porque la pelota siempre está. En el medio se arma todo”, cuenta, mientras, con un balón ya entre sus pies, hace pequeñas técnicas. Los nervios se disipan, porque aquí se mueve con naturalidad.
En ese rol también encuentra inspiración en referentes cercanos. Entre los nombres nacionales que lo motivan menciona a José Manuel “Moyo” Contreras, el mediocampista que jugó en Argentina y que le demuestra que desde Guatemala también se puede.
Los anhelos, sin embargo, apuntan más lejos. Quiere jugar en la élite mundial, aunque lo dice con calma, sin obsesión. También quiere figurar en una Selección. Puede hacerlo por Guatemala o Argentina. “Representar un país es el sueño de cualquier futbolista. En Guatemala sería mucha alegría poder ir a un primer mundial”.
Pero entonces la conversación regresa a su realidad más inmediata y uno recuerda que todavía es un joven de 15 años. Entre sueños de estadios y mundiales, su día a día transcurre entre cuadernos, entrenamientos y tareas por la noche. “Si no es con el fútbol, el estudio es lo que te da futuro”, afirma, como si llevara esa frase grabada.
Cuando logra un respiro, le gusta tomar el control de su consola y jugar al FIFA. A su edad, cada frase suena como un anticipo, cada gesto como una promesa. Ya probó el vértigo de un estadio lleno y la calma de una tarde cualquiera frente al PlayStation. Vive en esa frontera entre la infancia que se va y la carrera profesional que asoma.
Pese a todo lo vivido, asegura que “no cambio nada”, sigue siendo el mismo. Sus padres, orgullosos, le recuerdan que el esfuerzo no termina con un primer partido. Él lo resume con claridad: si pudiera hablar con su niño de 10 años, le diría que no deje de soñar, porque los sueños se cumplen.
A los adultos les deja un recordatorio igual de contundente: crean en los jóvenes, incluso cuando sus metas parezcan imposibles. “Es más duro hacer algo a la fuerza que hacer lo que uno ama”, reflexiona. A los niños, en cambio, les pide algo mucho más simple para este 1 de octubre: “Disfruten, porque ser niño es lo mejor”.
Federico sonríe otra vez, mueve sus manos con nervios de adolescente y habla con la sencillez de quien recién empieza. Tiene 15 años, apellidos históricos y un futuro que lo espera. La suya es la historia de un niño que se atrevió a soñar… y se encontró jugando en un estadio de adultos.
El ambiente que rodea a Federico Cordero está marcado por el fútbol. Basta mirar hacia el jardín para descubrirlo: dos porterías cuentan su historia. La más pequeña, vencida por el tiempo, es aquella que le permitió soñar con partidos reales. Otra más grande, instalada después, refleja la seriedad de sus entrenamientos. Ese escenario lo ha visto transformarse, hasta llegar al día en que, con solo 15 años, debutó en la Liga Mayor de Guatemala.
Adentro, en una mesa, se apilan camisetas de diferentes tallas. Algunas tan diminutas que le hacen recordar a cuando apenas tenía fuerza para empujar la pelota. Son parte de una colección que lo acompaña desde siempre. La escena completa no deja duda: es una casa que respira fútbol.
Durante la conversación, Federico sonríe todo el tiempo, pero mueve sus manos de manera inquieta, como si en cualquier momento fuera a tomar una pelota. Los nervios lo acompañan, pero nunca le roban la claridad con la que habla de su objetivo: ser futbolista profesional.
El recuerdo de sus inicios es inmediato. Desde los dos años jugaba con el balón: “De chiquito lo que quería era jugar fútbol, era mi sueño”, afirma, sin perder la sonrisa. Ese sueño lo llevó a una academia de fútbol, donde Paulo César Motta —experimentado guardameta guatemalteco— lo invitó a unas pruebas para integrarse a la sub-15 de Aurora. En 2023, comenzó un camino que pronto se aceleraría.
“Nunca pensé que esto iba a pasar tan rápido”, admite sobre su salto al primer equipo. Lo soñaba, pero no lo veía posible tan pronto. Desde entonces todo corrió con la velocidad de un contragolpe.
El técnico costarricense, Saúl Phillips, juega un papel importante. No solo lo hizo debutar, también ha sido un acompañamiento dentro y fuera de la cancha para acoplarse con confianza al camerino mayor y no sentirse como un desconocido.
La escena que cualquier niño imagina, pero pocos viven tan temprano, llegó el 7 de septiembre: con 15 años y 13 días, su nombre quedó en la historia del fútbol nacional como uno de los debuts más jóvenes en la historia. Aunque había calentado, no estaba seguro de si entraría.
Cuando su técnico le dio la señal, la adrenalina tomó el mando. “Estaba nervioso, pero feliz también”, recuerda. Entró en el minuto 90+2, consciente de que podía ser un instante fugaz pero eterno.
Había pensado en qué pasaría si recibía la pelota, pero cuando la tuvo, en su mente solo existía el partido. La magnitud del momento lo golpeó después. Sus compañeros lo rodearon con felicitaciones. “Somos un grupo muy unido”, repite, agradecido.
En las gradas lo observaban sus abuelos, Horacio Cordero y Omar “Bocha” Sanzogni. Dos nombres que pesan en el fútbol guatemalteco. Horacio levantó títulos con Municipal desde el banquillo y dejó huella como formador de varias generaciones; Omar “Bocha” fue un volante fino que vistió la camiseta de Aurora y de otros clubes con jerarquía. Federico sabe que esa historia lo precede, y que cada paso suyo inevitablemente se mira a la luz de ese pasado.
Él asume con orgullo portar esos apellidos. Es motivo de alegría, no de presión. “Ellos tienen su historia, yo quiero hacer la mía”, dice. Y mientras habla de ellos, suele buscar con la mirada a su padre como si buscara su complicidad silenciosa.
El fútbol, en su vida, no es solo pasión; es también herencia. Con su papá conversa después de cada partido. Si juega mal, recibe correcciones; si juega bien, reconocimiento. A la exigencia se suman los valores que considera su guía: respeto, responsabilidad y disciplina de llegar siempre puntual a los entrenos.
Incluso la posición que ocupa en la cancha parece heredada por la familia. Desde niño lo ubicaron en el mediocentro ofensivo, “Me gusta jugar ahí porque la pelota siempre está. En el medio se arma todo”, cuenta, mientras, con un balón ya entre sus pies, hace pequeñas técnicas. Los nervios se disipan, porque aquí se mueve con naturalidad.
En ese rol también encuentra inspiración en referentes cercanos. Entre los nombres nacionales que lo motivan menciona a José Manuel “Moyo” Contreras, el mediocampista que jugó en Argentina y que le demuestra que desde Guatemala también se puede.
Los anhelos, sin embargo, apuntan más lejos. Quiere jugar en la élite mundial, aunque lo dice con calma, sin obsesión. También quiere figurar en una Selección. Puede hacerlo por Guatemala o Argentina. “Representar un país es el sueño de cualquier futbolista. En Guatemala sería mucha alegría poder ir a un primer mundial”.
Pero entonces la conversación regresa a su realidad más inmediata y uno recuerda que todavía es un joven de 15 años. Entre sueños de estadios y mundiales, su día a día transcurre entre cuadernos, entrenamientos y tareas por la noche. “Si no es con el fútbol, el estudio es lo que te da futuro”, afirma, como si llevara esa frase grabada.
Cuando logra un respiro, le gusta tomar el control de su consola y jugar al FIFA. A su edad, cada frase suena como un anticipo, cada gesto como una promesa. Ya probó el vértigo de un estadio lleno y la calma de una tarde cualquiera frente al PlayStation. Vive en esa frontera entre la infancia que se va y la carrera profesional que asoma.
Pese a todo lo vivido, asegura que “no cambio nada”, sigue siendo el mismo. Sus padres, orgullosos, le recuerdan que el esfuerzo no termina con un primer partido. Él lo resume con claridad: si pudiera hablar con su niño de 10 años, le diría que no deje de soñar, porque los sueños se cumplen.
A los adultos les deja un recordatorio igual de contundente: crean en los jóvenes, incluso cuando sus metas parezcan imposibles. “Es más duro hacer algo a la fuerza que hacer lo que uno ama”, reflexiona. A los niños, en cambio, les pide algo mucho más simple para este 1 de octubre: “Disfruten, porque ser niño es lo mejor”.
Federico sonríe otra vez, mueve sus manos con nervios de adolescente y habla con la sencillez de quien recién empieza. Tiene 15 años, apellidos históricos y un futuro que lo espera. La suya es la historia de un niño que se atrevió a soñar… y se encontró jugando en un estadio de adultos.