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Desde la ciudad de los santos: dos voces sin miedo entre vivos y tumbas

.
Isabel Ortiz
26 de octubre, 2025

El silencio del Cementerio General tiene su propio ritmo. A esa hora en que el sol apenas roza las lápidas y las flores aún conservan el rocío, parece que todo duerme. Las avenidas de cipreses están vacías, y solo se escucha el eco de un rastrillo, el golpeteo de una escoba, un saludo entre trabajadores que se conocen de toda la vida. Cualquiera daría por sentado que abundan las historias de espantos y aparecidos.

Sin embargo, no es así. No es el caso. Aquí, entre mausoleos que datan de la construcción del cementerio en 1881, quienes realmente viven entre los muertos aseguran que no hay fantasmas. El miedo no recorre estas calles de mármol, sino que se queda fuera, entre los vivos. Jorge Gómez lo dice sin pensarlo demasiado. Tiene 50 años y lleva 40 viniendo al cementerio, desde que su tío —también trabajador del lugar— lo llevó por primera vez, siendo apenas un niño. “Desde entonces no hay día que no venga”, cuenta. “Este cementerio me dio la vida. Me dio trabajo, paz… y un lugar para cuando me toque quedarme”.

Nichos en la 2ª calle, cuadro 10 del Cementerio General, donde reposan decenas de familias guatemaltecas. Foto: Alicia Utrera

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Su tío, quien le enseñó a cuidar tumbas y a no temerle a la muerte, está enterrado ahí mismo. Jorge pasa junto a su lápida cada mañana camino al trabajo. “Para mí, el cementerio es bendecido”, dice. “Aquí no pasa nada. Si hay que tenerle miedo a alguien, es a los vivos”.

Camina despacio entre los mausoleos de mármol. Algunos llevan apellidos conocidos —Castillo, Botrán—, otros son de familias que hace años dejaron de venir. Cuida varias de esas propiedades privadas: limpia, pinta, poda los jardines y cobra unos doscientos quetzales por cada una. “A veces las familias se van del país y ya no regresan. Pero yo sigo cuidando sus tumbas. Alguien tiene que hacerlo”, comenta.

El camposanto, con sus veintiséis manzanas de extensión, es casi una ciudad. Un espacio dividido en cuadros y galerías donde conviven la historia y el olvido. Aquí descansan expresidentes como Jacobo Árbenz Guzmán y Justo Rufino Barrios, la niña de Guatemala —María García Granados, hija del expresidente Miguel García Granados, inmortalizada en el poema que le dedicó José Martí—, la profesora María Chinchilla Recinos —maestra asesinada en 1944, en cuya memoria se declaró el 25 de junio como el Día del Maestro—, y el escritor José Milla y Vidaurre, junto a miles de personas sin nombre que comparten una misma fosa común.

Pero para Jorge, lo más impresionante no son los nombres, sino la tranquilidad. “Aquí hay paz”, dice. “Y días alegres, como el dos de noviembre, cuando vienen los mariachis, las familias hacen pícnic y se siente que los muertos también festejan”.

El descanso eterno de María García Granados, la niña de Guatemala que inmortalizó José Martí. Al fondo don Jorge, uno de los trabajadores del camposanto. Foto: Alicia Utrera

Aun así, cada año, cuando se acercan las fechas del Día de Todos los Santos, vuelven los rumores: las voces, las sombras, los niños jugando entre las galerías vacías. Jorge sonríe al escucharlos. “Nunca he visto nada”, asegura. “He escuchado que otros sí, pero yo ya no les pongo coco”. Y luego, como quien recuerda una historia que escuchó mil veces, añade: “Una vez Don Manuel, un señor que trabajaba aquí, vio a una muchacha vestida de negro. Le pidió ayuda para poner flores en una tumba. Fue a traer una pala y cuando regresó, se dio cuenta de que la lápida donde ella quería poner las flores… era la de ella misma”. Jorge se ríe apenas. “Ahí sí se asustó.

Pero mire, en cuarenta años, eso es lo único que he oído”. Antonio Monzón también trabaja entre los muertos. Tiene más de 80 y ha pasado mucho tiempo en el lugar, repartido en dos períodos; en este último lleva 25. Dice que, en todo ese tiempo, solo una vez escuchó una historia que de verdad lo hizo pensar.

Fue hace un año y medio, cuando un señor vino a visitar la tumba de un familiar y no lograba encontrarla. Decidió tomarle una foto al lugar para no perderse la próxima vez. Pero al revisar la imagen, notó algo que no había visto antes: la figura de un encapuchado, como la muerte misma, parada frente al nicho. “Yo no lo creí”, cuenta Antonio. “Pero la foto estaba ahí. Solo aparecía en la foto”.

Nichos de adultos cercanos a las fosas comunes, espacio destinado a los cuerpos y restos humanos no identificados o no reclamados por sus familiares. Foto: Alicia Utrera

Desde entonces, no ha vuelto a ver nada parecido. Ni ruidos, ni sombras, ni voces. “Aquí la gente dice que pasan cosas, pero yo no las he visto”, explica. “A veces se oyen los niños jugar en las galerías del quince, pero cuando uno llega, ya no hay nadie. Tal vez sí hay algo, pero yo ya me acostumbré. Ya no me da miedo”. Antonio conoce bien las rutinas. Sabe qué días llegan más visitantes y cuáles son los más tristes.

“El primero de noviembre es alegre, lleno de flores, música, vendedores afuera. Pero también es el día en que muchos se dan cuenta de que sus familiares ya no están donde los dejaron.” Lo dice por experiencia. Cada año, en estas fechas, muchas personas descubren que las tumbas de sus seres queridos fueron vaciadas. “Vienen con flores y cuando llegan, ya hay otra persona enterrada en el mismo lugar”, explica. “A veces no pagaron la renovación y los restos se fueron al osario general. Es triste, porque la mayoría ni sabía”.

El Cementerio General alberga más de 200 mil nichos, y la mayoría ya están ocupados. Para evitar quedarse sin espacio, cada año se realiza un proceso conocido como “estimación de oficio”, que permite liberar y habilitar nuevos lugares. Este año, el proceso comenzó en abril, cuando los entierros se trasladaron temporalmente al Cementerio La Verbena. Gracias a ello, se lograron recuperar alrededor de 5 mil nichos. En septiembre, los entierros volvieron acá, donde el ciclo continúa, como parte de una rutina que se repite año tras año para evitar el colapso del camposanto. Byron Fuentes, asesor jurídico, explica que así logran mantener el lugar funcionando. “De lo contrario, ya habría colapsado”, dice. “Cada mes tenemos unas 400 inhumaciones, y solo así conseguimos espacio para las nuevas”.

Las fosas comunes, conocidas como el osario general, están a unos metros de las galerías. Son pozos enormes —de más de veinte metros de profundidad— donde descansan los restos de quienes fueron olvidados. Ahí ya no hay nombres, ni flores, ni visitas. Solo silencio. “Eso es lo que más duele”, comenta Jorge. “La gente se olvida de los suyos. Se van del país, se mudan o simplemente dejan de venir. Pero aquí siempre hay alguien que los cuide, aunque no los conozca. Para mí, eso también es un tipo de cariño”.

A finales de la década de 1920, la familia Castillo mandó a construir el mausoleo egipcio, uno de los más llamativos del Cementerio General. Foto: Alicia Utrera

A su manera, Jorge y Antonio dan vida al lugar. Caminan entre los mausoleos egipcios, las tumbas chinas, italianas y alemanas que recuerdan que Guatemala fue, alguna vez, una tierra de inmigrantes. Se saludan con los jardineros, los albañiles, los cuidadores de flores. Y mientras afuera la ciudad bulle de tráfico y ruido, adentro el tiempo se mueve despacio. “Este lugar es como una ciudad”, dice Jorge. “Tiene calles, barrios, historias. Aquí uno aprende a vivir tranquilo. La muerte ya no asusta”.

Al final del día, cuando las últimas familias se despiden y los vendedores recogen sus puestos, el Cementerio General queda en silencio otra vez. Las flores descansan sobre las lápidas, los mausoleos se reflejan con la luz del atardecer, y Jorge y Antonio siguen su recorrido, cuidando lo que otros olvidaron. En este lugar, los vivos conviven con los muertos, pero no como en los cuentos de miedo: conviven en respeto, memoria y trabajo.

Aquí, más que temerle a lo que yace bajo la tierra, se aprende a temerle a lo que se olvida arriba. Porque entre los vivos y los muertos, es la vida misma la que continúa enseñando, con paciencia, que recordar es también un acto de amor.

Desde la ciudad de los santos: dos voces sin miedo entre vivos y tumbas

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Isabel Ortiz
26 de octubre, 2025

El silencio del Cementerio General tiene su propio ritmo. A esa hora en que el sol apenas roza las lápidas y las flores aún conservan el rocío, parece que todo duerme. Las avenidas de cipreses están vacías, y solo se escucha el eco de un rastrillo, el golpeteo de una escoba, un saludo entre trabajadores que se conocen de toda la vida. Cualquiera daría por sentado que abundan las historias de espantos y aparecidos.

Sin embargo, no es así. No es el caso. Aquí, entre mausoleos que datan de la construcción del cementerio en 1881, quienes realmente viven entre los muertos aseguran que no hay fantasmas. El miedo no recorre estas calles de mármol, sino que se queda fuera, entre los vivos. Jorge Gómez lo dice sin pensarlo demasiado. Tiene 50 años y lleva 40 viniendo al cementerio, desde que su tío —también trabajador del lugar— lo llevó por primera vez, siendo apenas un niño. “Desde entonces no hay día que no venga”, cuenta. “Este cementerio me dio la vida. Me dio trabajo, paz… y un lugar para cuando me toque quedarme”.

Nichos en la 2ª calle, cuadro 10 del Cementerio General, donde reposan decenas de familias guatemaltecas. Foto: Alicia Utrera

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Su tío, quien le enseñó a cuidar tumbas y a no temerle a la muerte, está enterrado ahí mismo. Jorge pasa junto a su lápida cada mañana camino al trabajo. “Para mí, el cementerio es bendecido”, dice. “Aquí no pasa nada. Si hay que tenerle miedo a alguien, es a los vivos”.

Camina despacio entre los mausoleos de mármol. Algunos llevan apellidos conocidos —Castillo, Botrán—, otros son de familias que hace años dejaron de venir. Cuida varias de esas propiedades privadas: limpia, pinta, poda los jardines y cobra unos doscientos quetzales por cada una. “A veces las familias se van del país y ya no regresan. Pero yo sigo cuidando sus tumbas. Alguien tiene que hacerlo”, comenta.

El camposanto, con sus veintiséis manzanas de extensión, es casi una ciudad. Un espacio dividido en cuadros y galerías donde conviven la historia y el olvido. Aquí descansan expresidentes como Jacobo Árbenz Guzmán y Justo Rufino Barrios, la niña de Guatemala —María García Granados, hija del expresidente Miguel García Granados, inmortalizada en el poema que le dedicó José Martí—, la profesora María Chinchilla Recinos —maestra asesinada en 1944, en cuya memoria se declaró el 25 de junio como el Día del Maestro—, y el escritor José Milla y Vidaurre, junto a miles de personas sin nombre que comparten una misma fosa común.

Pero para Jorge, lo más impresionante no son los nombres, sino la tranquilidad. “Aquí hay paz”, dice. “Y días alegres, como el dos de noviembre, cuando vienen los mariachis, las familias hacen pícnic y se siente que los muertos también festejan”.

El descanso eterno de María García Granados, la niña de Guatemala que inmortalizó José Martí. Al fondo don Jorge, uno de los trabajadores del camposanto. Foto: Alicia Utrera

Aun así, cada año, cuando se acercan las fechas del Día de Todos los Santos, vuelven los rumores: las voces, las sombras, los niños jugando entre las galerías vacías. Jorge sonríe al escucharlos. “Nunca he visto nada”, asegura. “He escuchado que otros sí, pero yo ya no les pongo coco”. Y luego, como quien recuerda una historia que escuchó mil veces, añade: “Una vez Don Manuel, un señor que trabajaba aquí, vio a una muchacha vestida de negro. Le pidió ayuda para poner flores en una tumba. Fue a traer una pala y cuando regresó, se dio cuenta de que la lápida donde ella quería poner las flores… era la de ella misma”. Jorge se ríe apenas. “Ahí sí se asustó.

Pero mire, en cuarenta años, eso es lo único que he oído”. Antonio Monzón también trabaja entre los muertos. Tiene más de 80 y ha pasado mucho tiempo en el lugar, repartido en dos períodos; en este último lleva 25. Dice que, en todo ese tiempo, solo una vez escuchó una historia que de verdad lo hizo pensar.

Fue hace un año y medio, cuando un señor vino a visitar la tumba de un familiar y no lograba encontrarla. Decidió tomarle una foto al lugar para no perderse la próxima vez. Pero al revisar la imagen, notó algo que no había visto antes: la figura de un encapuchado, como la muerte misma, parada frente al nicho. “Yo no lo creí”, cuenta Antonio. “Pero la foto estaba ahí. Solo aparecía en la foto”.

Nichos de adultos cercanos a las fosas comunes, espacio destinado a los cuerpos y restos humanos no identificados o no reclamados por sus familiares. Foto: Alicia Utrera

Desde entonces, no ha vuelto a ver nada parecido. Ni ruidos, ni sombras, ni voces. “Aquí la gente dice que pasan cosas, pero yo no las he visto”, explica. “A veces se oyen los niños jugar en las galerías del quince, pero cuando uno llega, ya no hay nadie. Tal vez sí hay algo, pero yo ya me acostumbré. Ya no me da miedo”. Antonio conoce bien las rutinas. Sabe qué días llegan más visitantes y cuáles son los más tristes.

“El primero de noviembre es alegre, lleno de flores, música, vendedores afuera. Pero también es el día en que muchos se dan cuenta de que sus familiares ya no están donde los dejaron.” Lo dice por experiencia. Cada año, en estas fechas, muchas personas descubren que las tumbas de sus seres queridos fueron vaciadas. “Vienen con flores y cuando llegan, ya hay otra persona enterrada en el mismo lugar”, explica. “A veces no pagaron la renovación y los restos se fueron al osario general. Es triste, porque la mayoría ni sabía”.

El Cementerio General alberga más de 200 mil nichos, y la mayoría ya están ocupados. Para evitar quedarse sin espacio, cada año se realiza un proceso conocido como “estimación de oficio”, que permite liberar y habilitar nuevos lugares. Este año, el proceso comenzó en abril, cuando los entierros se trasladaron temporalmente al Cementerio La Verbena. Gracias a ello, se lograron recuperar alrededor de 5 mil nichos. En septiembre, los entierros volvieron acá, donde el ciclo continúa, como parte de una rutina que se repite año tras año para evitar el colapso del camposanto. Byron Fuentes, asesor jurídico, explica que así logran mantener el lugar funcionando. “De lo contrario, ya habría colapsado”, dice. “Cada mes tenemos unas 400 inhumaciones, y solo así conseguimos espacio para las nuevas”.

Las fosas comunes, conocidas como el osario general, están a unos metros de las galerías. Son pozos enormes —de más de veinte metros de profundidad— donde descansan los restos de quienes fueron olvidados. Ahí ya no hay nombres, ni flores, ni visitas. Solo silencio. “Eso es lo que más duele”, comenta Jorge. “La gente se olvida de los suyos. Se van del país, se mudan o simplemente dejan de venir. Pero aquí siempre hay alguien que los cuide, aunque no los conozca. Para mí, eso también es un tipo de cariño”.

A finales de la década de 1920, la familia Castillo mandó a construir el mausoleo egipcio, uno de los más llamativos del Cementerio General. Foto: Alicia Utrera

A su manera, Jorge y Antonio dan vida al lugar. Caminan entre los mausoleos egipcios, las tumbas chinas, italianas y alemanas que recuerdan que Guatemala fue, alguna vez, una tierra de inmigrantes. Se saludan con los jardineros, los albañiles, los cuidadores de flores. Y mientras afuera la ciudad bulle de tráfico y ruido, adentro el tiempo se mueve despacio. “Este lugar es como una ciudad”, dice Jorge. “Tiene calles, barrios, historias. Aquí uno aprende a vivir tranquilo. La muerte ya no asusta”.

Al final del día, cuando las últimas familias se despiden y los vendedores recogen sus puestos, el Cementerio General queda en silencio otra vez. Las flores descansan sobre las lápidas, los mausoleos se reflejan con la luz del atardecer, y Jorge y Antonio siguen su recorrido, cuidando lo que otros olvidaron. En este lugar, los vivos conviven con los muertos, pero no como en los cuentos de miedo: conviven en respeto, memoria y trabajo.

Aquí, más que temerle a lo que yace bajo la tierra, se aprende a temerle a lo que se olvida arriba. Porque entre los vivos y los muertos, es la vida misma la que continúa enseñando, con paciencia, que recordar es también un acto de amor.

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